En la superficie la historia es bastante elaborada: un empresario de mediana edad que vive en China viene a visitar la familia en París. Ahí se entera de que la casa de su infancia -una mansión en la ciudad provinciana (ficticia) Ambray-, que creía que se había vendido, sigue intacta debido a un litigio legal. Decide visitarla, en una misión nostálgica pero también para tratar de resolver los líos jurídicos. Descubre que algunas cosas (vinculadas a la situación de la casa y también a lo que siempre había pensado sobre su familia) no son lo que parecían. Las ocurrencias y revelaciones lo llevarán, entre otras cosas, a reconciliarse con el recuerdo de su padre y a vincularse con una muchacha que pinta como el amor de su vida.

Jean-Paul Rappeneau (autor, entre otras, de la notable Cyrano de Bergerac, de 1990) supo ser un director y guionista muy fino. Para quienes no conozcan el resto de su obra, esta entrega es una pésima propaganda. Para empezar, la estructura del guion consiste en una monótona sucesión de encuentros o reencuentros de Jérôme con distintas personas (sea porque arregló un encuentro, sea de casualidad). Sin hacer nada para ganarse la simpatía de nadie, cada uno de esos personajes es llevado, automáticamente, a abrirse con él, hacer confesiones, expresar sus ansiedades con la franqueza de un borracho que habla con el mejor amigo, confiar en él, ayudarlo e involucrarlo en algo que lo hará ir ampliando su estadía en Ambray. (Esa estructura de una seguidilla de diálogos del personaje central con otros personajes llamativos, bien característicos y marcados, que desfilan en una sucesión de momentos que pretenden hacer lucir actuación, es muy similar a algunas películas de detectives).

El rol femenino principal fue confiado a Marine Vacth, que encarna esa tendencia del cine francés berreta de tratar de convertir modelos en actrices, con las consecuencias de que la actuación es medio de piedra y el tipo físico totalmente despegado de lo verosímil (porque ese tipo de cuerpo, cuidados y postura está vinculado a esa profesión y es casi incompatible con una vida “normal”).

No sé qué repercusiones tendrá esta historia para Rappeneau (que fue también el autor de la idea original y del guion, en la que fue su primera película desde 2003). Claro que para cualquiera sería emocionante descubrir que el papá frío y distante, ya fallecido, en realidad sentía profundo amor por uno. Pero ese tipo de emoción íntima sólo se vuelve relevante para el espectador si la narrativa de alguna manera se arregla para presentizarla, para hacernos entrar en el personaje y su historia, cosa que aquí sólo ocurre en forma muy fugaz y superficial. Pero aun cuando la historia da pie a una presentización de ese tipo con otra situación importante (el predecible enamoramiento entre Louise y Jérôme), eso se desperdicia porque la actriz es mala y porque ella lo quiere por el mismo no-motivo que todos los demás personajes, y él a ella porque está divina (excelente motivo para aceptar pasar algunas noches con una muchacha, pero ¿suficiente como para salir a buscarla luego por el mundo y para justificar el final sensacionalista y cliché?). A todo eso, Mathieu Amalric no encuentra mucho más para hacer que ostentar una expresión medio vaga, vale-todo, y a falta de un personaje de verdad la cámara saca el provecho posible de su expresivo rostro.

La moraleja de la anécdota es como El ciudadano ilustre encarada desde la ideología de la gente del pueblo: el verdadero lugar de uno es el pueblo natal, y las pequeñas cuestiones que se dirimen ahí importan mucho más que el mundo de mentira vivido en un afuera distante, superficialmente magnífico pero sin las verdades profundas de la tierrita. Tenemos que creer que Jérôme logró desarrollar una poderosa empresa en China, pero luego deja hundir un negocio millonario -ocasionando pérdidas no sólo para sí mismo, sino también para sus socios- al faltar a una reunión porque no se resistió a pegarle una miradita adicional a la casa paterna (a la que hubiera podido perfectamente volver un par de días después sin perderse nada). Y tenemos que tenerle simpatía y sentir su gesto como una saludable liberación. Encaja perfectamente dentro de esa mentalidad provinciana el destino de las parejas al final: si al inicio Jérôme estaba comprometido con una china, al final todo se “arregla”: el hombre de Ambray se queda con la muchacha de Ambray, y la china, con un chino. Una vez que hay mucho de tono de comedia entreverado con este drama, hay un cuidado del guion de tratar de encontrar pareja para la mayor cantidad posible de personajes desgarrados.

El paralelismo del clímax cómico-dramático con el Concierto de Schumann es bastante traído de los pelos (y ni siquiera funciona especialmente bien en términos musicales) y parece más bien un intento pueril de emular el clímax de El concierto (2009). La música incidental original de Martin Rappeneau (hijo del director) es como un desparrame orquestal a la manera del cine francés de la década de 1960, pero sin nada del talento de Michel Legrand y sus coetáneos.

Somos una familia (Belles familles)

Dirigida por Jean-Paul Rappeneau. Con Mathieu Amalric, Marine Vacth, Gilles Lellouche. Francia, 2015.