Quienes hayan leído Ciclotimia Chill-Out (2011), el primer libro de Santiago Pereira (Montevideo, 1983), recordarán (o no, porque fue hace bastante) la clave musical y relajante de ese Chill que, al atravesar el poemario, intentaba anestesiar tímidamente los picos estresantes y ciclotímicos de un hablante medio desaforado. De esa mezcla, un poco caótica y con calidad variable, Pereira obtuvo un “sonido” especial y propio, que no era poca cosa para una primera publicación. Su posterior y actual “destape” hacia la movida performática también se entreveía allí: por eso no es casual que Adiós a los árboles de Coal Creek redoble la apuesta al apelar nuevamente a las raíces musicales del autor, no sólo para continuar su proyecto literario, sino también para cazar el micro y ponerse a slamear con confianza. Esa voluntad de trascender los límites de lo textual es producto tanto del aprendizaje vital obtenido en el transcurso de la experiencia como de la depuración de su técnica de escritura, aplicada a la puesta en voz.

El libro cuenta con 25 textos en total, de los cuales cuatro ya habían sido oralizados en Transgénico (2015, un CD de poesía musicalizada con arte collage). Escucharlos en su matriz “original” sirve de ejercicio para acceder a una dimensión tonal diferente de los poemas que luego, cuando pasan a lo escrito, se modifican en su lectura. La tenebrosa y oscura voz que emerge del disco poco tiene que ver con la que el lector percibirá en la versión escrita. En el tránsito de un formato a otro se pierden y se ganan cosas; sería en vano esperar que eso no sucediera. De hecho, es una operación saludable y necesaria.

El escenario o territorio elegido por Pereira para plantar estos árboles de tronco grueso es Coal Creek, en el noroeste de Estados Unidos, un arroyo cerca de Seattle, en una zona de suelo fértil y ricos bañados, donde se desarrolló en el siglo XIX la industria minera, y en especial la extracción de carbón, de la que el curso de agua tomó su nombre. Los árboles antiguos, apartados de la sociedad y hoy ahuecados, tienen memoria y conversan entre sí, guardan en sus anillos la historia afectiva de la ciudad, de sus personajes y destinos. Pereira trabaja con ellos, se sienta a escuchar el tenue murmullo de sus hojas, el chicotazo de las ramas que le hacen señales desde el aire: “En el interior de un árbol cada anillo de su tronco es el track de un long play, donde una púa escoge libremente la canción que debe sonar”. Para moderar sus voces (estas canciones) el autor estableció compartimentos de lectura relacionados con los temas de conversación, de modo que el libro se divide en tres zonas telúricas: “Xilema”, “Floema” y “Humus”; tejidos vivos y composiciones que transportan elementos básicos, el agua, los minerales y, claro, las palabras, desde una parte a otra de los organismos, hasta que se descomponen para dar vida a otros seres. No se trata entonces de un trabajo realizado sólo con la poesía, sino también con lo que implica el tratamiento de un lenguaje transformado en savia. La elección de un testigo fijo e inmóvil coloca al árbol en un lugar de privilegio contemplativo, un lugar reflexivo que también asume el yo a la hora de escribir: “Hubo que entender un mundo de las cosas [...]. Hubo que dejar las ideas y comenzar de cero”.

Una clave de lectura muy interesante que propone el libro se produce en el tablero de los epígrafes que encabezan la gran mayoría de los textos. A diferencia de la típica coda relacionada con autores-faro u homenajes, Pereira utiliza esa franja paratextual para “contar” una historia paralela, la de una adolescente llamada Demri que camina entre el follaje del bosque y es observada (o recordada) por todos: “una joven delgada, pálida y de manos temblorosas [...], una mujer que rememora o idealiza con envidia o melancolía ciertas formas de vida, pasadas o supuestas”. Mediante esa historia, una vez detectada su continuidad en el nivel superior de los poemas, se nos lleva a leer con más precaución el texto central de cada página, a releerlo para buscar las correspondencias entre el título, el poema y el epígrafe sobre Demri en cada instancia. Gracias a esa retroalimentación de las señales, el poemario se robustece.

Hablan los árboles, habla Demri y habla la voz propia, que es una y todas a la vez. Esa voz elige afincarse en Seattle por otros motivos, personales, que de a poco comienzan a revelarse: “Sólo me conozco como canción de ecos y abismo”. Ese (re)conocerse y aceptarse –ante los demás y ante uno mismo– marca también el “Adiós” de una época y configura el núcleo central del libro. Decíamos que Pereira explora aquí otros géneros musicales como estrategia discusiva: esta vez, el relax del Chill dará paso a la intempestiva bocanada de energía que guarda el nü metal, como género multicultural que fusiona elementos de hip hop, heavy metal y rock alternativo. Generaciones de escuchas acarrean la herencia maldita que dejó el grunge. Por eso, Seattle es también el lugar correcto para hundir la cabeza en el balde de la resaca y sacar respuestas desde lo hondo. Algunos espíritus se acercan a dialogar, Kurt Cobain, Layne Thomas Staley (vocalista de Alice in Chains), Ben McMillan (e imagino que Chris Cornell debe andar por ahí ahora, pese a que no aparece en el libro): todos tienen una historia intensa ligada a la ciudad, y cada uno dejó, a su manera, una huella detrás de la misma contraseña vital: “No hemos sido felices durante mucho tiempo”.

No hay espacio aquí para hacer zoom sobre otros aspectos atendibles en el poemario, pero sepa el lector que deberá ponerse los lentes multifocales para entrar en sus laberintos. El hartazgo de la rutina, la violencia, la ira, el desencanto existencial y la crítica a los medios son temas que están presentes y muestran el costado cicatrizado de la vivencia. Nadie sale ileso de esos embates: “Nadie pone a girar un mundo tan mediocre porque sí”.

Adiós a los árboles de Coal Creek, de Santiago Pereira. Yaugurú, 2017. 62 páginas.