A primera vista, la vida de Brandon Hardesty parece la historia de un montón de fenómenos fugaces de Youtube. Un joven nerd solitario y estrafalario se encierra en el sótano de la casa de sus padres y se filma haciendo caras, sonidos y muecas. Sube el video a Youtube. Las visualizaciones aumentan en progresión geométrica y se vuelven virales en cuestión de semanas. Medios que están al alpiste de nuevas tendencias intentan sacar rédito del fenómeno, utilizando el video para varios comerciales. El joven nerd termina consiguiendo papeles en películas y programas de televisión y pasa de ser objeto de burlas a convertirse en un auténtico cómico.
Buceando en el cinismo millennial, uno podría pensar en los miles de youtubers, tuiteros, usuarios de Instagram o de Vine que se hacen accidentalmente famosos por alguna destreza y, una vez encontrado el éxito, terminan desarrollando ad nauseam el mismo recurso, una y otra vez. Sin embargo, la historia de Brandon Hardesty se resiste a ser leída de esta sencilla manera. Si nos dejáramos llevar por sus primeros videos, aun en lo absurdo y divagante de sus performances, algún exabrupto permitido por la plasticidad de sus músculos faciales podría hacernos pensar que Brandon sería ideal para encarnar -con una semejanza perturbadora- a Gollum, de El señor de los anillos, junto a una serie de personajes -o fusión de ellos- que no necesariamente aparecían citados, pero que parecían estampados en su rostro como posesiones de distintos espíritus.
En esta serie de videos (para dar cuenta del alcance que tuvieron, “Strange faces and noises I can make III” -Caras y sonidos extraños que puedo hacer, parte III- tiene, al día de hoy, más de ocho millones de visitas) ya se puede ver el germen de lo que habría de convertir a Hardesty en un personaje que trascendía el mero freak de Youtube: su impecable capacidad de imitación. Con “imitación” no sólo me refiero a una habilidad mimética, sino a la capacidad intelectual de capturar y reproducir pequeñísimos movimientos y tics de los actores y sus personajes, y pulirlos hasta el punto de no saber distinguir si, por ejemplo, estamos ante un audio original del intérprete o ante una sincronización de labios del actor con la escena a reproducir. Lo más importante es que Hardesty no se parecía a ninguno de los personajes que suelen aparecer en reality shows o concursos televisivos y que casi siempre tienen su destino atado a hacer sus representaciones en cenas show de escaso valor artístico. En las escenas representadas por Hardesty todo corre por su cuenta. Incluso al interpretar a varios personajes usualmente destaca, como parte del chiste, la falta de presupuesto en utilería, vestuario o escenario, y siempre deja en evidencia que lo que ocurre no es otra cosa que lo que hace un chico que juega en el sótano de su casa. Esto termina transformándose en un ejercicio en el que a veces se despoja a la escena de toda la decoración, para poner el foco en la actuación, o incluso en el corazón del personaje; se eliminan, para ello, todos los elementos extra, que generarían opacidad entre la actuación y nuestra visión. Entre las más sobresalientes se encuentran la del Joker de Heath Ledger en Batman: The Dark Knight (Jonathan Nolan, 2008), la icónica metralla de puteadas del sargento en Full Metal Jacket (Stanley Kubrick, 1987), la discusión entre Philip Seymour Hoffman y Adam Sandler en Punch- Drunk Love (Paul Thomas Anderson, 2002), o incluso una representación recitada en español de El laberinto del fauno (Guillermo del Toro, 2006).
Te saco de algún lado
Aun considerando lo efectivas que son todas estas imitaciones, si se hubiera quedado en esto Hardesty no escaparía de algo a lo que muchos comediantes dedican su vida. Sin embargo, en los últimos años parece haber dado un paso más al crear una nueva serie, No Small Parts, en la que esta capacidad de desentrañar la mecánica interna de un personaje o una actuación parece estar colocada en un lugar distinto del de la mera representación.
En el título de la serie está encapsulado su centro ético y técnico: no hay pequeños papeles cuando hay grandes actores. En cada capítulo de la serie (la mayoría ronda la media hora), Brandon Hardesty se dedica a repasar la carrera de actores secundarios que reconocemos o creemos haber visto un millón de veces, pero que por alguna razón no suelen llegar al estrellato o al reconocimiento masivo. No estamos hablando de Morgan Freeman o Steve Buscemi (actores que, a su manera, llegaron a una suerte de monte Olimpo de los actores secundarios), sino de esos frente a los que solemos chasquear los dedos y mordernos el labio diciendo: “Este es el tipo de esta otra película, ¿cómo era?...”; como el documental That Guy... Who Was In That Thing (Ian Roumain, Michael Schwartz, 2012), que se centraba en la vida de 16 actores, mucho más desconocidos, que aparecen en un montón de films y que a veces bordean lo anónimo.
En la lista de personajes cubiertos en No Small Parts quizá el más conocido sea Harry Dean Stanton, el hombre flaco, de cara huesuda y ojos saltones, que es una referencia obligada en el cine de David Lynch y que encarnó al icónico protagonista de Paris, Texas (Wim Wenders, 1984). Otros, por su parte, son, pese a su larga trayectoria, más bien reconocidos por algún rol específico, como Vincent Schiavelli, el atormentado fantasma del subte en Ghost (Jerry Zucker, 1990); Richard Kiel, el hombre de las mandíbulas de acero en James Bond; o la físicamente enorme Darlene Cates de What's Eating Gilbert Grapes (Lasse Hallström, 1993).
La serie podría quedarse en el conocido formato amarillista de “¿dónde están ahora?”, jugando con el morbo de hacer un mero repaso biográfico de carreras que nunca llegaron al punto de máxima exposición. Pero lo que hace a No Small Parts recomendable para cualquier cinéfilo es la minuciosidad con que Hardesty lee lo que hay detrás de varias de estas decisiones actorales.
En algún sentido, las lecturas casi siempre terminan trascendiendo las características personales del actor y rozan un terreno más cercano a la industria en sí. Uno de los principales tópicos de la serie es cómo a veces un defecto físico puede convertirse en una firma del autor: la extraña y gigantesca complexión física de Vincent Schiavelli (producida por el síndrome de Marfan), el enanismo de Warwick Davis (uno de los Ewoks de Star Wars) o la ya mencionada gordura de Darlene Cates. Por otro lado, también se pasa lista al rol estereotípico de negro de Scatman Crothers (un cantante, músico y bailarín que suele estar más bien asociado a su breve rol en El resplandor), o al de Robert Blossom (el famoso viejo de la pala de Mi pobre angelito), que tiene la particularidad de haber interpretado una y otra vez papeles de anciano, incluso en su juventud.
En primera instancia, ante estas deconstrucciones metacinematográficas uno parecería cazar en el aire la posibilidad de una exégesis propia del estilo teórico de análisis de los actuales race y gender studies, desentrañando efectos de discriminación, microrracismos o enfoques tendenciosos de un rigor estereotípico a la hora de asignárseles papeles a estos actores. Hardesty logra trascender este discurso y se aferra a lo auténtico de la forma en que muchos de estos actores se apropian del estereotipo para volverlo algo diferente. Un ejemplo interesante y muy lúcido es el único capítulo en el que no se basa en una figura establecida del espectáculo y opta por seguir la vida de Josh The Ponceman Perry, un popularísimo youtubber con síndrome de Down que hace junto a su hermano una serie de videos de humor negro.
El más popular de estos es Retarded Cop, que consiste en una serie de sketches en los que Josh Perry cumple con su labor de policía y se pone en juego el humor en la incomodidad de la gente al intentar hacer la vista gorda acerca del detalle de la condición del oficial. A veces es graciosísimo, especialmente desde la autoconciencia con que se presenta el tema (casi todos los familiares actúan en la serie). Sin embargo, como contracara, Hardesty muestra que a menudo las mismas personas que luchan por borrar del lenguaje políticamente correcto el término “retardado” son las primeras detractoras de Perry y muchas veces asumen a priori que el actor no sabe lo que está haciendo y creen que se limita a reproducir lo que su hermano le manda hacer (de esa manera caen en una discriminación más incapacitante, la de asumir desde el vamos que se trata de una persona desvalida y sin capacidad de elección ni creatividad). El capítulo no sólo es un interesante aparato de montaje ideológico acerca de cómo asumir una palabra negativa puede transformarse en una forma política de apropiársela y quitársela de la boca al opresor (quizá el mejor ejemplo de esto sea el famoso término nigger entre la población afroestadounidense), sino un sincero retrato de una relación afectiva y artística entre dos hermanos. La apropiación del defecto es uno de los leit motivs de la serie y muestra que es posible generar un efecto inverso. Ejemplo de ello es el caso de la inglesa Linda Hunt, quien, pese a haber nacido con un problema en la glándula pituitaria (encargada del crecimiento), gran parte de su vida ocupó roles de figuras de autoridad, lo que se convirtió en una especie de rol estereotipado a la inversa.
Lo que se percibe de fondo en los videos de No Small Parts es una defensa a la dignidad del oficio y a que no hay nada de malo en repetir una y otra vez el mismo rol cuando se hace con convicción y, más que nada, con cariño. Incluso, saliendo del criterio de actores con particularidades físicas, hay un capítulo dedicado al perfectamente normal Dean Norris -conocido mundialmente por su rol de Hank Schrader en Breaking Bad-, quien toda su vida se dedicó a interpretar, casi invariablemente, a policías y llegó a un total de 34 películas en ese papel.
Stanislavsky en una mano
Quizá el ingrediente fundamental de la serie sea justamente el cariño, algo que se percibe no sólo en la capacidad de Hardesty para editar videos y aislar momentos, como cuando sigue la trayectoria de Christopher Hart, el mago detrás de la mano de Los locos Adams, y en una selección de escenas hace un voiceover de lo que esa misma mano estaría diciendo en cada una de esas situaciones (y funciona inquietantemente bien).
El costado personal de todo esto es que el mismo youtubber utiliza las escenas para poder expresar sus inseguridades actorales, a veces citando ejemplos de su propia actuación. Es imposible no ver esta serie como un mecanismo interno del conductor para aprender y darse aliento ante la inestabilidad de su propia carrera, casi como si la moraleja de los capítulos fuera algo que se dijera a sí mismo, pero también como fruto de esa misma capacidad de repetir una y otra vez una escena hasta lograr extraer de ella algo que la mayoría de nosotros no habíamos logrado percibir. En tiempos en que las vacas sagradas del cine, como Meryl Streep, Robert De Niro y Al Pacino, parecen haberse dedicado a actuar de sí mismos en diversas variaciones temáticas, No Small Parts parece presentar el bello y paradójico reverso de esto, con la historia de actores secundarios que encuentran lo genuino en la repetición, en lugar de la repetición de lo aparentemente genuino.