Las puteadas de Federico Luppi sí que resistían un archivo. Pero descontextualizadas, en programas como TVR, lo ponían al nivel de la desmesura deportiva y provocaban carcajadas a partir de aquellas actuaciones memorables de los años 80, sobre todo en algunas películas que definieron una época brava, de discurso enfático: Tiempo de revancha y Últimos días de la víctima (1981 y 1982, ambas de Adolfo Aristarain), Plata dulce y El arreglo (ambas de Fernando Ayala, 1982 y 1983), o No habrá más penas ni olvido (Héctor Olivera, 1983).

A su vez, los espacios de chimentos no le dibujaban una vida privada del todo apacible, y contaban las penurias económicas a las que lo llevó el corralito, siendo ya mayor, así como los reclamos por exámenes de paternidad y de pagos por alimentación que lo conectaban a Montevideo. Lo cierto es que Luppi siguió actuando hasta que lo acompañó el cuerpo, con ese espigado y temperamental porte que se prestaba tanto para el naturalismo más barrial como para el tono amedrentador a lo Corleone o el mundo fantástico del mexicano Guillermo del Toro. Eso fue hasta abril de este año, cuando a raíz de una caída comenzó el deterioro que terminó con su muerte, el viernes en Buenos Aires.

Había nacido en Ramallo, provincia de Buenos Aires. La vocación de ser dibujante de historietas lo llevó a matricularse en Bellas Artes, aunque trabajó incluso como corredor de seguros. Llegó a ser figura de teatro, cine y televisión, no sólo en Argentina sino también en España, especialmente desde que cobró protagonismo con El romance del Aniceto y la Francisca, dirigido en 1967 por el inconfundible Leonardo Favio. Fue convocado en forma recurrente por los mencionados Aristarain y Olivera; con el segundo hizo nada menos que La Patagonia rebelde, en 1974, sobre la novela de Osvaldo Bayer, un film que les costó marchar al exilio a muchos de quienes participaron en él (y cinco años de cárcel al gobernador de Santa Cruz, Jorge Cepernic, por haber permitido que se filmara), pero también un policial como La muerte blanca (Cocaine Wars, 1985), producido por Roger Corman.

Ya veterano, trabajó tres veces con Del Toro, en Cronos (1993), El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006). Renegaba de unas cuantas de las muchas películas en las que actuó, pero por las buenas no le faltaron premios del cine latinoamericano y europeo, entre ellos la Concha de Plata del festival de San Sebastián por su actuación en Martín (Hache), de Aristarain, en 1997.

En televisión había hecho de todo, desde El amor tiene cara de mujer y ¡Grande, pa! hasta Cosa juzgada y Alta comedia (y una intervención en Los simuladores, pero en su versión española). Llegó a –literalmente– subirse al tren de una película uruguaya, Corazón de fuego, que Diego Arsuaga estrenó en 2002. El público teatrero también recuerda la visita de Luppi, junto a Julio Chávez, con El vestidor, que llegó en 1998 a la VIII Muestra de Teatro de Montevideo.

Activo como estaba, Luppi volvió a la Patagonia, al menos en la ficción; en realidad se filmó en Andorra la que fue su última aparición en pantalla, para la película de suspenso Nieve negra, estrenada este año, en un papel secundario junto a Leonardo Sbaraglia y Ricardo Darín, de otra generación con garra.

ML