En los años 80, mucho antes de que las ideas de Marina Abramovic se volvieran sinónimo del arte performático, el concepto de performance, entendido como un género híbrido e interdisciplinario con elementos de monólogo, conceptualismo y happening, se hizo conocer en estas latitudes –aunque el género hubiera surgido simultáneamente al teatro de vanguardia (o mucho antes, dependiendo de qué se entienda por tal– con el ejemplo casi excluyente de la estadounidense Laurie Anderson, símbolo de lo que significaba ser performer, aunque para muchos fuera difícil explicar la palabra en sí, o esta se asociara a cualquier actuación más o menos elaborada y/o improvisada, con cierto aire de modernidad, esnobismo o hermetismo.

Pero, a diferencia del vanguardismo de dinámicas artísticas y antiarte simultáneas, y del predominio de la experiencia espontánea en el intercambio con el público, el trabajo de Anderson era fundamentalmente el de una artista de enorme preparación cultural y técnica. En esencia una compositora y multiinstrumentista –pero también poeta, escultora, dibujante de cómics y directora de cine–, venía elaborando desde fines de los 70 una propuesta indefinible que intercala varias disciplinas (y que la palabra performance resume muy toscamente). Eso la ha convertido en una de esas artistas capaces de resumir una época, una mentalidad y una estética desde varios puntos simultáneos.

Formada como música (principalmente en violín) y escultora, Laurie Anderson, proveniente de Illinois, estudió Historia del Arte en California, egresó con honores y se instaló en la meca de la intelectualidad estadounidense, Nueva York, en los años 70, tomando contacto con personalidades del ámbito de la vanguardia musical –como la compositora Pauline Oliveros– y literaria –como el poeta John Giorno y el escritor William Burroughs–. Al igual que Patti Smith, pero más en contacto con el mundo de la música experimental culta que con el rock, Anderson comenzó a presentar espectáculos que combinaban música y poesía, y así fue delineando una obra que, de alguna forma, resumiría toda su visión artística y en la que se basaría todo su trabajo posterior. Un espectáculo denominado, a la medida de sus ambiciones, United States, y que constituía un trabajo multimedia descomunal, con lecturas, canciones, filmaciones y fragmentos teatrales. En su totalidad duraba ocho horas, y se presentó dividido en dos partes en la Academia de Brooklyn. United States –editado como una caja de discos en 1984– fue considerado de inmediato como la summa del arte performático, pero aunque la obra, por su naturaleza, dependía mucho de su puesta en escena, una de las canciones, llamada “O Superman”, consiguió filtrarse a la radio y se convirtió (pese a que duraba más de ocho minutos sobre dos acordes) en un inesperado hit. La canción está construida sobre un loop de la voz de Anderson, e intercalaba eslóganes del correo estadounidense, paráfrasis del Tao Te King y citas a la ópera Le Cid (1885), de Jules Massanet, para ofrecer una visión apocalíptica y majestuosa sobre aviones ominosos que sobrevuelan un país en el que ya no hay amor ni justicia, ni siquiera fuerza, sólo el oscuro militarismo de la entonces emergente era de Ronald Reagan. Un tema tan político como abierto y que, a pesar de estar inspirado en un momento particular, mantiene una sobrecogedora vigencia lírica y un inextinguible poder emocional.

Ante este improbable éxito, Warner Bros contrató a Anderson para lanzar un disco, que fue confeccionado seleccionando los fragmentos más musicales y parecidos a canciones de United States. El resultado fue Big Science (1982), integrado por composiciones entre la poesía leída y el tecno-pop, que no se parecía a nada (salvo a algunos trabajos de poesía-jazz y a la obra más experimental de la cantante francesa Brigitte Fontaine) y que sigue siendo un clásico del pop de vanguardia neoyorquino, cuya influencia puede percibirse en la obra de artistas tan diversos como Sonic Youth, Arab Strap o Suzanne Vega, pero cuya personalidad y clima siguen siendo algo único.

Después de la depuración y perfección de Big Science, la expectativa por su sucesor era enorme y casi imposible de colmar. De hecho, el siguiente álbum, Mr Heartbreak (1984), no llegaría al mismo grado de excelencia (ninguno de sus trabajos posteriores lo lograría), pero no sólo era una obra por momentos fascinante –sobre todo su impactante tema inicial, “Sharkey’s Day”–, sino que contaba con varios invitados estelares –el guitarrista Adrian Belew, el bajista y productor Bill Laswell, el mencionado Burroughs, el cantante Peter Gabriel–, que lo hacían más matizado y con mayor atractivo pop, aunque no incluyera nada tan deslumbrante como “O Superman”.

Su siguiente obra –la que la hizo más conocida fuera del mundo anglosajón, incluyendo el Río de la Plata– mostraba, en cambio, algunas limitaciones y cierta predisposición a un efectismo un tanto superficial. Se trataba de la filmación de uno de sus espectáculos en vivo, Home of the Brave (1986), y de parte de su banda de sonido: fue en su momento impactante, sobre todo en un medio en el que rara vez se veía un show musical en vivo que fuera algo más que la interpretación de las canciones, pero hoy en día resulta casi una compilación de guiñadas cultas de los años 80 y lenguaje autorreflexivo –una característica constante de su lírica– con excesiva influencia de Talking Heads y su espectáculo Stop Making Sense –que lo había precedido un par de años y que incorporaba, a su vez, algunas ideas inspiradas en los shows de Anderson–, pero con menos musicalidad y ritmo, y muchas ideas visuales que no han envejecido bien.

Home of the Brave fue mejor recibido como documental que como álbum u obra musical, y tal vez por ello Anderson fue en la dirección opuesta –un trabajo con mucho mayor énfasis en lo compositivo y lo melódico– en su siguiente disco, Strange Angels (1989), que en su momento dividió a la crítica pero que, a diferencia del anterior, ha sobrevivido y hasta mejorado con el tiempo. Era una colección de canciones de pop extraño, elegante y simultáneamente intelectual y emotivo, que recuperaba la emoción de Big Science por encima del mero ingenio experimental de sus trabajos posteriores, y ofrecía una visión alternativamente cálida y amable (“Babydoll”, “Ramon”) o dolorida y pesimista (“Coolsville”, “The Dream Before”, que parafraseaba al filósofo alemán Walter Benjamin) sobre unos Estados Unidos (y en particular una ciudad de Nueva York) alienados y materialistas, pero a los que Anderson, más melódica y humanista que nunca, observaba con la esperanza melancólica de que llegaran algo más que aviones militares (“Ángeles extraños / cantando sólo para mí / Viejas historias / me están persiguiendo / Grandes cambios están llegando / Aquí vienen”.

Sobre la tierra natal

La dirección un tanto más convencional en lo melódico de Strange Angels –un disco para el cual Anderson estudió canto especialmente– y su complejidad compositiva e instrumental no inscribieron a la artista en el universo pop –era más accesible, pero no precisamente Madonna–, y fue continuada a medias cinco años después en el deslucido Bright Red (1994), que tardó demasiado en aparecer y no aprovechó a quien parecía un productor ideal: Brian Eno. Al año siguiente, Anderson tomó –una vez más– la dirección opuesta en The Ugly Ones with the Jewels and Other Stories, que la mostraba tocando el violín en la portada pero era un disco de narraciones orales y contenía algunos de sus mejores textos. Aproximadamente en aquella época comenzó su relación sentimental con Lou Reed; se casaron en 2008 y colaborarían en varios proyectos.

Aunque Anderson había salido un poco del foco crítico en la segunda mitad de los 90, como otros artistas muy ligados en el imaginario con la modernidad de los 80, una oscura contingencia la devolvió inesperadamente a la actualidad. Su presentación en Manhattan del álbum Life on a String (2001) fue uno de los primeros espectáculos en Nueva York luego de los atentados del 11 de setiembre, apenas una semana después de que cayeran las Torres Gemelas, y el concierto fue recogido al año siguiente en el disco Live at the Town Hall, con una versión de “O Superman” estremecedora y resignificada por las circunstancias (“aquí vienen los aviones / son aviones americanos / hechos en América”).

La compositora pasaría ocho años, el mayor intervalo en su discografía, antes de sacar un nuevo álbum, que fue recibido con renovado interés y que la presentaba con una energía que no se le había escuchado durante un par de décadas. Homeland (2010) era, como podía suponerse por su nombre (“patria”), una nueva mirada sobre Estados Unidos, no menos amarga que la que había mostrado anteriormente en temas como “Big Science” o “Coolsville”, pero con una animosidad renovada hacia la tecnocracia –algo que puede parecer paradójico en una artista tan disciplinada y dúctil con la tecnología, pero que es muy coherente en el marco histórico de los textos de Anderson–, y llena de una ironía que parece juguetona, pero que no puede disimular su auténtica furia: “Y aunque un país puede invadir otro país / y aplastarlo / y arruinarlo / y crear estragos y guerra civil en ese otro país / si los expertos dicen que no es un problema / y todo el mundo coincide en que son expertos buenos en ver problemas / Entonces invadir ese país simplemente no es un problema / Y si un país tortura gente / y retiene ciudadanos sin causa o juicio y levanta tribunales militares / esto tampoco es un problema / a no ser que haya un experto que diga que es el principio de un problema / porque sólo un experto puede tratar con el problema” (“Only an Expert”). Un regreso enérgico pero que fue interrumpido por la enfermedad y posterior muerte de Reed en 2013, experiencia que sería la base de su último trabajo, la película –y el disco correspondiente– Heart of a Dog (2015), una reflexión sobre la pérdida, el amor y la espiritualidad que puede contarse entre lo mejor que ha hecho hasta el momento. El lunes presentará en La Trastienda The Language of the Future (el lenguaje del futuro), que promete el tipo de experiencias multimedia que la destacan y que ya desde el nombre demuestra que las obsesiones de Anderson siguen firmes, y su visión –con más o menos esperanza, pero siempre lúcida–, fija en el porvenir.