Si algo debe afirmarse al comenzar cualquier revisión de El libro rojo, es que se trata de una obra inconclusa, cuya escritura le llevó a Carl Gustav Jung (1875-1961) 16 años. En parte diario de visiones y de sueños, en parte bitácora de un viaje por el inconsciente personal, en parte campo de pruebas para sus ideas más renovadoras, el psiquiatra, ensayista y psicólogo suizo la comenzó en 1914, cuando comenzaba la Primera Guerra Mundial y, según el historiador Eric Hobsbawm, terminaba el largo siglo XIX. Ese año, significativamente, marca además su distanciamiento definitivo de Sigmund Freud -quien lo llamó en una época su hijo mayor-, por medio de la renuncia a la presidencia de la Asociación Psicoanalítica Internacional, que había ejercido desde su fundación en 1910.

Dicho distanciamiento, que ya se podía anticipar, tiene su materialización en una terrible carta de 1913 del maestro vienés, en la que dice sobre su discípulo que “alguien que mientras se comporta anormalmente continúa gritando que es normal da pie a la sospecha de que carece de autoconciencia de su enfermedad”, y los dejó a ambos emocionalmente abatidos. Tal vez por eso el inicio del Liber Novus [Libro Nuevo en latín], que hoy conocemos con el nombre que deriva de la encuadernación del manuscrito en cuero rojo, pueda ser leído como un proyecto de curación (en él hay, además, casi una reescritura de esa carta, en forma de diálogo).

Es importante tener por eso en cuenta que el comienzo de su escritura no sólo se superpone al mencionado divorcio intelectual, sino también a la relectura y el estudio de Así habló Zaratustra, de Friedrich Nietzsche (publicado entre 1883 y 1891), del que Jung toma la estructuración en varios libros de capítulos breves y el estilo profético, si bien, como dice Sonu Shamdasani en su imprescindible estudio preliminar, “mientras que Zaratustra proclama la muerte de Dios, el Liber Novus describe el renacimiento de Dios en el alma”.

Un crack en la biblioteca

Hay una anécdota recogida en el libro Recuerdos, sueños, pensamientos (preparado por Jung en colaboración con la analista Aniela Jaffé) que no sólo funciona perfectamente para dar sentido a la ruptura entre Jung y Freud, sino que además dibuja con gran claridad las personalidades de ambos. Cuenta el suizo que en su visita a Viena en 1909, interesado por conocer las opiniones del padre del psicoanálisis sobre la precognición y la parapsicología en general, le preguntó qué pensaba del asunto. “De acuerdo con su prejuicio materialista”, cuenta, su maestro “rechazó radicalmente la cuestión como algo absurdo, basándose en un positivismo tan superficial que me fue difícil no responderle con acritud”. Lo más interesante es lo que acaece inmediatamente después de esa respuesta negativa. “Mientras Freud exponía sus argumentos, yo sentí una extraordinaria sensación. Me pareció como si mi diafragma fuera de hierro y se pusiera incandescente, una cavidad diafragmática incandescente. Y en ese instante sonó un crujido tal en la biblioteca, que se hallaba inmediatamente junto a nosotros, que los dos nos asustamos. Creímos que el armario caía sobre nosotros”. Como venido del cielo, un ejemplo perfecto de exteriorización catalítica (según el suizo, una modificación en el entorno físico producida por una emoción) ilustró el punto de Jung, que además predijo con exactitud una repetición del prodigio. Ese momento, que está también incluido en la película Un método peligroso (2011), de David Cronenberg (en la que el crujido es demasiado poco enfático), ilustra tan perfectamente ambas mentes que uno podría sospechar de su veracidad, pero ese es otro asunto.

Lo cierto es que, fuera como fuera, dolido por el rechazo de Freud a todo lo “esotérico” (cuyo estudio consideraba interesante, pero no oportuno en un momento en el que el psicoanálisis luchaba por el reconocimiento de la comunidad científica), para Jung esta separación fue también una liberación, que le permitió entregarse al estudio más dedicado de las artes ocultas, que ejercían sobre él una fuerza cada vez más irrefrenable, a menudo en diálogo con su herencia luterana (su padre era pastor de la iglesia reformada suiza). Esa fascinación, y el estudio sistemático y riguroso de mitologías, cosmogonías y antiguos tratados de lo arcano, verían su cristalización sobre todo en nociones como las de “arquetipo” e “inconsciente colectivo”, por citar dos de las más reconocidas, cuyas implicancias han sido a menudo corrompidas por las (no) lecturas de la New Age posmoderna que, como sostiene el doctor en filosofía Bernardo Nante, degradó al arquetipo en estereotipo, y al símbolo, en simulacro.

Welcome to the Jungerl Uno de los estudios tempranos más interesantes sobre la literatura de James Joyce se lo debemos a Jung, que en 1932 publicó el breve y estimulante ¿Quién es Ulises?, en el que analiza la novela más famosa del irlandés a diez años de su aparición. Dos años después de publicar ese ensayo, el psiquiatra trataría a la hija del escritor, Lucia (que poco después sería diagnosticada de esquizofrenia). Joyce, descontento con el tratamiento, parodió en varias ocasiones al psicoanálisis y a la psicología en Finnegans Wake (1939, un libro en el que la relación con su hija tiene una importancia radical), casi siempre por medio de sus habituales y brillantes juegos de palabras. Así, en un neologismo con connotación triple, describe un suceso en una nota al pie como la ley de la “jungerl”, aunando, según constató Richard Kearney, los términos ingleses “young girl” [chica joven] y “jungle” [selva] con el apellido del suizo.

Ese concepto, que en su contexto puede ser leído en clave paródica o más “seria”, sirve de llave para abrir la discusión sobre una posible clasificación de un libro que su autor no dio a la prensa y que se mantuvo como un secreto a voces por décadas (de hecho, su primera edición comercial es apenas de 2009). El sintagma libro-selva, en la doble metáfora posible de la realidad metafísica (como bosque de signos o en tanto jungla umbrosa), es acaso una denominación posible para una obra que, además de su naturaleza arborescente, postula un vínculo ineludible con la Commedia de Dante, que como es sabido asciende a los cielos infinitos y circulares desde la “selva oscura”.

A partir de esa filiación, además, se puede pensar el Libro rojo en relación con el viaje espiritual gnóstico del El peregrino querúbico (1657), de Angelus Silesius, y desde ahí con la tradición de los poetas místicos germanos, que llega hasta el Maestro Eckart y Tomás de Kempis y su Imitación de Cristo (1400), obra fundamental a la que Jung refiere en numerosas ocasiones. De este modo, las ideas de la doble cualidad del alma (una y múltiple); la noción de la máscara, que parte de una visión de la psique siempre en movimiento y cambio; y, sobre todo, la de la palabra como creadora de mundos y de su esencia transformadora tienen en este libro no sólo una teorización inteligentísima, sino además un estilo propio que hace del fragmento, la indeterminación y la vacilación (de las personas gramaticales, por ejemplo) sus armas, y que se juega todo en pasajes casi humorísticos, en diálogos escatológicos (siguiendo en parte la influencia de su admirado Fausto, de Goethe), en narración autobiográfica y confesional, en parrafadas exegéticas y en una riquísima imaginería simbólica, que Jung iluminó además a la manera de los bestiarios medievales.

Así, organizado en dos libros (el Liber Primus, “El camino de lo venidero”, con 11 capítulos; y el Liber Secundus, “Las imágenes de lo errante”, con 22), una serie de Escrutinios y un breve epílogo, esta obra central es tanto selva como laberinto, y en esa densidad de sentidos se hace necesaria una guía interpretativa. Así, en la excelente colección de literatura que se puede llamar esotérica o profética Catena Aurea, de El Hilo de Ariadna (sugerente nombre de la editorial argentina que publica el libro y que llega a Uruguay desde hace apenas unos meses), se puede encontrar un Libro Rojo para cada lector. Por un lado, se puede optar por la edición original con las hermosas ilustraciones del autor o por una cuidadosa edición especialmente destinada a estudiosos (que es la reseñada aquí); por otro, se ofrecen obras como “El libro rojo” de Jung. Claves para la comprensión de una obra inexplicable (2010), del ya mencionado Bernardo Nante, quien además coordinó la traducción al español de la obra y aporta un ensayo a La voz de Filemón. Estudios sobre “El libro rojo” de Jung (2011), donde junto a otros especialistas de variadas formaciones (psicología, literatura, filología), intenta aproximaciones desde distintas áreas a uno de los libros más enigmáticos y poderosos del siglo XX. La edición para estudio, como respuesta a esas cualidades, incluye un prólogo que contextualiza los pormenores de escritura y edición, una nota a la edición castellana y dos trabajos introductorios de inconmensurable valor: “‘El libro rojo’: el encanto de una lectura imposible”, a cargo, una vez más, de Nante, y “‘Liber Novus’: el libro rojo de CG Jung”, el citado ensayo de Shamdasani, editor responsable de la primera publicación, que le llevó 13 años de un exhaustivo trabajo de investigación.

“Hay una obra necesaria”, dice Jung en el segundo capítulo del Liber Secundus, “pero oculta y extraña, una obra principal que tienes que hacer en secreto por el bien de los muertos”. En ese mismo acto de oír (y hablar, como en sus Siete sermones) a los muertos, en esa mirada hacia adentro (y no hacia adelante, sino hacia atrás), en ese método de “imaginación activa” que busca “traducir emociones en imágenes”, en esa aceptación del caos (que en parte es una aceptación de la magia como lo inefable), Jung pergeñó, como desde la noche oscura del alma, una obra sugestiva y total, un libro no para leer sino para habitar, para dejarse perder. De esa experiencia, que sólo es posible mediante una inmersión absoluta, justo es advertirlo, no se sale indemne.

El libro rojo

De Carl Gustav Jung. El Hilo de Ariadna, Buenos Aires, 2012. 656 páginas.