Un par de escándalos recientes en Brasil, relacionados con obras artísticas que sectores conservadores atacaron en nombre de la decencia, se ubican en el marco de una disputa a la vez ideológica y económica.
No es nuevo que el arte produzca un shock en el pensamiento tradicional. En Brasil se han dado casos como el de Macaquinhos (2011), una performance en la que los artistas desnudos y en ronda examinaban mutuamente sus anos; o el del artista Yuri Tripodi, que en 2014 hizo una intervención urbana en la que entraba en una iglesia en San Pablo con un vestido de luto que le dejaba el culo a la vista. Cuando el arte confronta los valores sociales, es esperable que ese embate cause reacciones. Sin embargo, lo que está sucediendo en Brasil parece no tanto una reacción al arte provocador, sino al que ocupa espacios institucionales o públicos. La arremetida es amplificada por grupos conservadores extremistas que conocen y utilizan el potencial multiplicador de las redes sociales, aliados con una prensa que depende hoy casi exclusivamente de títulos sensacionalistas para sobrevivir. Aunque el poder de los grandes medios de comunicación sigue siendo un factor decisivo en la política brasileña, en estos casos operan con equipos de redacción reducidos y la exigencia de publicar al instante todo lo que sucede, sobre todo como cazadores de noticias capaces de causar impacto, que luego son viralizadas por los grupos mencionados.
La disputa por el espacio público
En Brasil se da una situación muy particular respecto de las políticas culturales: aunque sean públicas, pueden ser administradas por instituciones privadas que aprovechan así leyes de exención fiscal. Centro Cultural Banco do Brasil, Santander Cultural o Instituto Itaú Cultural, por ejemplo, reinvierten de ese modo dinero de sus respectivos bancos. Estas instituciones viven una dicotomía, ya que tienen que relacionarse por un lado con la comunidad artística, y por otro con los intereses de inversores y del público en general.
En 2006, el Centro Cultural Banco do Brasil decidió cerrar una exposición de obras de la artista carioca Márcia X, fallecida el año anterior. La pieza que causó polémica se titulaba Desenhando com terços y consistía en un dibujo de dos penes cruzados hecho con rosarios.
Casos como el de la cancelada exposición Queermuseo. Cartografías de la diferencia en el arte brasileño, que había sido organizada por el Instituto Santander Cultural, indican que el apoyo a la cultura queer con financiamiento público es lo que despierta las reacciones más encrespadas. La muestra, abierta el 15 de agosto, presentaba obras de figuras consagradas del arte moderno y contemporáneo brasileño –Lygia Clark, Adriana Varejão, Cândido Portinari– con una curaduría que intentó ser lo suficientemente transgresora para dialogar con la comunidad artística y activista, y al mismo tiempo tradicional, al punto de agradar a la sociedad en general y a los inversores. No logró ninguna de las dos cosas. Primero, esa comunidad criticó la exposición, porque no la consideró representativa de su diversidad; luego, el término queer llamó la atención de grupos conservadores, que impulsaron protestas callejeras y una campaña de denuncias que se viralizó con rapidez. Algunas de las obras tenían un carácter claramente desafiante de modelos cristianos, como el cuadro Cruzando Jesus Cristo e Deusa Shiva, del artista Fernando Baril. Santander Cultural decidió cerrarla el 10 de setiembre, casi un mes antes de lo previsto.
Sin embargo, no son sólo las intenciones provocativas de los artistas las que causan reacciones violentas. El diputado de extrema derecha Carlos Bolsonaro atizó mediante un video la polémica sobre una obra de Clark, una de las precursoras de la estética relacional y del arte contemporáneo en Brasil. O eu e o tu (1967) proponía una relación entre dos personas del público a través de trajes que las cubrían por completo, con compartimentos que contenían distintas sustancias (piedras y arena, entre otras). En Queermuseo los cuerpos humanos fueron reemplazados por maniquíes, a efectos de la conservación de la obra de Clark. Aun así, en el video se afirmaba que la obra estimulaba el abuso sexual contra niños, alegando que serían tocados por adultos a través de los trajes.
Poco después, la estética relacional fue motivo de otro ataque contra el arte en un espacio institucional, el Museo de Arte Moderno (MAM) de San Pablo. Un registro de la performance llamada La Bête, de Wagner Schwartz, tomó las redes sociales, nuevamente bajo la acusación de pedofilia. Schwartz critica, justamente, la comercialización de una obra de Clark, que hoy es presentada sin que se produzca la interacción buscada por su autora, y se presenta en La Bête como si fuera una escultura a la que el público puede manipular. Aunque la obra busca tematizar el colonialismo y la apropiación o el mercado del arte, lo que generó el escándalo fue que el performer estaba desnudo y que el registro mostraba a una madre con su niña tocando sus pies.
La política del hashtag y el aislamiento del artista
En esta disputa territorial y simbólica por el espacio de la intelectualidad y por el presupuesto público, los artistas están en clara desventaja ante técnicas agresivas de propaganda digital, que apuestan por titulares simples y linchamientos personalizados, con una fuerte apelación a lo emocional que busca alineamientos inmediatos. Todo ello amplificado por la dinámica de las redes sociales.
Figuras emblemáticas del neoliberalismo brasileño han sacado provecho de la situación para promover el odio a los artistas e intelectuales. Fue el caso de los prefectos de San Pablo, João Dória, y de Río de Janeiro, Marcelo Crivella, que grabaron sendos videos de autopromoción en la última semana. Crivella, que también es pastor de una iglesia pentecostal, afirmó que Queermuseo es pornografía y que no permitirá que sea llevada a su ciudad (como se comentó que podría suceder tras la clausura en Porto Alegre). Dória se refirió al caso de Schwartz en el tono más moderado de un posible candidato a la presidencia del país, pero no por eso dejó de decir que la performance era “libidinosa” y “absolutamente impropia”, y que “es preciso respetar a quienes frecuentan los espacios públicos”. Este tipo de mensajes desde la política reactiva la atención de los medios y los comentarios en las redes sociales, dejando a los artistas noqueados.
Además, es muy difícil que la izquierda brasileña se movilice ante estas situaciones. Uno de los motivos es su propio conservadurismo en cuestiones artísticas e identitarias, agravado por el pesimismo y las fracturas que se instalaron desde las protestas populares de 2013 hasta la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, el año pasado. Sin embargo, hubo posturas dignas desde instituciones públicas, como la del secretario de Cultura de San Pablo, Andrè Sturm, quien explicó en un video didáctico la relevancia de que el arte tome riesgos; y también la del MAM, que defendió en forma contundente la performance de Schwartz.
Desde Uruguay, estos casos no pueden ser mirados como algo totalmente ajeno. Aunque la imagen de país progresista, laico y diverso se ha expandido notoriamente, con auxilio gubernamental y de la prensa internacional, y el poder de la religión para definir la agenda de debates públicos es aún marginal, el panorama está cambiando. El terreno de la cultura uruguaya ha vivido recientemente polémicas como la surgida en torno a la guía de diversidad sexual, y la multiplicación de iglesias evangélicas y de marchas por la familia y los valores. Incluso son comunes ataques desde la intelectualidad a políticas públicas que promueven manifestaciones artísticas y culturales diversas en sus miradas sobre el cuerpo y la sexualidad.
En Brasil, tal vez contribuye al aislamiento de los artistas la propia naturaleza de su actividad, cuando busca transformar valores sociales. La competencia es desigual entre la reafirmación de fuertes tradiciones de la cultura judeocristiana y cualquier acción artística que desee producir alguna reflexión. Los grandes medios también tuvieron un papel fundamental en la construcción de ese escenario a lo largo de la última década, oponiéndose a las políticas culturales de los gobiernos encabezados por el Partido de los Trabajadores y fomentando en la población el sentimiento de que un grupo de artistas elitista e inmoral se apoderaba de los recursos públicos.
En la historia de América del Sur, momentos de gran conservadurismo fueron campo fértil para la reinvención artística. Hubo artistas en la primera fila de movimientos contra las dictaduras en países como Brasil, Chile, Argentina y Uruguay. Aunque las relaciones entre arte y política cambiaron mucho desde entonces, los actuales ataques tal vez sugieren que aún se teme al potencial transformador de los artistas. Ante las ventajas de las campañas de difamación contra la izquierda y el arte, parece fundamental fortalecer los apoyos institucionales a la creación y el trabajo artísticos, promover su presencia en espacios públicos e institucionales, y dialogar con las reflexiones y disensos que ellos aportan.
Las relaciones entre activismos que resisten desde el campo artístico y movimientos sociales forman parte de la historia de Brasil y del continente, y necesitan fortalecerse en un momento de regreso del neoliberalismo tras otro de aparente (o breve) triunfo de la izquierda.
Gustavo Bitencourt, Gabriel Machado, Lucía Naser