Alguien da un premio a un objeto que no es fácilmente reconocible como arte. Es más, es feo, parece no querer decir nada y no queda claro qué hace ahí. Eventualmente, alguien se queja, y se genera el aluvión de protestas que termina en escándalo, y en el cierre de filas de quienes le bancan los trapos al arte contemporáneo. ¿Por qué tanta gente sólo está interesada en discutir sobre arte cuando se premia lo que parece un trapo?
Podríamos discutir si el escándalo se justifica o no en el caso de Sin título, de Agustina Quiles (se puede ver en http://ladiaria.com.uy/UMm junto con otras obras de la misma autora; es la cuarta imagen empezando desde arriba), pero quizá sea más importante entender, en primer lugar, por qué explota, asumiendo que quienes se enojan con los trapos son personas pensantes y no niños a ser educados. De hecho, la reacción escandalizada es perfectamente funcional a los aires vanguardistas de los vanguardistas: si alguien se indigna todavía, es porque lo que buscaban transgredir sigue en pie.
El problema es que si fechamos los orígenes de esta polémica en la fuente de Marcel Duchamp, está por cumplir 100 años, que pasaron enredados en discusiones sobre cómo definimos el arte. Poner en el museo lo que se puede suponer que no debería estar allí, o más en general jugar con el marco dado para cada forma artística, ha sido y es un recurso fundamental, incluso clásico, para las corrientes artísticas que se ven a sí mismas como críticas. Por más que una obra no se proponga abordar explícitamente el problema de la definición del arte, esta siempre está presente.
Los artistas transgreden cotidianamente los imaginarios tradicionales sobre el arte que son hegemónicos entre el público, viéndose por ello a sí mismos como críticos, pero omiten que en el campo del arte ese tipo de transgresiones ya es hegemónico. Ejerciendo una transgresión sin riesgo en un ámbito en el que es esperada y protegida, logran el reconocimiento de sus pares mientras escandalizan al público, pero no lo afectan de una manera que transforme su sensibilidad.
Varias teorías conviven en los consensos del arte contemporáneo, pero quizá falta hacerlas dialogar. Por un lado, se afirma que lo sensible debe ser dislocado e interrumpido por el arte, cuyo rol se relaciona con el disenso y por ello con la política (Jacques Rancière). Por otro, que la historia del arte se agotó y que, sin poder esperar la emergencia de nuevos movimientos o tendencias, estamos ante una transformación del arte en filosofía, en el marco de un período signado por el pluralismo estético (Arthur C Danto). Estamos atrapados entre Danto, Rancière y la inercia de un arte que no se decide entre disolver su autonomía -fundiéndose finalmente con la vida- y seguir insistiendo en la revolución de lo sensible.
Si bien ambos postulados alejarían al arte de sus formas reconocibles, con demasiada frecuencia se toma a ambos como simultáneamente verdaderos, sin pensar qué ruidos y contradicciones se producen entre ellos. Y, también con demasiada frecuencia, las “dislocaciones” se parecen mucho entre sí -el objeto abyecto, el cuerpo quieto en la performance, el cuadro vacío, la música de silencios- y es difícil no pensar que ya se volvieron un sublenguaje, más que interrupciones en el lenguaje o redistribuciones de lo sensible.
Si las tradiciones anteriores buscaban el mejoramiento del medio expresivo, ¿qué debe hacer un arte posvanguardista? ¿Estamos en el fin de la historia, o llegará alguna vez el final de esta época, en la que se piensa que se terminaron las épocas? ¿Qué sentido tienen los debates, las teorías y los premios cuando hay youtubers que hace rato disolvieron en la práctica la distancia entre arte y vida? No podemos seguir analizando el arte como si estuviéramos en la era previa a internet: desde la escala de la replicabilidad a la socialización de los medios de producción, la web transformó al arte como no pudieron hacerlo la crítica institucional ni los propios artistas profesionales.
Mientras tanto, en la búsqueda de revertir la sublimación de la “alta cultura” y deconstruir las subjetividades hegemónicas, el arte contemporáneo se apegó al posestructuralismo y se alejó demasiado de su potencialidad para producir reencantamientos del mundo, hallazgos de lo extraordinario en las cosas y lugares nuevos desde donde mirar.
¿Y a vos, lector, qué te pasa cuando ves “el trapo”? ¿Y cuando te explican “la intención del artista”? ¿Y cuando te explican su “contexto”? ¿Y cuando te cuentan que la obra fue objeto de una polémica? ¿Y cuando ves a quién le interesó? ¿Quién se beneficia de que estemos dando esta y no otras polémicas? Podríamos discutir para qué se hace todo esto, o qué se debería estar diciendo y cómo.
Parece que una vez desmontada una idea sustantiva de belleza (o la posibilidad de alcanzarla), rechazada la técnica (en tanto frontera elitista que separa demasiado al arte de la vida) y desechada la idea de que el arte debe estar al servicio de proyectos políticos, lo que queda es la comunidad artística y sus reglas burocrático-procedimentales. De este modo, la definición sobre el arte más aceptada por los artistas contemporáneos parece ser que es arte porque lo es para la comunidad artística.
Y así como no podemos pasar por alto (¿no podemos?) la historia que determina estas posiciones contemporáneas, tampoco sería justo ignorar el contexto institucional y económico en que ellas existen, porque “comunidad artística” incluye a los artistas con sus criterios estéticos, pero también a los circuitos de curadores, críticos, premios y mecenas que establecen reglas burocráticas de legitimación de lo artístico.
Actualmente, ese tipo de comunidad es global y está fragmentada por disciplinas, subdisciplinas y corrientes; quienes se consideran vanguardistas suelen preferir dialogar con sus colegas en “el mundo” antes que con otros actores y problemas locales, y eso se siente especialmente en un país periférico. Es aquí donde el problema de lo inteligible toma relevancia, ya que no es lo mismo ser incomprendido por ser subalterno (o subversivo) que ser incomprensible para vender ininteligibilidad a círculos de consumo elitista. La alta academia “crítica”, por cierto, tiene exactamente el mismo problema.
Pero el problema de la inteligibilidad siempre es relativo: todo lenguaje (y todo arte) tiene ciertos límites en ese sentido, el tema es si nos interesa que nos entienda “todo el mundo”, nuestro país, las personas ilustradas de nuestro país, el campo artístico, el campo disciplinar, o una microcomunidad dentro del campo disciplinar. Todas estas posibilidades son atendibles según el interés del artista, e incluso pueden justificarse experimentos que en principio sólo sean entendidos por el autor, o ni siquiera por él. Sin embargo, no puede sorprender que ciertos públicos no tengan la reacción prevista por Rancière en su libro El espectador emancipado (2008), o que rechacen obras que no fueron creadas para dialogar con ellos.
Aparece así una tensión entre la llegada masiva y “lo sublime”: parece que cuanto más “elevado” sea el arte, más difícil es que llegue a mucha gente, porque lo elevado funciona cuando el espectador comparte con el autor mucha información previa que le permite entender guiños, giros y transgresiones. Bajo el supuesto universalista de que lo verdaderamente sublime les llega a todos, esta sería una falsa oposición, pero pocos contemporáneos suscribirían semejante romanticismo.
El problema de la calidad se complejiza entonces, ya que no depende de la técnica, la belleza ni la democratización, y sin embargo los jueces y curadores necesitan criterios para evaluar de formas que les parezcan justas a los financiadores de proyectos, especialmente cuando son estatales. Pero no hay nada por detrás o por arriba de “la comunidad”, y las defensas ante la acusación de que algo “no es arte” suelen ser respondidas con apelaciones a la autoridad que señalan al incuestionable prestigio o estudios del artista, el jurado o el curador. Nuevamente, una microcomunidad se vuelve la medida de todas las cosas.
En principio, la ideología del arte contemporáneo plantea que cualquiera puede hacer arte, y de hecho ese argumento es esgrimido en defensa de su potencial democratizador. Pero no, porque no cualquiera está legitimado para que su obra sea identificada como artística, no cualquiera puede reunir la colección de guiños y referencias que hacen que algo aparentemente trivial signifique algo en la historia de la microcomunidad, no cualquiera tiene el dominio magistral de las técnicas que hace que un trabajo refinado parezca un trapo sucio.
Irónicamente, las estéticas que buscan sacar del centro a la técnica y el virtuosismo, bajo el postulado de que “cualquiera es artista”, requieren tanta información para ser decodificadas que sus tentativas dan lugar a formas artísticas elitistas, que en vez de eliminar la distancia entre arte y vida, la refuerzan.
Atraviesa todos estos problemas (la interrupción, lo sublime, el “no cualquiera”) cierto miedo al populismo, a que negociar demasiado con los gustos de la gente (¿quien es “la gente”?), para que sea posible operar sobre su sensibilidad, atente contra la honestidad de la obra. Estamos entonces ante un problema gramsciano: cómo articular vanguardia con sentido común. Según algunas interpretaciones, “el trapo” es una pieza que invita a reflexionar sobre la forma como concepto, o que es feminista, o que habla de la pobreza. Más allá de discutir si realmente lo intenta, ¿lo logra? ¿Para los ojos de quién?
Gabriel Delacoste, Lucía Naser
* Ver también http://ladiaria.com.uy/UMn y http://ladiaria.com.uy/Umo.