En un contexto fértil y diverso, Martín Fernández decidió fundar la editorial Artefato (en 2001), en la que publicó a poetas consagrados y emergentes, al tiempo que realizaba riesgosas apuestas, como el lanzamiento del guion de la película Whisky (Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella, 2004). En 2007 creó la editorial Hum, y cinco meses después fundó el sello Estuario; desde entonces, ambos suman unos 300 títulos. Con el tiempo, conformó un catálogo que reúne a gran parte de la literatura uruguaya contemporánea, entre narrativa, poesía, teatro, ensayo y novela gráfica; se convirtió en la primera editorial independiente uruguaya distribuida en Argentina, y, hace tres años, inauguró la librería Lautréamont. Dentro del inestable y cambiante campo de la edición independiente, Hum-Estuario continuó arriesgando, apostando por su propio criterio y lanzando constantes colecciones de teatro contemporáneo, literatura negra (Cosecha Roja es hasta ahora la única colección del género), poesía (con Raúl Zurita y otros referentes) y música (en la reciente Discos, distintos periodistas comentarán la génesis de obras clave de la música rioplatense), desde las que ofreció significativos aportes a la cultura local, a la vez que revalorizó la importancia del catálogo y se posicionó como uno de los proyectos de mayor calidad y coherencia en el panorama uruguayo actual. En 2017 la editorial cumple diez años, y los celebrará el 25 de noviembre a las 18.00 en el Museo Nacional de Artes Visuales, donde hará un brindis y varios autores musicalizarán el encuentro.
–¿Artefato fue tu primera escuela?
–Con Artefato venía dando vueltas desde los 18 o 19 años. Había inventado el seudónimo de Miguel Albá, con el que escribía y mostraba algunas cosas en performances. Rechazaba esa cuestión del autor que se presentaba como tal y leía sus textos.
–¿Motivado por clases de Luis Bravo?
–Un día, un profesor de literatura de tercero de liceo nos presentó a un joven de 28 años que recién había publicado una novela. Era Gabriel Peveroni, y el libro era La cura [1997]. A los 15 años eso me marcó bastante: existía un escritor uruguayo, joven, que también vivía en La Blanqueada. Al año siguiente, mi profesor pasó a ser Luis Bravo y las sorpresas continuaron. Ese fue mi primer acercamiento a la literatura, porque en mi casa no había biblioteca, en mi familia no había lectores ni profes de literatura. Me sumé a un taller literario y surgió lo del seudónimo. Como era el que tenía que gestionar el espacio y la actividad, eso me daba otra facilidad. A los 19 me encontré con que Isabel de la Fuente había propuesto que en el marco de Teatro Joven –que era el gran centro de ebullición, donde comenzaban todos los grandes y, de hecho, debutaron [Roberto] Suárez y [César] Troncoso [con Pan con pan comida de bobos]– se realizara el ciclo Poesía viva: se trataba de llevar a escena textos y espectáculos poéticos. Ahí comencé a trabajar poemas con Beto Ponce en guitarra, y a la vez ya estaba con Artefato como un aparato de difusión que en verdad lo que hacía era producir y promocionar espectáculos que me interesaban.
–¿Cómo fue el tránsito a la editorial?
–Seguí trabajando con los espectáculos, ganamos el primer premio y comenzamos a trabajar en poesía visual. Fuimos a un Festival Internacional de Poesía Experimental en Buenos Aires, y ahí conocí a otros poetas corales argentinos, Gabriel Yeannoteguy y Ximena Espeche, que pronto se sumaron a la editorial. Seguíamos pensando en las propuestas escénicas, porque en ese entonces desconfiaba mucho del formato papel y de su circulación. En 2001 conocí a Martín Barea Mattos y a Leandro Costas Plá –que terminó siendo mi socio en Artefato editorial–, y en 2003 publicamos la primera serie, Ae6, poesía para dos orillas. Al año siguiente, cuando nos propusimos editar Ae12 y teníamos a los 12 autores, con Leandro, que era con el que más discutíamos cómo debía ser o no el libro, nos abrimos y encaramos la editorial. Ahí proyectamos las cuatro colecciones –blanca, roja, negra y celeste–.
–Y apostaron por un catálogo ambicioso e innovador.
–El otro día estábamos en la Feria [Internacional del Libro], llegó Ida Vitale y mientras conversábamos se apoyó en la batea. Ahí me di cuenta de que su brazo estaba sobre el libro de Enrique Fierro [su esposo] que editamos en Artefato. Y le dije: “Ida, te quisiera hacer un regalo”. Cuando se lo di me dijo: “¿Y este libro? ¿De dónde salió?”. Para mí era un librucho, pero a ella le encantó, y cuando se puso a mirar dijo: “¡Ah, están Fulanito, Fulanito y Fulanito!”. Cuando empezamos a trabajar, más allá de ir a buscar a nuestros pares, también nos acercamos a los poetas que leíamos: a [Roberto] Echavarren, [Eduardo] Milán, Tatiana Oroño, Luis Bravo, Thiago Rocca, [Aldo] Mazzucchelli, Melisa Machado. Fue todo muy rápido, porque en tres años publicamos muchísimos libros. Con Leandro parecíamos bichos raros, porque de la noche a la mañana publicamos 24 libros, además de una novela de Roberto Appratto [La brisa, 2004] y un libro de cuentos de Duilio Luraschi [Montenegro, 2004]. El ruido que generó eso hizo que nos cayera mucho laburo. Ahí fue que, al año y medio, aparecieron Prontos, listos, ya, de Inés Bortagaray, Edmundo Sagardúa: notas de un periodista, de Gonzalo Eyherabide [ambos de 2006], y, por ejemplo, por afinidad estética, el guion de Whisky. Además de la preciosa colección que dirigió [Roger] Mirza, La escena en papel. Se dio lo que muchas veces pasa con las empresas de socios: inevitablemente tanto trabajo generó desgaste. En 2006, ya venía conociendo a [Felipe] Polleri, a Ercole Lissardi, a la gente de la Fundación Torres García, y observaba libros de los que decía: “No sé si esto tiene que ir para Artefato”, porque iba a caer en la nada. Ahí, de común acuerdo con Leandro, dijimos: “Ya crecimos súper rápido, hicimos las inferiores en Artefato, vamos a pegar el salto y cada uno abre su nicho”.
–Pensando en la edad, y en el contexto del inicio deArtefato, ¿dirías que estos proyectos de autogestión se fortalecen en circunstancias críticas?
–Estamos hablando de una época en la que no existían carreras de edición. Yo estaba haciendo Lingüística, pero trataba de cruzarla con muchas optativas de Ciencias de la Comunicación y de la Escuela de Música, sobre todo por el lado del paisaje sonoro, que me interesaban a nivel de comunicación. No tenía referencias inmediatas, ni pares que estuvieran en la misma situación. No conocía a un editor, y no sé si en aquel entonces sabía lo que era Fin de Siglo o Banda Oriental. O no miraba para ese lado. Si no tenés competencia cercana o colegas, hacés lo que querés. En esa misma línea, anoche, cuando presentamos Tango que me hiciste mal [un libro de Peveroni sobre Los Estómagos] en Pando, en la mesa había gente de Chopper, de Cadáveres Ilustres y de otras bandas posteriores a Los Estómagos. Les decían: “Si no hubiera sido por ustedes, no habríamos empezado”. Y los otros les respondían: “Nosotros nos tiramos al agua porque no había nadie haciendo nada. Tocábamos para el orto y sonábamos para el orto, pero hacíamos lo que queríamos porque éramos los únicos”. A veces me hablan de esto, y de mi “proyecto fantástico” y “visionario”, pero sería mentira si te dijera que lo proyecté. Cuando empezó Hum y arranqué con Polleri, Lissardi, Alejandro Ferreiro y Daniel Mella, eran autores que a mí me partían la cabeza. Y para ellos, que viniera un guacho y les dijera “Voy a abrir una editorial y quiero arrancar contigo” era genial, porque varios se venían autopublicando.
–Que desde el comienzo hayas trabajado las portadas con el mismo diseñador se convirtió en una señal de identidad y marcó la historia de la editorial.
–Eso lo pensé bien. Quería hacer un tipo de libro que no se hiciera en Uruguay. Era lo que tenía clarísimo. Materialmente, acá nadie usaba papel bookcell [el suave y amarillo], que yo conocía por los libros de Mondadori o los argentinos; el tema del brillo UV [barniz sectorizado], que fueran cosidos, que tuvieran solapas, que no tuvieran foto del autor. Al final, llegamos a la conclusión de que debía ser un retrato más artístico, algo que con el tiempo se perdió y las imágenes se volvieron más parecidas a los autores. Muchas de esas cosas, por un tema económico, las terminamos suprimiendo. Hoy en día, se nos hace difícil trasladar al lector tonterías fetichistas nuestras. Paso a paso, lo fuimos dejando, pero nunca nadie nos dijo nada. Al ver los clásicos Hum de bolsillo, para mí eran más una revista, pero cuando los mostramos, todos estaban felices. Y algunos autores, como Mella y Pedro Dalton, me pedían para publicar en esos, que salían dos mangos. Después volvimos a algunas cosas.
–¿Cuál es el criterio de cada sello?
–Antes de comenzar estuvimos cuatro o cinco meses trabajando muchísimo con Juan Carve, justamente en lo que era la parte material del asunto. En principio, la idea era mentir dos editoriales distintas, porque no querían que me vincularan con Artefato ni con un gurí de 26 años. Y después, cuando trabajábamos en Hum, también pensábamos en Estuario. Ya sabía que quería una editorial para llevar a Argentina con lo mejor de lo nuestro, pero también quería publicar libros de poesía, de teatro, y autores debutantes que, a priori, no interesaran en Argentina. Y al principio tenía que llevar autores fuertes que no fallaran.
–¿Con qué títulos empezaron?
–Hum arrancó con tres tandas en octubre, noviembre y diciembre: Polleri, Lissardi, una reedición de [Alejandro] Ferreiro, [Elvio] Gandolfo, Joaquín Torres García [New York], Matías Paparamborda y Rafael Juárez. Hay contradicciones, claro. ¿Por qué después Porrovideo [de Jorge Alfonso] sale en Estuario, y Paparamborda y Rafa Juárez en Hum? Son contradicciones que se mantienen. A los meses arrancó Estuario con Alfonso y Bravo.
–Al tiempo, fuiste el primer editor independiente en distribuir en Argentina, y uno de los primeros en participar en la feria de Frankfurt.
–La apuesta económica para distribuir en Argentina es grande, pagás para ir. Al principio, distribuimos con Grupal (ahora, con Waldhuter), y al año nuestros libros ya estaban en Ezeiza, en el sur y en el norte. Durante años, Pablo Harari [de Trilce] fue el único editor independiente que iba a ferias internacionales como embajador uruguayo, e insistía con la edición independiente.
–La llegada a Buenos Aires generó que varios autores ganaran espacios.
–Cuando nos invitaron a Frankfurt yo fui a vender autores, algo que ahora hace Books From Uruguay. Y en esos grandes encuentros, los negocios generalmente se hacen en el bar de la esquina. De hecho esa vez, fumando en la puerta me encontré con Mariano Valerio, que era el editor de Planeta, y lo atomicé con que tenía que editar a Lissardi, porque era el fenómeno Planeta, el aparato que necesitaban, alguien que puede escribir tres obras por año. Y tres años después lo terminaron publicando. Lo que nos queda a nosotros es que, después de que llevamos a autores a Argentina, a algunos los empezaron a publicar. Y así es como, al final, algunas cosas terminan sucediendo. Ese es nuestro laburo. En Argentina no hacemos un mango, empatamos. Pero estar allá es otra cosa, y al autor se lo ve con otra proyección, genera otra presencia.
–¿Y la distribución?
–Es un aliado fundamental. Así como los autores te confían un original, tener un distribuidor que comparte tu espíritu, o que colabora en ese trabajo que implica esparcir papel con contenido literario, para nosotros es central. Así como te nombro a Javier Cambronero, de Contexto [unión de Periférica, Nórdica, Sexto Piso, Impedimenta y otras], que fue el distribuidor en España; en su momento Grupal y ahora Waldhuter en Argentina, que son empresas que, más allá de lo comercial, valoran y entienden tu trabajo; lo de Gussi, y la figura paterna de Gustavo Fuentes, para nosotros fueron muy importantes. El apoyo de ellos es importantísimo. Por otra parte, la prensa no vende pero es importante. Me acuerdo de una reseña en la que Ramiro Sanchiz hizo mierda a Escipión [de Pablo Casacuberta, 2011]: decía que los personajes no funcionaban y la historia era una porquería, pero eso le terminó sumando muchísimo, porque mucha gente me comentó: “Tengo que comprar Escipión, porque no puedo creer que sea tan mala”. Nos pasó, creo que con Ulisa, de Lissardi, que alguien de Brecha le dedicó una página y media para destrozarla, y con el libro nos fue bárbaro. La prensa está buena, así sea para alimentar el ego del autor o para hacer devoluciones críticas. Pero en Argentina descreen de eso.
–¿Hasta qué punto el mercado te impone que tengas que publicar un libro exitoso en función de tu perfil editorial y de tu público lector?
–¿Qué vende acá? En general lo que vende es basura. Cuando en 2009 Gustavo Espinosa nos acercó Carlota podrida, venía de leer una novela argentina de [la editorial] Mansalva que tenía algunos puntos de contacto, sobre unos dementes que raptaban a Lady Di. Le escribí a Damián Ríos [el editor], pero nunca me respondió. Y en un momento le dije: “Gustavo, vamos a publicarla nosotros”. Y ahí se vino Espinosa. Muchas veces tenés muy buenos libros entre manos, y sin jugarla de modesto, decís: “Esto no es para mí”. ¿Quién iba a decir que Sandino Núñez iba a terminar siendo un hit? O Espinosa. O Mella, con cuyas reediciones abrimos la editorial.
–¿Cuáles creés que son las principales estrategias para que esa situación no te lleve al desamparo?
–Cuando uno mete muchos goles a veces decís, ¿y ahora qué? Una de las peores torturas de la editorial es escribir la contratapa, porque todos tus libros son geniales. Y siempre intentás engatusar a un lector diciendo que ese libro es maravilloso, todos lo son. Cuando me han entrevistado y al final me surgen esos títulos dementes de “esto es un negocio de mierda”, es porque siempre intentás reinventar lectores, porque un gol en ficción implica vender 1.500 ejemplares, que en verdad no es nada. En Uruguay, con 15.000 ejemplares tenés el libro más vendido del año, es un chiste. Eso lo vende cualquier librucho de Río de Janeiro. En ficción, los grandes popes de la narrativa deben estar vendiendo 2.500 o 3.000 ejemplares, y eso no es nada. Por eso es una calesita: empatás y tirás cuetes. Casi que 100% de la producción anual a nivel de imprenta la salvamos con la feria de la Intendencia de Montevideo y la de fin de año.
–¿Y qué valores asociás a la categoría de “editorial independiente”, tan utilizada en los últimos años?
–Hace poco, en una charla de editoriales, surgió la pregunta: ¿independientes de qué? Y lo que se planteó fue el tema de la dependencia de los lectores. Ser independiente es estar solo y desamparado, a la intemperie. Me puso muy mal cuando hace unos años Irrupciones, Yaugurú y La Propia Cartonera generaron una asociación de editoriales independientes y no nos invitaron. Pero al final nunca funcionó.
–¿A quiénes reconocés como pares?
–Ahora estoy tratando de acercarme y hacer actividades con colegas. Siempre me quejé de no tener pares con los que trabajar en conjunto, y ahora con Banda Oriental y Fin de Siglo estamos haciendo pequeñas acciones que están buenas. E intentamos colaborar con Pez en el Hielo, Factor 30, la Cartonera y otras. Porque tenemos la necesidad de no depender de las librerías.
–Volviendo a lo anterior, ¿cómo hacés para conciliar tu política editorial con obras que no te convencen?
–Hay un tema central: vengo de Humanidades pero no hice Letras. No ejerzo la crítica. Soy un lector más, y a mí me gusta o no. Y hay libros con los que no tengo una gran empatía pero que son muy respetables como obra del autor. Aunque no sea lo que a nosotros nos gusta estéticamente, valoramos muchísimo el trabajo autoral. Si un libro está bien y no tiene fallas, lo publicamos.
–¿Lo más importante es el lector?
–Creo que lo más importante es el autor. Y que es fundamental el trabajo en equipo, en colectivo. Pero acá no lo veo.