En setiembre de 2013, cuando dictó sus cuatro clases abiertas sobre Jorge Luis Borges en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires -disponibles en línea-, Ricardo Piglia creyó necesario detenerse en un momento crucial en la vida del escritor evocado. Venía hablando de la importancia fundante de la lectura en la teoría y la práctica de la escritura del inventor de Pierre Menard. Había recalado en esa línea nítida que se expresa en el trabajo con la cita y la traducción, y de pronto puso su atención en 1953, drástica demarcación impuesta por la ceguera. “Su capacidad de estilo -dictaminó- quedó destruida, porque no pudo leer sus propios manuscritos”. Eso, concluyó, fue una verdadera catástrofe. Pero “con una ética admirable, jamás se quejó, y trató de seguir adelante”. Desde luego, Borges encontró vías sucedáneas para seguir escribiendo, pero su principal etapa como escritor, insistió Piglia, había concluido irrevocablemente.

Difícil no relacionar estas iluminaciones con la esclerosis lateral amiotrófica cuyos primeros síntomas se manifestaron, en Piglia, apenas un año después de estas clases, y que lo llevó a la muerte el 6 de enero. Antes de que el deterioro irreversible le impidiera el uso de la palabra, solía decir a quienes lo visitaban, con la sonrisa más fresca y radiante que se pueda imaginar: “Es como si esto le estuviera pasando a otro”. Y un mensaje similar llegaba, un año después, cuando sólo podía controlar el movimiento de sus ojos, escrito en la pantalla gracias a un programa de digitación ocular. Así, lento y paciente, escribía. Una voluntad inquebrantable seguía empujándolo a concretar sus proyectos pendientes: en particular, la publicación de sus Diarios, obra de décadas cuya edición final fue consumada cuando nadie habría esperado de él, ya, nada más. Incluso, entre una sesión con el kinesiólogo y varias horas de trabajo con su asistente, podía recibir a un profesor de ajedrez: el aprendizaje se incorporaría, tal vez, al background de una ficción que estaba rumiando. Y todo, como había dicho, respecto del otro, en setiembre de 2013, sin el menor atisbo de queja.

Las clases abiertas fueron su última gran intervención oral pública, así como la publicación de sus Diarios su última decisión de escritor: sus dos adioses.

Mito de escritor

Los Diarios de Piglia están en el comienzo de su iniciación literaria y en las últimas decisiones de su vida, cuando la publicación los convierte en Los diarios de Emilio Renzi: Años de formación, que llegan hasta 1967 (2015), Los años felices, hasta 1975 (2016) y un tercer volumen que estaba revisando. En ellos se pueden seguir las alternativas y los costos de su decisión de ser escritor y la consecuente forja de un mito. Esa elección rigió las principales encrucijadas de su vida y hasta el ritmo de su actividad cotidiana. Implicó también definiciones y estilos de comportamiento público y privado en relación con otros vectores: la política, el campo cultural, la condición de intelectual, el posicionamiento marxista, la participación en distintas formaciones y la creación de espacios y proyectos políticos, culturales, editoriales.

Su relato “La loca y el relato del crimen”, seleccionado por Augusto Roa Bastos, Borges y Marco Denevi en el concurso de cuentos policiales de la revista Siete Días de 1975, brinda en pequeña escala algunas claves de un proyecto narrativo a largo plazo, así como de sus presupuestos teóricos y de la imbricación de ambos aspectos. Por un lado, la presencia protagónica de Emilio Renzi, que habrá de funcionar en adelante como un doble -nunca del todo otro, nunca del todo el mismo-, supliendo o quizá complementando las trampas del yo. Por otro, la convergencia, en Renzi, del periodista, el escritor, el investigador, de modo que sus preocupaciones teóricas (aquí, la fonología de Nicolái Trubetzkói), articuladas con las pistas de un crimen en los bajos fondos, mediante el análisis técnico de un discurso psicótico, llevan a un hallazgo que cuestiona el curso de la acción policial.

Para entonces, Piglia había impulsado, desde la Serie Negra publicada por la editorial Tiempo Contemporáneo, la traducción y la lectura de Raymond Chandler, Dashiell Hammett, David Goodis, Horace McCoy. Tomando el título de una colección de Gallimard de los años 40, la consagró a la difusión del mejor thriller estadounidense. Está muy dicho: esta vertiente reemplazaba la trama de enigma por un vértigo de acontecimientos en que lo criminal involucraba otra trama: la social. Siguiendo, en esto, la lucidez de Chandler, el propio Piglia propuso una suerte de quiasmo en la historia del policial: mientras en la línea clásica el crimen desencadenaba la investigación, la investigación desencadena el crimen en el noir, evidenciando los vínculos del hampa con la riqueza y el poder.

El vasto campo de sus lecturas, el mapa literario que va forjando a lo largo de los años, se proyecta hacia James Joyce y Samuel Beckett, Franz Kafka y Robert Musil, Walter Benjamin y Bertolt Brecht, el primer Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald, James Purdy, Erskine Caldwell, Thomas Bernhard, Peter Handke, Philip K Dick, Thomas Pynchon, Macedonio Fernández, Borges y Juan Carlos Onetti, entre muchos otros; y en el marco más cercano que proporcionaba un ámbito de pertenencia y de diferencias, de experiencias compartidas y de inteligibilidad, Rodolfo Walsh, David Viñas, Manuel Puig, Juan José Saer, Miguel Briante, Luis Gusmán, Jorge Dipi Di Paola, y más tarde, en la disputa y las tensiones, Rodolfo E Fogwill y César Aira.

En adelante, los juegos de interpenetración de lo teórico y lo ficcional signaron la construcción de su obra, derivando en la textura ensayística de algunas de sus principales novelas y cuentos, desde “Homenaje a Roberto Arlt” (Nombre falso, 1975) y Respiración artificial (1980) hasta El camino de Ida (2013), y en el ritmo narrativo de sus muy estimulantes ensayos: desde Formas breves (1999) hasta El último lector (2005).

De Mao a Puig, de Borges a Arlt

En 1965 apareció el número uno de la revista-libro Literatura y sociedad. Piglia estaba pensando qué hacer con la tradición de las distintas vertientes críticas del marxismo y las vanguardias políticas y estéticas. Era una especie de estado de la cuestión, centrado en Galvano Della Volpe, Georg Lukács, Lucien Goldmann, Henri Lefebvre, Jean-Paul Sartre, y que sumaba a Calvino, Hemingway, Cesare Pavese. Ese fue el único número de la publicación. Después, los trabajos en los que Piglia ya no plantea el estado de la cuestión sino que lo cambia. En 1972, por dos canales muy diferentes, intenta una síntesis teórica general y ejercita la lectura minuciosa de una obra: en la revista Los Libros, con “Práctica estética y lucha de clases”, recupera, no sin audacia, bajo la apariencia de una reseña, los aportes de Mao Tse-Tung en el foro de Yenan, inscribiéndolos en una línea que vendría de Serguéi Tretiakov y Yuri Tiniánov y que desembocaría en Brecht; y en el segundo volumen compilado por Jorge Lafforgue sobre Nueva novela latinoamericana (1972) analiza la dialéctica lengua/estilo en la escritura de La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig. Al año siguiente, otra vez en Los Libros, avanza en esta última dirección con un trabajo ejemplar sobre El juguete rabioso: “Roberto Arlt: una crítica de la economía literaria”.

Desde entonces, su tarea crítica no deja de refinarse, asociándose productivamente con su proyecto novelístico. En 1980, en Punto de Vista, sus “Notas sobre Facundo”, con la discusión sobre el uso bárbaro de la cita y el sistema de conocimiento basado en la analogía, pegan un giro histórico en las lecturas de Domingo Sarmiento; y poco antes, en “Crítica y ficción en Borges”, desarrolla su teoría de los dos linajes en el autor de “Hombre de la esquina rosada” y “El acercamiento a Almotásim”: el materno del culto al coraje y el paterno del culto a los libros. También en 1980, en el interior de Respiración artificial, Renzi, en diálogo con Marconi, extrema una antítesis, presentando a Borges como el último escritor del siglo XIX y a Arlt como el que inaugura el XX. Casi un cuarto de siglo después, en la Biblioteca Nacional, Piglia corrige a Renzi y hace justicia, nombrando a dos escritores como cifra del siglo XX: Borges y Kafka.

Anotación ambiciosa, programática, competitiva en los Diarios, un impreciso miércoles de 1970: “Todos nosotros nacemos en Roberto Arlt: el primero que consiga engancharlo con Borges habrá triunfado”. En 1980, en Respiración artificial, Renzi caracterizará el cuento “El indigno”, de El informe de Brodie, como una transposición de El juguete rabioso. Y en 1994 la edición definitiva de Nombre falso lleva como epígrafe general la frase “Sólo se pierde lo que realmente no se ha tenido”, atribuida a Roberto Arlt. En realidad, pertenece a “Nueva refutación del tiempo”, de Borges (en Otras inquisiciones), que la reformula en el poema “1964” de El otro, el mismo: “Nadie pierde (repites vanamente) / sino lo que no tiene y no ha tenido”. La falsa atribución termina de producir el enganche proyectado en 1970.

La UBA y Princeton

En 1990 y hasta 1994, por iniciativa de un grupo de graduados y docentes, dicta un seminario en la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires, cuyo primer programa, “Tres vanguardias”, hace poco publicado como libro, se dedica al estudio de la obra de Walsh, Puig y Saer. Aparece allí el gran maestro oral en una decisiva experiencia didáctica que sus cursantes no han olvidado. Del mismo modo, en las entrevistas (las reunidas en Crítica y ficción y otras) se muestra como un conversador inteligente y sutil, que construye su pensamiento en el diálogo, si bien es cierto que se preocupó, al principio, por la edición de esas entrevistas, haciéndolas más precisas y menos dispersas -más escritas-.

La opción por un cargo de profesor en la Universidad de Princeton, que a él lo privó del ambiente en que se desplegaban sus interlocuciones y su escritura y a los estudiantes de la UBA de un desafío permanente para pensar la literatura como práctica y sortear los límites de los pretenciosos “marcos teóricos”, fue en muchos sentidos un sacrificio. Pero al menos, gracias al lugar y al nombre que había construido, pudo negociar sus condiciones de trabajo y permitirse sus escapadas anuales a Argentina, hasta su jubilación. El problema no es (tanto) dónde se trabaja, pudiendo elegir, sino qué se logra, qué se resigna, qué se hace con lo que se resigna y lo que se logra.

Intervención

“La experiencia personal, escrita en un diario, está intervenida, a veces, por la historia, o la política, o la economía”, se lee en Los años felices. Muy visible en sus mudanzas. La de su familia, de Adrogué a Mar del Plata, cuando la “Libertadora”, el golpe que derrocó a Perón. La de él con su pareja, ante un operativo del ejército en su edificio, en 1975. Hay otra intervención quizá más importante: la del propio escritor que, muy limitado por la enfermedad terminal pero utilizando una logística perfecta en cuyo centro estuvo siempre Beba Eguía, su mujer, edita los diarios, dispone en su interior lo que llama series -formas de organización del material que alterna con el caos vital de lo meramente cronológico-, interpreta un acontecimiento, editorializa en el sentido fuerte del periodismo. Admitidas, en algún lugar, como marco contextualizador necesario, sus intervenciones de autoedición y sobrescritura son mucho más (y distinto) que eso. Siguen erosionando la instancia del yo y se dejan notar por la diversa textura de esa prosa dictada.

La “Nota del autor” (o sea, ¿quién?), que preside Años de formación dice que el que “había empezado a escribir un diario a fines de 1957 y todavía lo seguía escribiendo” es otro, y ese otro dice: “Por eso hablar de mí es hablar de ese diario”.

El desplazamiento parcial de la autoría hacia Emilio Renzi juega con una vacilación que se proyecta a la lectura. De pronto, un parágrafo resuelto en la primera persona de sujeto de experiencia/sujeto de escritura deriva hacia la escisión de la tercera: algo se quiebra y no se recompone. Una frase en la que la entidad de lo que se va a leer, el diario, es materia de conversación entre Renzi y el barman de El Cervatillo (“En el bar”, marco prefacial de Los años felices), culmina deslizándose, sin transición visible, hacia una referencia a Luisa Fernández, la asistente en el proceso final de edición. Maleable, el tiempo del texto deviene tempo y cuestiona la linealidad de su cronología.

Por ejemplo: Martes 23 de un mes innombrado de 1969 en un cuaderno que habla de los cuadernos: “Un registro verdadero de acontecimientos ilusorios y de promesas (que no cumpliré)”.

Un domingo 22, 1974: “No me reconozco del todo en el individuo que escribe ahí ciertos hechos de mi vida. Esa es la paradoja, es mi vida, digamos así, pero no soy yo el que la escribe. [...] El material es verdadero, es la experiencia real, pero el que escribe -el que habla- no existe. Así defino yo la ficción: todo es o puede ser verdad, pero la clave del procedimiento es que quien narra es un sujeto imaginario”.

“Prefiero vivir la vida de otro, o contar, como si fuera de otro, mi propia vida. ¿Quién escribe? Es la gran pregunta de las autobiografías y de los diarios. No es cierto, como dice Foucault que dice Beckett, que ‘no importa quién habla’”.

Empatías y distancias

El artista cachorro anota sus charlas con los amigos, relaciones sentimentales, traslados, ganapanes, dificultades para escribir, planes, encuentros en bares y en editoriales (Jorge Álvarez, Tiempo Contemporáneo, Siglo Veintiuno). Sociabilidad buscada y de la que se huye, para preservar el codiciado espacio de escritura. Los alquileres, las deudas, lo que cobra por cada artículo, por cada prólogo, lo que se acepta por necesidad, lo que se rechaza pese a la necesidad para evitar la dispersión, las horas de trabajo diarias, semanales, mensuales. Tiempo de trabajo, dinero: números, números. Nombres propios muy frecuentes. Amigos-pares: Briante, Guzmán, Di Paola, Germán García, Roberto Jacoby. Críticos y ensayistas con los que comparte lecturas y discute hipótesis: Héctor Schmucler, José Sazbón, Josefina Ludmer, José Aricó, Carlos Altamirano, Nicolás Rosa (aquí, con alguna reticencia). El caso de Viñas, presencia permanente y modelo del que toma distancia, construyendo así su propia perspectiva: “A mediodía vino David, cada vez más tiempo sin vernos pero siempre la misma simpatía hecha de acuerdos y concesiones (mías). [...] Mi situación con él: en el fondo le parezco ‘frío’ y poco sincero, soy su mejor amigo, dice, y a la vez muestra una forma de ser -excesivamente explícita y autocentrada- que es mi antítesis. Da vueltas sobre algunos escritores: Manuel Puig, Conti, Borges, Cortázar o Bioy, que según David realizan un proyecto de derecha. Discuto eso muy férreamente con él, habla así porque no lee los libros, construye sus hipótesis sobre la base de lecturas arbitrarias y muy inteligentes que se centran en la figura del escritor”.

Pretendiendo ser la huella de una subjetividad -pero una huella que construye al animal que la deja-, los Diarios terminan siendo el involuntario testimonio de una época: no de una estructura de sentimiento (¡no existe tal cosa!) sino de un complejo de sensibilidad.

Más de una vez, en sus conversaciones, bromeaba, respecto de algún éxito lamentable o patético, con un sabio lugar común: “Hay que tener cuidado con lo que uno se propone, porque a menudo lo logra”. La frase (similar a la del comienzo de Madre noche, de Kurt Vonnegut) implicaba una mirada suspicaz sobre la vida propia y la ajena, por la inversión de un tópico sobre la presunta dificultad de realizar los deseos. Lo cierto es que desde muy temprano Piglia supo lo que se proponía ser y marchó con decisión hacia allí, aunque eso implicara, inevitablemente, cosas que no se había propuesto. En ese sentido, no tuvo cuidado y su logro excedió con creces el propósito. Más allá de los resultados personales, esa elección nos cambió como lectores. Qué más.

Julio Schvartzman.