Hay que leer a Santiago Gamboa. No sé –ni tengo ganas de ponerme a especular sobre ello ahora– por qué su obra permanece algo menos presente para los lectores locales que las de algunos de sus colegas hispanoamericanos y compañeros de generación (Rodrigo Fresán, Edmundo Paz Soldán, Jaime Bayly, Alberto Fuguet, Ray Loriga), pero está claro que su recentísima visita a la 40ª Feria Internacional del Libro de Montevideo ofreció la ocasión perfecta para que fuera distribuida al menos su última novela, Volver al oscuro valle y se pudiera escuchar por ahí a este colombiano, que dejó su país a los 19 años, estudió en Madrid y en París y fue diplomático en India (por ofrecer un esquema demasiado básico de sus desplazamientos por el mundo: a quienes les interese esa faceta les conviene procurar el precioso libro de viajes Ciudades al final de la noche, publicado este año, que lamentablemente no se consigue en plaza pero que, internet mediante, no es imposible adquirir).

–Uno de los personajes de Volver al oscuro valle proclama que Europa es el pasado y Latinoamérica el futuro, y lo hace cuando está a punto de volver a Colombia para vengarse de una serie de hechos de violencia perpetrados por un paramilitar y narcotraficante.

–Fíjate que la gente se fue de mi país en los años 80, escapándose de la violencia o por la crisis económica o por toda esa situación junta; hoy está volviendo porque en Europa la crisis está terrible. Por eso es como si en los años 80 la gente de Colombia hubiera dicho: “Europa es el futuro, nosotros tenemos que llegar allá”, y hoy parece que era al revés, que nosotros fuimos el futuro de ellos.

–Pero la Colombia a la que regresan, la del “futuro”, no es la real...

–Para empezar, es una Colombia que escribí en 2015, es decir, antes de los acuerdos [de paz con la guerrilla de las FARC]. Pero yo me imaginé una Colombia exageradamente feliz, una Colombia fantasiosa, a la que se oponen unas miradas extrañas, torvas, oscuras. Porque tenía la sensación, entonces, de que Colombia era una sociedad dividida en dos, como casi todas las sociedades del mundo, dividida en una parte conservadora que se encontraba muy bien con el conflicto, y otra que quería ser una sociedad que progresara, que fuera hacia adelante. Esas dos Colombias se iban a encontrar transitoriamente y una iba a ganarle a la otra, pero esa otra iba a seguir estando allí. Y los personajes de mi novela lo ven, cuando llegan. A veces a uno la intuición literaria lo lleva correctamente, porque ahora que vino el papa a Colombia, ¿sabes de qué habló? Todo el tiempo fue “el país de la reconciliación” y “el país del perdón”; y como digo en la novela, jamás el perdón y la reconciliación tuvieron en Colombia tanto prestigio social. Ser víctima y perdonar, en los nuevos paradigmas sociales, es lo que más te da poder en este momento. Pero también está la otra mirada, la de quienes están en contra y están tratando de deconstruir todo el proceso.

–La novela, como dijiste, se escribió antes de los acuerdos de paz y también del plebiscito de octubre de 2016 sobre esos acuerdos; ¿cómo te impactó entonces el triunfo de la opción por el No?

–Para mí fue una cosa terrible, con fraude y engaño. Siempre tuve conciencia de que aquella victoria del rechazo a los acuerdos no representó la realidad de lo que el país quería; fue un poco como lo del brexit o lo del triunfo de Donald Trump: si hubieras repetido las elecciones una semana después, habría ganado la opción contraria. Es decir, son victorias electorales sin autoridad moral alguna. Pero es como el gol de Diego Maradona [a Inglaterra, con la mano, en el Mundial de 1986 en México]: quedó, y ganaron. Lo que a mí me jode en términos políticos es que alguien utilice como chantaje moral aquella victoria para decir que “la población colombiana se opuso” a los acuerdos de paz. Y eso es lo que está pasando ahora. La gente que está en contra dice “el gobierno de Juan Manuel Santos es un gobierno fraudulento porque desconoce la voluntad popular”. Oye, no. El gol con la mano lo hiciste y quedó marcado, pero no me vengas después a pretender una autoridad moral sobre la base de un gol con la mano. Porque todos sabemos que fue fraudulento.

–¿Y qué te parece ver en el futuro de Colombia?

–En este momento nos acercamos a las elecciones de 2018, que van a ser posiblemente las más importantes de la historia moderna del país. Si gana un candidato conservador o de derecha, el proceso de paz puede verse anulado. Colombia se podría convertir en uno de los países más vergonzantes y parias de América Latina al traicionar el proceso de paz. La guerrilla ya entregó las armas: miles de armas y cerca de mil caletas, es decir, escondrijos donde había municiones, explosivos... ahora ya no tiene fuerza. Y tú no desarmas a una guerrilla para después traicionarla. El gran problema de Colombia es que el Estado no le ganó la guerra a la guerrilla, y por lo tanto no puede proclamar o pretender derechos de vencedor. Cuando le ganas la guerra a tu enemigo, haces con él lo que te da la puta gana; lo puedes fusilar, meter a la cárcel o perdonarlo si te da por esa. Pero cuando llevas adelante un proceso de paz, no puedes pretender que, después de que tu enemigo firmó, entregó las armas y entró a la vida civil, tienes derecho a meterlo en la cárcel. Y eso es lo que va a hacer la derecha si gana, sería una traición absoluta y el regreso a una situación que no produce más que violencia. Por eso las elecciones del año entrante van a ser decisivas.

–Uno de tus personajes, Tertuliano, es una especie de mesías ecológico de extrema derecha. Y es argentino, con un habla argentina muy convincente. ¿Qué nos podés contar al respecto?

-Mira, desde que me fui a los 19 años de Colombia he tenido siempre, casi como si fuera de oficio, un amigo argentino. Podría escribir un libro titulado Mi amigo argentino, con siete u ocho capítulos. Llegué a Madrid y tuve mi amigo argentino, de Córdoba; llegué a París y tuve mi amigo argentino, de Buenos Aires, periodista de Página 12. Después, en Italia, lo mismo. Por eso creo que puedo imaginarme las cosas en argentino. Pero además este personaje tiene algo que a mí me gusta mucho, que es un pensamiento posapocalíptico, posclimático, y a través de él puedo contactar con una literatura a veces casi como de ciencia ficción. La de esos personajes que llegan después de las grandes catástrofes, o al menos eso es lo que él cree. Por otro lado, es un personaje que me acerca a esos mundos de la extrema derecha a los que siempre les tuve miedo, porque yo era su posible víctima. Yo era el inmigrante latino, colombiano, latinoamericano, sudaca, y me daban de patadas si llegaban a enterarse de quién era. Esos grupos me producían miedo pero también me atraían mucho, como las culebras; quería mirarlos de cerca y ver cómo eran esas personas. Entonces, por primera vez, creé en una novela un personaje totalmente ajeno a mis convicciones, con el interés de meterme dentro de la vida de alguien así, volverlo humano y tratar de comprenderlo.

–¿Y por qué convocaste a Arthur Rimbaud?

–Esa es la estructura secreta de la novela. Me gusta que en los libros haya una lectura del mundo, pero que al mismo tiempo esa lectura contenga un diálogo con obras literarias del pasado. En Necrópolis me gustaba dialogar con El Decamerón; en Plegarias nocturnas, con todas las historias de amor que pueden ser resumidas con la expresión “dos personas quieren estar juntas y muchas cosas se interponen”. Y en este caso mi interlocutor inmediato era alguien que escribió en un mundo prácticamente en crisis y al borde de la destrucción en Europa, o sea Rimbaud, con esa obra tan extraordinaria que he leído desde que tenía 16 años. Yo quería dialogar con esa obra, pero de pronto pensé que mejor que volver a poner el diálogo entre líneas, por primera vez prefería que fuera de frente. Porque además Rimbaud me parece uno de los personajes más extraordinarios de la historia de la literatura; es, para mí, el primer viajero del siglo XX, a pesar de que haya vivido en el siglo XIX. Porque él no viajó como viajaban Gustave Flaubert o Montesquieu, para comprobar lo que ellos consideraban que era su superioridad cultural. Ellos viajaban como ricos, blancos, europeos burgueses, para hacer todo lo que no podían hacer en sus países y ejercer su presunta superioridad cultural y económica, pero Rimbaud no viajaba así. Viajaba como un vagabundo, intentando convertirse en algo distinto de lo que era y queriendo desclasarse. Esa palabra, “desclasarse”, me parece fundamental: perder lo que era y ganar otra cosa. Una de las frases más conocidas de Rimbaud es el famoso “je est un autre”; y en esa búsqueda de ser otro se inscribe todo esto. Ahí está el germen de la inmigración en el siglo XX, la de gente que se va a otros lugares por motivos económicos como él, que también quería ser rico. Es decir: Rimbaud representa para mí una cantidad de elementos que veo desarrollados luego en el siglo XX; es como el primer Ulises contemporáneo, un migrante que sale a cambiar, a ser, a construir, a mejorar la vida de su familia, aunque en realidad a Rimbaud le importaba poco su mamá y la chantajeaba emocionalmente. Pero sí era una persona que quería construir algo nuevo. Por otro lado, Rimbaud dejó de escribir después de vivir los primeros 19 años de su vida, y en los siguientes 19 años no escribió nada, pero la poesía estaba en su vida. Esa es mi lectura. Él transformó su vida en una especie de poema que uno tiene que leer a través de sus movimientos, y lo que hago en mi novela es tratar de leer eso y de darle esa categoría.

–¿Y cómo te preocupaste por construir la relación entre ese Rimbaud y esas partes de la novela con los otros personajes?

–Es que simultáneamente intento hacer un espejo de Rimbaud en una joven poeta colombiana, que también fue jodida por la vida, golpeada por la vida y a quien la salva la poesía. Tienen elementos en común: la violación, por ejemplo, y la respuesta de todos ellos es poética. En el caso de Tertuliano, también jodida [risas]. Y después de su violación, Rimbaud pasa a ser un poeta totalmente diferente; deja de ser un formalista y empieza a escribir una poesía durísima que dice me voy a vengar de esta mierda, voy a destruirla.

–Y la historia de Rimbaud aparece allí gracias al personaje del cónsul...

–Claro, es que el cónsul es el que la cuenta. Ese personaje está ahí y viene de Plegarias, pero ya no como protagonista sino más bien como el que está un poco al lado y cuenta. Es un poco mi álter ego o mi representante personal en el mundo de la ficción; está ahí para oír y contar.

–La novela comienza con una cita de William Blake: “Ese hombre debería trabajar y entristecerse y aprender y olvidar y volver al oscuro valle del que vino para iniciar de nuevo sus tareas” (de la octava sección de Vala, or the Four Zoas).

–Esa frase de Blake es una belleza. Mira la transición de los verbos; primero “entristecerse”, porque se fue; después “aprender” lo nuevo, y después “olvidar”. ¿Olvidar qué, lo anterior, lo que dejó? Toda la novela es darle cuerpo a esto: entristecerse, aprender y olvidar.

–Y está además, pero ya no como acápite sino citado en el cuerpo de la novela, el final de Una temporada en el infierno, de Rimbaud: “Y con la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las ciudades espléndidas”.

–Armados de una ardiente paciencia. Es que Rimbaud seguramente había leído aquellos versos de Blake. ¿Y cuál es la pregunta literaria? ¿Debemos buscar un lugar al que después volver? La respuesta debe ser literaria.

–El otro acápite (“Porque aunque a ellos se los tragó el abismo el canto siguió en el aire del valle, en la neblina del valle...”) es de Roberto Bolaño. ¿Lo ves como otro Rimbaud, otro viajero?

–Para Bolaño, lo fascinante es el artista joven, o el joven poeta. El personaje de Bolaño es el joven poeta: lo más pertinente es la juventud y la creación, el deseo de inmolarse por una idea del mundo, expresada a través de la poesía. Rimbaud es el artista adolescente por excelencia, el que está dispuesto a no hacer ninguna concesión, absolutamente ninguna, por su arte. La cita de Bolaño proviene de Amuleto [1999], ¿y cómo termina Amuleto? Con el eco del canto de los jóvenes que entraron al valle. Y ahí está la cita. Y lo dice una uruguaya [la narradora de la novela de Bolaño, Auxilio Lacouture]; ella va y dice: “Los jóvenes entraron al valle cantando, e imitando los gestos de la vida”. Entraron cantando y felices a pesar de que sabían que la batalla estaba perdida. Lo sabían y, sin embargo, entraron cantando. Y cuando yo llegué, dice ella, el valle estaba vacío: sólo quedaba el eco de su música. Y ese eco será nuestro amuleto. Esa es la profundidad bellísima de ese libro de Roberto.