Esta historia mínima hace justicia con la película que difundió la expresión (Historias mínimas, de Carlos Sorín, 2002), en la ternura, la compenetración con los personajes, la importancia concedida al trabajo de los actores y la cantidad de temas que emergen, en forma no forzada, de una narración sencilla.

Toda la obra transcurre en el balneario Pinamar (el argentino, que queda a 340 kilómetros de la capital). Dos hermanos llegan allí en baja temporada y visitan el apartamento de la familia, al que no iban desde hacía varios años. Tienen veintipocos y muy poca diferencia de edad, así que no discernimos cuál es el mayor (sólo lo sabremos cerca del final, cuando se mencionan sus fechas de nacimiento). No podrían ser más distintos: Miguel es extrovertido, casi invasivo e “inmaduro”, pero pese a su atrevimiento, a la larga se guía mucho más por el sentido común que Pablo, el “maduro”, introvertido y relativamente tímido, serio, que convive en forma algo incómoda pero firme con sus propias pequeñas excentricidades. Al mismo tiempo que uno parece apenas bancar al otro (para Miguel, Pablo es aburrido; para Pablo, Miguel es medio desubicado y quizá superficial), una gran unión y aceptación sobrepasa todo eso: el vínculo es fraterno, en el sentido más amplio y bello del término.

Tiene planos más o menos extensos y pocos movimientos de cámara, diálogos muy cotidianos, muchos silencios. No hay nada importante que uno no llegue a entender, pero la información se cuela en forma paulatina. La relativa lentitud de esos días de casi ocio en un balneario despoblado se compensa con la necesidad, de parte de los espectadores, de una mirada alerta para adivinar cuál de los dos está hablando en una toma en la que aparecen de espaldas, o inferir qué ocurre fuera de campo cuando la cámara encara otra cosa. De a poco vamos componiendo la situación: la madre murió en un accidente, los hermanos están ahí para volcar sus cenizas al mar y vender el apartamento. Esa venta es importante para que puedan comprar viviendas separadas e independizarse el uno del otro (un deseo que, dadas sus diferencias, parece natural).

Ese contexto explica, y luego ayuda a provocar, el espesor emotivo de diversos momentos. El apartamento y sus varios objetos y detalles implican un último contacto antes de la despedida. Además, el regreso a Pinamar después de mucho tiempo tiene la fuerza de un reencuentro con ese lugar que se convirtió en una marca de la infancia y la adolescencia de los hermanos. Las fotos, las estrellitas pintadas en el techo del cuarto “de los niños”, una grabación de audio, los muebles; todas esas cosas traen el tiempo pasado. Por si fuera poco, el reencuentro con Laura, la hija del encargado del edificio, que vive todo el año allí, intensifica la carga emotiva al generar una especie de triángulo con vibración amoroso-erótica. “Intensificar” se refiere aquí a una corriente subyacente, basada en miradas y sobreentendidos. La generación de estos personajes y su círculo social no son amigos de los melodramas, las grandes frases, la solemnidad ni el disfrute estético del llanto, y la película los acompaña en ese juego. Incluso el momento de tirar las cenizas al mar está cortado por toques de humor, sin que por ello dejemos de sentir todo lo fuerte que está en juego.

Mientras tanto, Pablo, Miguel y Laura vagan por ahí, divierten al hermanito de ella, miran el mar, caminan entre los pinos, toman cerveza con los amigos de ella. Hay unos deliciosos diálogos, evidentemente improvisados frente a la cámara. Hay una carrera por el bosque tomada a la manera de Akira Kurosawa (la cámara panea centrada en el que corre, el fondo pasa borroso y los cortes alternan entre distintos personajes que corren en la misma dirección). Es el único momento de dinamismo en todo el metraje.

Quitando Punta del Este –un caso aparte–, no hay en Uruguay balnearios cuya urbanística se parezca a la de Pinamar argentino, que fuera de temporada es “un desierto de hormigón y persianas bajas” (la expresión es del director Federico Godfrid, en una conferencia de prensa). El entorno “natural” (si se le puede llamar así a un bosque de pinos en el Río de la Plata) podría ser el de la Costa de Oro o el de Rocha. Muchos de los uruguayos que vivieron esa estructura de la casa de balneario para el veraneo, que supo ser tan característica de la clase media de acá, se podrán identificar con los sentimientos de nostalgia, superación y reencuentro con de ese lugar de vacaciones, de convivencia familiar y de libertad para aventuras con la barra.

La simplicidad de la música de Daniel Godfrid y Sebastián Espósito se acopla con el todo: un gesto musical muy sencillo, giratorio, acelerando y desacelerando, en el precioso y misterioso timbre de un hang drum. Y la mirada profunda de Juan Grandinetti –merecido ganador del premio a mejor actor en el último festival de Punta del Este por este trabajo– ayuda a configurar las muchas pequeñas epifanías de las que está hecha esta película excepcionalmente sensible, construida con precisión pese a su apariencia algo dispersa y casual. Los temas giran y pegan en forma al parecer caótica: la hermandad, la pérdida, la memoria de la infancia, el amor de la primera juventud, las diferencias (tensiones subyacentes) entre la capital y el pueblo chiquito. Sin que se haga ninguna proyección fuerte hacia el futuro, el momento pauta una disyuntiva importante: la muerte de los padres puede implicar, para los hermanos adultos, una bifurcación, donde la condición de hermanos será un dato relativamente menor a recordarse en algún cumpleaños, o puede alimentarse y mantenerse el lazo que preserve la contenedora sensación de familia. Algunos de esos temas tienen la potencialidad de símbolos (la mujer objeto del amor materializa, de alguna manera, el juego de sentimientos hacia el lugar, que a su vez está asociado con la madre; para reforzar esa asociación entre Laura y Pinamar, hay una referencia a ella como una sirena –ser marítimo– y está el hecho de que lleve el pelo teñido con tonos de azul). Cuando esas piezas se acumulan, al final tenemos la base para una escena de suspenso: nada muy “cinematográfico”, tan sólo la firma de un papel, pero el espectador compenetrado queda colgado de la silla, pendiente de qué va a ocurrir. El punto culminante es un abrazo, en el que hay un recurso brillante: en el momento del contacto, suena muy tenue, en la banda sonora, el latido de un corazón, tal como podemos sentirlo (quizá más en el tacto que en la audición) cuando un abrazo está cargado o cercado de emociones intensas.

Esta película, de muy bajo presupuesto y que no ostenta particulares pretensiones, bien puede contarse entre lo más entrañable de la cartelera de este año.

Pinamar, dirigida por Federico Godfrid. Argentina, 2016. Con Juan Grandinetti, Agustín Pardella y Violeta Palukas. Auditorio Nelly Goitiño, sala B.