Este libro cautiva pero no se lee de un tirón; este libro no será un best seller sino, por qué dudarlo, un clásico. Febrero 30, de Amir Hamed, repiensa el género novela contra la tradición de contar una historia fácilmente descifrable, a favor del goce de la lengua, en celebración de los sentidos, del debate perpetuo.

Máscaras

Febrero 30 narra la anomalía como norma, la imposibilidad que se enuncia desde su propio y notable título. Pero hay historias para contar sobre una serie amplia aunque no abrumadora de personajes, organizados desde la voz de un narrador que se focaliza -y se identifica- con la experiencia, los gozos y los padecimientos del protagonista: Sando, apócope de Sandokán pero también de Sandoval, noble español al que le cantó don Luis de Góngora y Argote, es decir el primer gran poeta barroco de la lengua castellana. Esa doble dimensión de narrar la aventura exterior mediante una escritura que se pliega y se esconde mientras se ofrece puede ejemplificarse en las máscaras de dos personajes. Sando tiene un gran e inseparable amigo, un Socio, al que llama también Aparicio o, de manera apocopada, Apa. Los dos -dice el narrador en una mezcla de criollo, neocriollo y lenguaje culto- forman “una yunta descentrada”. Cualquiera que conozca algo de la peripecia de ese otro par armónico integrado por Amir Hamed y Gustavo Espinosa, cualquiera que sepa de los duros episodios que tuvo que vivir el autor de esta novela en los últimos tiempos, cualquiera que tenga noticia de los integrantes de su círculo advertirá, de inmediato y sin dificultades mayores, que Febrero 30 ficcionaliza fragmentos de vidas y milagros, pequeños actos cotidianos, días y trabajos, numerosos delirios de unos y otros, lecturas, afectos, encuentros, rechazos, canciones, hechos nacidos dentro y fuera del ámbito privado. En este sentido, lleva hasta el límite el problema de las relaciones entre ficción y realidad, entre escritura y vida.

Una clave explicativa de la representación está en el cruce de las propias ficciones de Hamed y de Espinosa. En la última novela de este, Todo termina aquí (Hum, 2016), hay un homenaje explícito a aquel: “Porque tiene unas raíces nacionales entreveradas (Líbano, Paraguay, Bavaria, Ecilda Paullier, etcétera) o porque siempre aspiró a ser un apátrida, Amir Hamed quiso volverse treintaitresino. Para ayudarse a lograrlo, decidió que la presentación de uno de sus libros se hiciera en Treinta y Tres antes que en ninguna parte”. Febrero 30 aloja el contrapunto de este pasaje, con el que Sando entra en contacto. Las máscaras de la ficción se sostienen a la vez que se nos ofrece una cifra para el acertijo, una muestra de la complicidad con el referente: “Como si esta novela exasperada que [Sando] viene revisando se hiciera viral, se propagase a los demás, o al menos a los otros personajes. Porque vale aclarar que Sando también lo es en estas páginas, precisamente en este capítulo que empieza a repasar y en que lo hizo llegar a Treinta y Tres para presentar sus relatos sobre boliches yanquis”.

En esa área difusa se sitúan el juego y la magia de Febrero 30, como el de gran parte de la ficción contemporánea: entrar y salir de ese como si de la ficción hacia esa otra zona de riesgo que fue o que pudo haber sido el mundo, la vida. Más allá de las devociones entre amigos, tan corrientes en la historia de la literatura, Espinosa y Hamed se homenajean -aquí y en anteriores textos- porque tratan de cimentar la tradición de la escritura barroca, esa que en el territorio de la poesía local Amir Hamed trató de salvar y recatalogar polémicamente en Orientales, su irritante y fundamental antología publicada en 1996 por Graffiti y reeditada por Hum en 2010.

El arte es negatividad

Febrero 30 utiliza materiales que, en los últimos tiempos, se encierran en el cerco de la autoficción, es decir en la representación ostensible de la figura del autor en el texto. En efecto, la narración se entreteje con la sombra de alguien que está enfermo, que recuerda y vive intensamente todo lo que puede. Si bien esto se propone desde una tensión dolorosísima, se salva de la autocompasión, siempre, porque Amir Hamed jamás pierde la conciencia de que la escritura es, primero que nada, experiencia estética continua. Por momentos, esa experiencia parece agregarse a la autobiografía o a otras posibilidades de lo que hoy se llama “escrituras del yo”. El diario íntimo, por ejemplo, la entrevista simulada o parodiada, la mimesis del diálogo teatral. De todo hay un poco, y a veces da la impresión de que el relato se va a estancar en una u otra de esas opciones, pero gira bruscamente y toma otro rumbo. Como si fuera el movimiento ágil de un felino que llega silencioso y abrupto, que desaparece y retorna, como los dos gatos que presiden la narración de esta novela y que la van articulando de manera paradójica, secreta y visiblemente a la vez.

Febrero 30 sabe ubicarse en la gran tradición de la ruptura, la que vuelve a pensar las reglas del género. En la primera parte de Adán Buenosayres (1948), de Leopoldo Marechal, articulan el relato las historias de un grupo de amigos entre los que hay uno clave, el astrólogo Schultze, que se inspira en el pintor y astrólogo Xul Solar. Hamed parece tomar en préstamo esa idea de comunidad de amigos -que ya había ensayado en Artigas Blues Band (1994)- y, en particular, parece servirse de aquel personaje para crear otro suyo, a quien llama el astrólogo Xul. Entonces, todo recomienza. Febrero 30 no habría podido ser sin la gran novela de Marechal, como esta no lo sería sin el Ulysses ni esta sin Tristam Shandy ni el Quijote... La expresión pragmática de esa ruptura salta de entrada: se evita al máximo el uso de las oraciones subordinadas, suprimiendo pronombres relativos que les dan lugar, y acercándose al ritmo de la oralidad cuando el discurso corresponde a uno de los personajes (Silvio); se eliminan las preposiciones que producen una frase entrecortada o, si se quiere, un fraseo de clara densidad poética. Esta capacidad de desafío creativo no es nueva en Amir Hamed. Su primera novela, la mencionada Artigas Blues Band, apareció cuando aún estaba vigente el renacimiento de la novela histórica local y latinoamericana, y contribuyó a derogar sus recursos más obvios. Dos años después, en 1996, publicó la larga y entonces incomprendida Troya blanda, en la que lleva a los extremos la irrisión y la parodia, mezclando el folletín con la novela barroca.

En “Esta América y su género”, columna que difundió en el sitio Henciclopedia el 24 de mayo de 2016, Hamed refiere al artículo “El ensayo y su tema”, de César Aira, para coincidir con él en que si la novela “no es un abominable paquete comercial, implica un tema que, en caso de revelarse, solo puede hacerlo al final: debemos terminarla para entender de qué estuvo hablando”. Febrero 30 completa esa idea en la práctica y en la reflexión. Son palabras de Sando: “No he escrito novelas porque antes una ficción era mostrar un flanco de la vida, dígase de lo real, que no estaba siendo percibido. Lo que sucede es que ahora nada hay que no sea ficción, nadie dice algo cierto, te invaden fabricando cualquier calumnia, te jopean elefantes y ballenas [...]. Si la vida es una novela maligna, ¿para qué escribir una más?”. En otra de sus columnas, titulada “La novela en bancarrota”, que se difundió mientras hervía en su cabeza la necesidad de resistir y de hacerlo escribiendo, Amir Hamed dijo que “una novela, para alcanzar dimensión, debe forzosamente comprometer al género. Dicho en otros términos, el arte es negatividad y una novela, para ser decisiva, no debe parecer novela: debe contestar al género y, al hacerlo, contestar al mundo”.

La novela y la vida

Si todo se redujera a la forma, entonces bastaría atrasar el reloj y quedarse en algunos precisos momentos de la llamada vanguardia. Febrero 30 va mucho más lejos, ya que acopla la multiplicidad formal, heterogénea y en apariencia caótica a una reflexión profunda, pero no melancólica, sobre la vida y la muerte. Esta es, quizá, la primera gran diferencia que podría encontrarse con las dos novelas iniciales, atravesadas por cierto aire juguetón, a pesar de que en Troya blanda el horror de la prolongada guerra que asoló, de 1843 a 1851, este territorio que pisamos, supone la parodia en el sentido en que la define Linda Hutcheon, como forma moderna de autorreflexividad, en cuanto reorganización estética del pasado desde el presente.

Febrero 30 no abandona el arcoíris del humor aunque una enfermedad acosa a Sando. Esa enfermedad moldea el relato, se la padece con firmeza, se busca comprenderla; pero además están el apego a los amigos, el amor por Morgana, la desesperada y a la par satisfecha recuperación de la memoria, la auténtica fe y la lucha por la literatura y el arte.

Por el siglo XV aparecieron unos libros de imágenes, los Ars moriendi, que estaban destinados a una pedagogía para aceptar la llegada de la muerte. El enfermo aparecía en esos grabados en su lecho de muerte, rodeado por los seres queridos. A menudo se representaba una segunda dimensión que cercaba, a su vez, esa imagen terrenal: ángeles y demonios luchaban entre sí como disputándose el alma del sufriente. Febrero 30 podría ser definida como un Ars vivendi. En todas sus líneas hay una voluntad inquebrantable por la vida. No hay ángeles ni diablos. Hay dos presencias inquietantes, las de los gatos Rumi y Josefina, que acompañan como saben hacerlo los gatos, estando sin estar, imborrables metáforas del movimiento de la novela y de la vida.