Jaime Roos dijo alguna vez que los críticos musicales no tenían ningún poder, y que quienes sí lo tenían eran los que decidían qué música pasar por la radio, por la sencilla razón de que el que no era elegido “no existía”, o sea, sería escuchado por sus amistades, parientes y poco más.
En otros casos se puede sustituir -parcialmente- el seleccionador musical por el curador, o por un jurado. Acabo de ver una foto del objeto que ganó el Premio Nacional de Pintura del Banco Central de la República Argentina (categoría jóvenes) de 2016: un trapo sucio colgado en la pared. O acaso un óleo sobre tela (o papel; no sé) con cierto grado de deterioro, sin marco, representando acaso las fuerzas oscuras del inconsciente, una visión del futuro, o lo que indiquen las vibras personales de cada cual.
Lo de “parcialmente“ es porque no son ejemplos de lo mismo. Sin embargo, tienen alguna semejanza: el primer caso habla del poder de decidir qué vale la pena y qué no; el segundo muestra lo que pasa cuando quienes detentan ese poder ejercen malamente su función. Malamente según mi opinión, claro; y no podría entrar en discusiones estéticas. Supongamos, como hipótesis, que es una ridiculez mayúscula que un trapo sucio o algo similar gane un concurso de arte. Admitamos que podrían ser cuestionadores, como aquel famoso urinario invertido inscrito por Marcel Duchamp bajo el título Fountain (Fuente) en una exposición de cuya realización se cumple, este año, un siglo exacto. Pero es demasiado tiempo para una vanguardia.
Los concursos artísticos tienen ese qué sé yo, ¿viste? Nadie cree en ellos, pero todos nos emocionamos y agradecemos en caso de ganar. Y -lo más importante- abren puertas. Dependiendo del rubro, dichas puertas significan ventas, renombre, contratos, o ser tomado en cuenta por el gusto popular o el de la elite correspondiente.
¿En qué se basa ese poder? En dos cosas: en la confianza y en la conciencia de la propia ignorancia. Es lógico que si un crítico de cine respetado recomienda una película, uno tenga cierta tendencia a verla como algo al menos bien hecho. Lo mismo pasa cuando una estrella futbolística le aconseja al director técnico que observe a un botija de la tercera que anda volando. El problema es caer en una especie de secuencia seudorracional: “Si estos integran el jurado, por algo será; si a este jurado le gustó esta obra, por algo será; si a mí no me gusta, debe ser de puro burro, nomás”. No pensamos que capaz que son ellos los burros, o que simplemente puedan tener un criterio distinto, o errado, o errático.
La cosa se complica cuando lo de premiar o favorecer determinadas ridiculeces se hace tendencia, porque su influencia se generaliza. En una sociedad que promueve el éxito personal, ¿para qué voy a matarme aprendiendo a dibujar/pintar, si después viene cualquier fantasma y se hace famoso exponiendo un sorete adentro de un frasco? Es un tema delicado, lleno de excepciones y contraejemplos. Siempre existió la basura exitosa. Siempre, también, hubo obras o géneros relevantes que, antes de su valoración definitiva, habían sido catalogados como basura. Por eso hay que tener ojo al usar dicho adjetivo. Lo que está mal, recontramal y mil veces mal, es premiar la basura para quedar bien con el público, para esconderse bajo una aureola relativista y estéticamente abierta -tan abierta que se le derrama todo el contenido- o para evitar ser considerado un conservador. Porque, ya sea por arribismo o por honesta imitación de lo que se cree que es bueno, vendrán otros por ese camino. Y si la basura es mala, la basura copiada ni te cuento. Es preferible ser el que votó en contra de exponer la Fuente de Duchamp y quedar para cierta historia como un retrógrado, que haber votado a favor por esnobismo.
Y lo peor, recontrapeor y mil veces peor (y acá no me refiero sólo a los concursos, sino a toda la maquinaria, que nos incluye) es cuando premiar lo chato, lo lavado, lo vacío, lo obvio y lo esperable se convierte en una forma de hacer política. Diría que es la política cultural más exitosa (si la medimos con su propia vara) de todos los tiempos. Representa, además, una forma de pensar muy en boga, adoptada por muchos gobernantes y gobernados. Y premiar un maraño enfrascado es una forma de decirles a los esforzados, inteligentes, sensibles y preparados: “¿Ven para qué sirve tanta cultura?”, en una inapelable profecía autocumplida.
Hay una canción que interpretaban Los Iracundos, una especie de vals, que se llama “La fuente”. En su estribillo dice: “¿Ves? / La fuente se quedó / tan sola como yo / al ver que tú no estás”. El urinario de Duchamp se perdió, tal vez, porque ni a su autor le interesó conservarlo. Eso le pasará a toda esta manga de posmos pasmados: un día se quedarán solos, sin auspicios estatales ni privados, con la mente vacía de belleza y de horror, añorando el contenido inexistente de tanto mingitorio sin estrenar.