“El gran sucedáneo estadounidense de la revolución social es el asesinato”. Walter Dean Burnham

Más allá del valor icónico de Charles Manson, hasta el día de hoy resulta difícil dimensionar el impacto cultural y social que significó el asesinato de Sharon Tate. En el imaginario colectivo estadounidense, aquel 9 de agosto de 1969 lapida la década y adelanta por unos meses la llegada de los mucho más duros y nihilistas años 70. Fue necesaria sólo una imagen: la fotografía del living de la casa del cineasta Roman Polanski en Los Ángeles, con la palabra cerdos pintada con la sangre de las víctimas. Aquella carnicería se elevó como un reverso siniestro de la revolución social, sexual y política ocurrida en los 60, la mutación monstruosa y definitiva del sueño hippie.

John F Kennedy había sido asesinado en 1963, Malcolm X en 1965 y Martin Luther King en 1968, pero alrededor de todas aquellas muertes se había enarbolado algo trágico que lograba sostener catárticamente, y aun solidificar, los vínculos entre quienes lloraban sus pérdidas. Sus muertes eran la afrenta de un enemigo del que había que defenderse y reforzaban la importancia de seguir en la disputa.

Los asesinatos del clan Manson, por el contrario, se presentaron como una aberración dentro de ese mismo sistema que buscaba una apertura mental y nuevas formas contestatarias de vida frente al edificio del conservadurismo de posguerra. De golpe, todos aquellos cultos pequeños que habían crecido como hongos en la costa y en el gigantesco Medio Oeste de Estados Unidos, aquel nuevo misticismo, sus experimentos con LSD, sus formas alternativas de sexualidad y modelos familiares fueron tapados por la imagen de aquel barbudo desquiciado y su grupo de sonrientes jovencitas, entrando al juzgado con la cabeza y las cejas afeitadas.

El fin del sueño hippie sólo fue el anticipo del nuevo conservadurismo impulsado por el presidente Richard Nixon, la crisis del petróleo y sus subsecuentes recortes sociales, el ascenso estrepitoso de la delincuencia en Nueva York –junto con la explosión de la cocaína y la extensión casi epidémica de la heroína introducida por la CIA y ex combatientes de Vietnam– y la tensión racial que llegó a su punto paroxístico en el apagón de 1977. En definitiva, una especie de hipertrofia, resaca o ajuste de cuentas de todas las aventuras y los excesos ocurridos la década anterior.

Fue en ese particular caldo de cultivo que la figura del asesino en serie cambió de estatuto: pasó de lo indecible a la elevación de una figura pop. Tal como dice Greil Marcus en su libro Rastros de carmín: “Hoy estos crímenes serían una versión de las noticias cotidianas, mientras que en su época se transmitían como una violación de estas. Cada una marcó brevemente un pánico moral y una inflación de la moneda moral [...]. Theodore Bundy llegó a las 40; Henry Lee Lucas declaró 188 víctimas, luego 600. La inflación superó cualquier posibilidad de significado; el único valor de uso de un asesinato era su valor de cambio”.

Cambio de juego

Ante esta nueva e impensada oleada de asesinatos, los códigos usuales para tipificar los crímenes y anticiparse a ellos quedaron obsoletos. La serie Mindhunter, de Netflix, entra precisamente en ese intersticio, el punto álgido de una conceptualización del asesino y su mente que comenzaba a resquebrajarse, que exigía un nuevo atisbo y un nuevo lenguaje para poder entenderlo.

El creador y guionista Joe Penhall ubicó inteligentemente la serie en 1977, para de cierto modo inocular una sensación de deprimente repaso de década, poco antes de la llegada de los 80. Es interesante cómo esta visión de los 70 –con la impecable dirección de fotografía de Erik Messerschmidt, que también estuvo detrás del departamento de cinematografía de Gone Girl (2012)–, a diferencia de la última oleada de series ambientadas en esa década (por ejemplo, The Get Down), prescinde casi completamente de la imaginería colorida de la cultura disco. Por el contrario, la paleta, similar al tratamiento en base a amarillos y ocres de Zodíaco –2007, de David Fincher, que es el principal director en Mindhunter–, es fundamentalmente grisácea, oscura y opaca. No se trata de la convulsiva Nueva York o la desquiciada Los Ángeles, sino de Virginia, Arizona, Oregon, estados tristes y semivacíos con sus frías jefaturas de Policía, sus desguazaderos de automóviles y sus fábricas todavía remando contra los efectos de la crisis.

La serie, basada en el libro Mind Hunter: Inside the FBI’s Elite Serial Crime Unit, de John E Douglas y Mark Olshaker, sigue el periplo de Holden Ford (Jonathan Groff), un agente especial del FBI que tras una fallida negociación de rehenes es reasignado como instructor para futuros negociadores. Su incapacidad para hacerle frente a aquel último caso lo lleva a replantearse sus nociones sobre la mente criminal, y empieza a introducir innovaciones técnicas y teóricas en un área marcada por un estilo puntilloso y conservador. En ese proceso conoce a la universitaria y más liberal Deborah Mitford (Hannah Gross), quien lo introduce a sociólogos y psicólogos que trascienden las nociones básicas de desvío social manejadas habitualmente en la agencia federal. A partir de esto, empieza a buscar nuevos espacios y aliados, y conoce a Bill Tench (Holt McCallany), encargado de la Unidad de Ciencias de la Conducta del FBI, con quien empieza a dictar clases extraordinarias en jefaturas aisladas de ciudades del Medio Oeste.

En ese trajín tienen la oportunidad de conocer a Edmund Kemper –un hombre de más de dos metros de altura, tristemente célebre por haber matado a ocho colegialas de mayo de 1972 a abril de 1973–, quien, lejos de la imagen comúnmente salvaje y de bajo nivel intelectual que se maneja de los asesinos, tiene una buena labia y gran capacidad de autoanálisis. El fuego de ese primer encuentro sienta las bases para un viraje del trabajo del dúo del FBI, que pasa de instruir a agentes pueblerinos a investigar en forma científica a algunos de los asesinos más relevantes de aquellos tiempos –una labor a la que se suma la psicóloga Wendy Carr (Anna Torv), quien aporta el costado más cientificista y académico del grupo–.

Más allá de las impecables actuaciones de Groff y McCallany –que en cierto modo forman un sistema de contrapeso entre el entusiasmo y la reticencia, la creencia y el escepticismo, similar a la dinámica de Mulder y Scully en Los archivos X–, el mayor placer de Mindhunter es la oportunidad de ver a esos famosos asesinos interpretados con maestría por un elenco impecable de actores secundarios. En particular, el Kemper de Cameron Britton es escalofriantemente fiel al asesino de carne y hueso, no sólo en lo físico, sino también en su pausada y meticulosa forma de hablar –de hecho, Kemper tenía un coeficiente intelectual de 145–. A la lista de asesinos se le agregan –al menos en la primera temporada– Jerry Brudos –estrangulador de cuatro mujeres, que solía guardar, a modo de trofeo, trozos de sus víctimas– y Richard Speck –que en una noche de 1966 torturó y asesinó a ocho estudiantes de enfermería, y violó a por lo menos una de ellas–.

Lejos de presentar esto como una mera galería del horror, lo peculiar es la forma en que se dosifica la información, la manera en que Mindhunter, más que una serie sobre asesinos, es una serie acerca de los cambios culturales de una sociedad. En el debate entre los agentes, cuando se plantean que ya no es suficiente pensar en “móviles” para analizar o anticipar el comportamiento criminal, no sólo está la clave de su labor criminalística, sino la del análisis del gen estadounidense en la entrada de la posmodernidad. En este sentido, decir que se trata de una serie policial es tan limitado como decir que The Wire es una serie sobre la guerra contra las drogas. Todo lo más importante se agita en el trasfondo.

En ningún momento nos enfrentamos con una escenificación de los asesinatos. Todo lo que tenemos son los restos, el trabajo con lo ya ocurrido, la reorganización de un mundo frío, en la camilla metálica, a base de cuerpos, testimonios y fotografías.

El código Fincher

Tomando esto en cuenta, no sorprende que en este proyecto tenga un papel importante David Fincher. Si algo caracteriza sus películas, es que se desplazan de los acontecimientos en sí para centrarse en los códigos inherentes que permiten su existencia. Todo termina dándose no en los tiros, la explosión o el enfrentamiento, sino en el desciframiento de esos códigos. Sus trabajos son, fundamentalmente, obras acerca de aprendizajes.

En Se7en, los siete pecados capitales (1995), los criterios del asesino para la elección de sus víctimas terminaban trascendiéndolo y haciendo de los propios investigadores las piezas faltantes del puzzle. En El club de la pelea (1999), las reglas que se iban sucediendo en aquella agrupación agente del caos terminaban siendo la corporización del personaje Tyler Durden. Zodíaco (2007) es, más que la persecución de un asesino, la historia del desciframiento de un código. Red social (2010) no sólo parte de la idea del algoritmo de programación escrito en la ventana de una universidad, sino también de un conflicto entre códigos: el de los tradicionales rituales universitarios y el del nuevo mundo digital. Y la serie House of Cards, que tuvo a Fincher como productor ejecutivo desde el comienzo, es en sí misma una eterna partida de ajedrez, en la que el poder reside, más que en un personaje, en los movimientos de las piezas.

Mindhunter sigue la misma tradición: a diferencia de cualquier serie policial, en la que el motor de la trama sería reprimir las acciones de un asesino o adelantarse a ellas, la empresa de los protagonistas no apunta hacia una persona de carne y hueso, sino hacia la comprensión de los disparadores sociales, familiares y psíquicos que llevan a una persona a matar.

Más allá de la maestría cinematográfica y de la profundidad de los personajes –especialmente el progresivo descenso de Holden a la dimensión de los personajes a los que investiga–, Mindhunter habla de cómo los asesinos, en su exceso, en su patada al marco simbólico de la sociedad en que sus actos se inscriben, se convierten en metáforas activas de sus tiempos. Si los 70 fueron los años dorados de los asesinos en serie, el período actual es el de los atentados y los asesinos masivos y anómicos, como en el caso reciente de Stephen Craig Paddock en Las Vegas. Indirectamente, ver Manhunter y su retrato de los 70 nos lleva a pensar qué dicen los actuales asesinos de nuestro propio tiempo.