Operación Masacre cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a veces fastidioso”, dice Rodolfo Walsh en su autobiografía. También cambió al periodismo y su manera de incidir en la realidad. Esa investigación, que se publicó primero seriada, en hojas insistentes que atravesaron temores, dio cuenta del fusilamiento clandestino de civiles en la madrugada del 9 de junio de 1956, en una supuesta represión a la sublevación militar peronista contra el gobierno del general Pedro Eugenio Aramburu, que había derrocado a Juan Domingo Perón el año anterior.

“Hay un fusilado que vive”, le dijo alguien en un café de La Plata que lo congregaba a jugar al ajedrez. Dice haber temido que la prensa le arrebatara la noticia, de modo que se apresuró a investigar “y escribir de un tirón”. Pero la investigación se le fue arrugando en el bolsillo, “porque la paseo por todo Buenos Aires y nadie me la quiere publicar, y casi ni enterarse”, cuenta en el prólogo de su obra maestra. Fuera de los dictados del aparato comercial e industrial de la prensa, encontró, sin embargo, la manera de que la gente se enterara. Inventó un género periodístico. No le interesaba, como señaló Horacio Verbitsky, averiguar si estaba escribiendo una investigación periodística, un ensayo político o una obra literaria, pero a esa manera de saltearse el poder censor de los medios y dar la batalla necesaria para ganar a la opinión pública, con una información que debe ser conocida, se le pasó a llamar reportaje latinoamericano.

Luego, el uruguayo Carlos María Gutiérrez, cuando participó junto con Walsh en la creación de la agencia Prensa Latina en La Habana, utilizó en varias ocasiones ese nuevo género, por ejemplo en “El día que enterraron a Hemingway”. Otro de aquellos pioneros, Gabriel García Márquez, practicó también ese tipo de reportaje, que fue el género original del premio anual de la Fundación Nuevo Periodismo, que García Márquez fundó con el dinero recibido con el Nobel de literatura. Dar la batalla necesaria para ganar a la opinión pública demandó un periodismo que implicaba, en términos bíblicos, “declarar las dudas y desatar dificultades” y, según dijo Walsh, la “búsqueda a todo riesgo, ese testimonio de lo más escondido y doloroso”.

La primera edición de Operación Masacre es de 1957, cuando los asesinos seguían encumbrados en el poder y su crimen hacía escuela para dominar la escena represiva 20 años después. La segunda fue en 1964, cuando Walsh ya había perdido las ilusiones en la justicia pues no la había, y estaban “los asesinos, probados, pero sueltos”. En ese año publicó su cuento magistral “Esa mujer”, nacido de su esfuerzo por descubrir el paradero del cadáver de Eva Perón y que lo puso en la cumbre de la literatura argentina.

Le interesaba mucho más la realidad. Se entrevistó con Perón y adhirió al movimiento sindical antiburocrático que el gráfico Raimundo Ongaro formalizó el 1° de mayo de 1968 en la Confederación General del Trabajo de los Argentinos (CGT-A).Walsh, con su dedicación y la convocatoria que ya tenía su nombre, hizo posible, en esa trinchera pública, junto a media docena de compañeros entre los que se contaba lo más granado del buen periodismo argentino –Rogelio García Lupo, Verbitsky, Milton Roberts, Luis Guagnini–, el excelente semanario sindical semanal de la CGT-A. Allí se publicó, entre otros materiales valiosos, una serie de siete notas que terminó formando el libro ¿Quién mató a Rosendo? [García]. En él se narra, con la tensión de un buen policial, el asesinato de ese sindicalista por parte del secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica, Augusto Vandor, su rival en la interna gremial, en oportunidad de un enfrentamiento con militantes del peronismo de base que estaban en otra mesa de la confitería Real, en Avellaneda.

En la clandestinidad que siguió, para él, a la represión de la CGT-A, revisó la edición de Operación Masacre y le sumó un “Retrato de la oligarquía dominante”, en el que sostiene que “dentro del sistema (dictatorial y clasista) no hay justicia” y señala: “[...] que esa clase esté temperamentalmente inclinada al asesinato es una connotación importante que deberá tenerse en cuenta cada vez que se encare la lucha contra ella. No para duplicar sus hazañas, sino para no dejarse conmover por las sagradas ideas, los sagrados principios y, en general, las bellas almas de los verdugos”.

Hubo un interludio democrático en 1973, con el gobierno electo de Héctor Cámpora, representante de Perón, que sólo duró 45 días. Luego –ya con Perón en la presidencia hasta su muerte el 1º de julio de 1974, cuando lo sucedió su viuda María Estela Isabelita Martínez– aumentó el accionar de la Triple A, ofreciendo a los militares la represión brutal que de todas maneras ellos tomaban cada vez más en sus manos, hasta asir el poder político el 24 de marzo de 1976. Ese tiempo encontró a Walsh ya militando francamente en las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) y, tras la llegada de Perón al país, el 20 de junio de 1973, en Montoneros. El corto tiempo de la legalidad lo aplicó al trabajo en el diario Noticias, afín a Montoneros.

Un año y un día después del golpe de Estado fue arrinconado en una cita clandestina por un grupo de tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma). Se defendió con una ridícula pistola para que no lo capturaran vivo y agonizó, según testimonios, en la propia Esma. Antes había hecho un análisis crítico de la situación política, que la dirección de Montoneros no se dignó a contestar pero que perdura. Cuando cayó, estaba enviando por correo a conocidos su “Carta abierta a la Junta Militar”, que en definitiva da la misma batalla por la opinión pública que signó su vida a partir de Operación Masacre, y que como aquel libro, dice Verbitsky, “además de la perversidad de la represión, examinó su objeto”, Dice la “Carta abierta...”: “Dictada por el Fondo Monetario Internacional según una receta que se aplica indistintamente al Zaire o a Chile, a Uruguay o Indonesia, la política económica de esa Junta sólo reconoce como beneficiarios a la vieja oligarquía ganadera, la nueva oligarquía especuladora y un grupo selecto de monopolios internacionales [...]. Cabe preguntarse quiénes son los apátridas de los comunicados oficiales, dónde están los mercenarios al servicio de intereses foráneos, cuál es la ideología que amenaza al ser nacional”.

En el aniversario del golpe de Estado de 2009 se rebautizó Rodolfo J Walsh a la Escuela de Educación Técnica 2 del municipio de Florencio Varela, que se llamaba Pedro Eugenio Aramburu, en una parábola histórica justiciera y por decisión de 82% de los votos en una consulta ciudadana. Walsh había denunciado a Aramburu en Operación Masacre, y luego describió cómo lo habían erigido en prócer los cómplices del golpe y sus herederos, escamoteando “el perfil verdadero” de quien “encarceló a millares de trabajadores, reprimió cada huelga, arrasó la organización sindical. La tortura se masificó y se extendió a todo el país con Aramburu. Su gobierno modela la segunda década infame, aparecen los [Álvaro] Alsogaray, los [Adalbert] Krieger, los [Roberto] Verrier que van a anudar prolijamente los lazos de la dependencia desatados durante el gobierno de Perón”.

Este año se cumplieron 40 años del asesinato de Walsh y 50 de la publicación de Operación Masacre. Su palabra sigue viva. Analizar ese libro con estudiantes de periodismo, como lo he hecho año tras año en un taller sobre el género reportaje, hace resplandecer su texto en el entusiasmo de los jóvenes. El poeta Juan Gelman lo supo recordar así: “‘Nuestro cementerio es la memoria’, dijiste. Ahí vive él y nos sigue hablando de lo más oculto y doloroso de Argentina y de cada uno de nosotros. Nos quiere todavía. Su obra respira y late como un animal que aprendió a no dejarse morir y que abriga a los humillados y ofendidos”.