Con Soldados de Salamina (2001), Javier Cercas se transformó en una voz ineludible de la narrativa española: la novela, saludada rápidamente por Mario Vargas Llosa, trataba sobre las heridas abiertas de la Guerra Civil, y lo hacía con un estilo a la vez vanguardista y perfectamente legible. El fin de semana, Cercas llegó a la Feria Internacional del Libro de Montevideo para presentar El monarca de las sombras, una historia en la que vuelve a los mismos temas pero desde un ángulo acusadamente personal: se trata de una investigación sobre un tío abuelo suyo que fue héroe del bando falangista.

–A fines de los 80 trabajaste como profesor en Estados Unidos y algo de esa experiencia aparece en tus historias. ¿Qué te aportó haber vivido allí?

–Muchísimo. Salir de tu país es lo más saludable que existe. A veces digo, no tan en broma, que yo descubrí que era español en Estados Unidos. Porque fui queriendo ser un escritor estadounidense posmoderno, y allá descubrí que era español: empecé a dormir la siesta, a hablar a gritos, a comer a las tres de la tarde y esas cosas que se supone que hacemos los españoles. Pero algo de verdad hay: Hemingway descubrió que era estadounidense en París, Borges descubrió que era porteño en Suiza. Para mí fue fundamental sumergirme en otra cultura, vivir en otro sitio, verme desde fuera. No me imagino igual hoy sin aquella experiencia, que por otro lado fue muy breve, de dos años, pero muy enriquecedora desde muchos puntos de vista. Me siento bien en Estados Unidos.

–Estabas en Urbana, en Illinois, una ciudad pequeña.

–Pequeñísima, en el Medio Oeste. No era Nueva York, desde luego. Era América; Nueva York no es América, es otra cosa. Pero bueno, leí cosas que no podría haber leído en otros sitios. Yo tenía lecturas muy anglosajonas, más que estadounidenses, y eso se completó allí. Soy un periférico por definición: soy un tipo de Gerona, no de Madrid ni de Barcelona, siquiera, soy un tipo de provincias que siempre ve la realidad desde ese lugar. Eso, que yo creía que era un inconveniente, en realidad era una ventaja, porque la visión periférica es ideal para un escritor. Borges es el periférico total. No estás en los centros de poder literarios, pero...

–Leyendo El punto ciego (2016) me pareció que muchas de las reflexiones que hacés sobre la novela son producto de conocer la teoría anglosajona. Entre otras cosas, porque es una historia que empieza en nuestra lengua, con el Quijote, pero luego se va...

–...y se recupera con los latinoamericanos. Soy profesor de literatura española, pero obviamente he leído a gente de muchas partes, y creo que mi educación anglosajona es la más importante. Pero también leí a escritores franceses e italianos, vi obras de cineastas suecos... Vivimos así. Un escritor tiene dos tradiciones: una es la de la literatura universal y otra la de su propia lengua. A la universal la tenemos a nuestro alcance hoy más que nunca, no sólo porque las lenguas están más a nuestro alcance, sino también por las traducciones. Elijo, de lo que se publica en todo el mundo, aquello que me interesa. Por otra parte está la tradición de tu propia lengua, el instrumento que uno maneja. Son como las dos riendas de un carro: hay que tener ambas bien sujetas. No concibo un escritor que sólo se alimente de la tradición en su propia lengua. Sería muy pobre. La literatura surge de la asimilación de lo externo. Las grandes revoluciones del español se han producido por injertos de otras lenguas: Garcilaso de la Vega del italiano; Rubén Darío del francés; Borges del inglés; Cervantes no existiría sin los escritores italianos. Vivir en una sola tradición te asfixia. Te mata.

–Decías que llegaste a Estados Unidos para convertirte en un escritor posmoderno. ¿En quiénes pensabas?

–Mis modelos eran los posmodernists estadounidenses. Más que Thomas Pynchon, gente como Donald Barthelme, Robert Coover, John Hawkes. Mucho menos los escritores que luego me han interesado: Saul Bellow, que me parecía demasiado tradicional –y lo es– o Phillip Roth. No, yo pensaba en los escritores radicales, experimentales. Coover, John Barth como teórico, Barthelme, que para mí continúa siendo un gran cuentista, William Gaddis. Eso era lo que quería asimilar.

–Son escritores que recuperan, de algún modo, la libertad que la novela tenía cuando nació y que luego se restringió en el siglo XIX, con las convenciones realistas. O al menos esa es una de las tesis de El punto ciego: con la libertad original, cualquier cosa puede llegar ser una novela.

–Sí, lo que hay es una recuperación. Barth, en sus ensayos sobre la posmodernidad, no lo ve así, pero todo el mundo recupera al Quijote, claro, porque es el libro mágico, el libro emblemático, el que lo contiene todo. Si uno vuelve a la novela anterior al XIX, lo que encuentra es algo mucho más libre. El Quijote, juzgado con los cánones del XIX, parece un montón de cosas amontonadas; hasta tiene otra novela, El curioso impertinente, metida en el medio... O Jacques le fataliste, de [Denis] Diderot: ahí hay una libertad enorme. Hay cuatro o cinco obras maestras incomparables, y sobre todo hay un modelo muy libre, porque la novela no era nada, era un género innoble, vulgar, que a nadie le importaba. En cambio, con el XIX, con Gustave Flaubert, empieza una cosa totalmente distinta: la novela debe poseer el rigor constructivo de la poesía, cada cosa en su lugar. Se ennoblece, pero con ese ennoblecimiento se ganaron muchas cosas y se perdieron otras. Por ejemplo, la libertad total y la heterogeneidad. Quien empieza a recuperar eso es James Joyce, con Ulises, un libro de un rigor absoluto y al mismo tiempo de una libertad total. Ahí empieza lo que yo llamo “el tercer tiempo” de la novela, que es al que yo aspiro: una novela totalmente libre, donde quepan todos los géneros y tal, pero al mismo tiempo, que contenga el rigor constructivo y la ambición de la novela decimonónica. Pero lo primero es recuperar la libertad: hagamos lo que nos dé la gana. Cervantes nos dio esa regla: hagan lo que les dé la gana. Pero por desgracia nos conformamos con un modelo que ha sido extraordinario –sobra decirlo, porque ha dado obras maestras– pero es sólo un modelo. Habría que discutir si está agotado o no. No lo sé. La novela no está agotada, pero no es fácil sacarle partido. Kazuo Ishiguro, por ejemplo –para mí un gran escritor y no lo digo por el Nobel–, es bastante tradicional. Así que no me voy a poner dogmático y pontificar que se acabó la novela decimonónica. Depende de quién la use, de cómo la use, de qué haga con ella. Sí estoy seguro de que no aprovechamos por completo lo que nos dio Cervantes: un género sin reglas. Es una revolución inédita en la historia de la literatura. Yo me encuentro con periodistas que me dicen, algunos de manera muy taxativa, que mis novelas son crónicas. Y sí, yo les digo que sí, algunas más, otras menos. Y hay ensayistas que opinan que no, que me dicen que son ensayos, que todas son claramente ensayos acerca de la verdad y la mentira, claramente. Y yo les digo sí, es verdad, son ensayos. Y los biógrafos y los historiadores me dicen que son microhistoria. Sí, sí, muy bien: son todo eso mis libros, porque mi idea de la novela es esa. Podemos ponerle otro nombre, me da igual. Pero mi idea de la novela permite abarcar todos los géneros. La novela como un género omnívoro, como un monstruo que lo devora todo y como un mutante, porque cambia a medida que se alimenta de otros géneros. De ahí su carácter infinitamente maleable. Yo le llamo novela, pero si quieres le llamamos de otra manera. A mí me parece que el concepto “novela” vale para eso, y que Cervantes no me desmentiría. Mientras el libro sea el mejor libro posible, use los recursos que quiera y agarre de dónde quiera. Y si necesita prescindir de la ficción, ¿por qué no? Me han dicho que mis libros no son novela porque no son ficción, ¿y quién dijo que la novela tenía que ser ficción? Lo dicen los teóricos, sí, pero me da igual.

–Se acaba de terminar una versión para cine de tu primera novela, El móvil (1987), en la que las historias de un escritor comienzan a interferir con la realidad.

–Sí, es una novela breve que estaba en mi primer libro, que reunió varios relatos. La película se acaba de estrenar en San Sebastián, ganó el premio de la crítica en Toronto y se estrenará comercialmente en noviembre. Se titula El autor, porque, bueno...

–En la Feria del Libro hablaste, a propósito de Soldados de Salamina, sobre algunas cosas que pasan en la adaptación de un texto literario al cine. Entonces, como manera de empezar a hablar de esa novela, que supongo que te tiene cansado...

–No, no me molesta.

–Mejor. La adaptación al cine de Soldados de Salamina es fuerte: el director David Trueba hace desaparecer muchos elementos y crea otros. Para empezar, te cambian el sexo.

–Cuando me lo dijo me pareció bien, porque aunque yo era más sexy que su mujer [Ariadna Gil], ella es mejor actriz. Ahora, en serio, lo que hago con los directores es muy sencillo: no hacer nada. Esto es una partitura, ellos tienen que interpretarla y además tienen que trasladarla a otro lenguaje. Y si se me permite la obviedad, porque a veces esto se olvida, una película es una película, y una novela, una novela. Las novelas tienen un lenguaje y unos recursos determinados que deben explotar, y las películas, otros. Por eso, le doy libertad total al director. Un libro no se puede llevar al cine, resulta otra cosa.

–Me parece que la película rescata el sentido general de la novela, de búsqueda y de cierta indeterminación. Pero lo mejor es que juega con otra cosa, con la que muchos trabajos tuyos también juegan, que es el límite entre ficción y testimonio. En la película, por ejemplo, aparecen como personajes algunos testigos auténticos que mencionabas en la novela. Hay escenas reconstruidas junto a filmaciones de archivo de la época de la Guerra Civil. Hay documental junto a ficción. O sea, creo que con otros materiales la película también apunta a la reflexión sobre las fronteras de la historia, la memoria.

–Yo no podía mostrar a los personajes reales en la novela. O sea, los mostraba, pero la gente podía pensar “esto es una invención”. Es un recurso cinematográfico fantástico: tienes a los personajes reales, con sus caras reales, con sus cuerpos reales. Mis novelas son muy literarias, me dicen, y yo lo celebro, porque uso los recursos de la literatura. Y las películas que salgan de ahí tienen que ser muy cinematográficas, en el mejor de los casos. Entonces, cuando se hace el trasvase, para ser fiel hay que cambiar. Para ser leal al espíritu de la novela hay que traicionar su letra.

–Uno de los personajes que “salen” de la versión cinematográfica de Soldados de Salamina es Roberto Bolaño. Habría sido demasiado verlo en el cine.

–Pero cuando salió la película era un escritor muy minoritario, una persona muy poco conocida. Estaba cobrando cierto relieve, pero no era lo que se ha montado después de su muerte.

–Pero él es muy importante en la trama de la novela, ¿no?

–Muy importante, casi tanto como David Trueba en El monarca de las sombras. Son amigos que cumplen un papel muy relevante en las historia. Ahora se me ha ocurrido compararlos.

–Y vos y Bolaño fueron amigos, además. ¿Desde los años 80?

–No, es un malentendido. Es muy gracioso y lo he contado alguna vez. Cuando tenía 19 años, en 1981, un día iba hacia la universidad. Aspiraba a ser escritor, pero no se lo decía a nadie. Iba con otro que también lo quería. De pronto vemos, en Gerona, a un tipo con pinta de hippie, mayor que nosotros, y mi amigo y él se ponen a hablar. Mi amigo le pregunta “¿cómo va tu novela?” y él le contesta “va, va, pero no se sabe hacia dónde va”. Era el primer escritor que yo veía. Todavía no había publicado nada, pero era un tipo que estaba trabajando en una novela y tal, y estaba metido en ella, peleando con ella. Me acordé de su frase, la tuve siempre ahí, y pensaba, “este tipo se ha perdido en la historia”, como tantos latinoamericanos perdidos en Europa, en el exilio. Muchos, muchos años después, en Gerona, fui a la presentación de un libro suyo, Llamadas telefónicas, porque ya se empezaba a hablar de Bolaño y Enrique Vila-Matas me lo había recomendado. Entonces me lo presentan y estamos hablando cuando digo “joder, este es el hippie que me encontré en aquella ocasión”. Le pregunté: “¿Tú vivías en tal sitio, eras amigo de un tipo así y asá?”, y sí, era él: “Joder, eras tú, ¡genial!”. Esa noche nos hicimos amigos, pero fue en el año 97 o 98. Estuvimos hasta las cinco de la mañana. Con los años tuvimos una relación muy estrecha, sobre todo telefónica. Parecíamos un poco novios. Nos llamábamos cada día. También es el caso de David. Son amigos y son presentados con el mayor afecto en mis historias. Y desempeñan un papel en la trama.

–Uno lo ve ahora y piensa que Soldados de Salamina estaba destinada a ser importante, conocida. El cóctel de experimentación artística, historia reciente, historia personal e historia de la propia escritura de la novela, el tocar temas profundos de manera tangencial. ¿Pensabas en algo de eso cuando la estabas escribiendo?

–No, hombre. No pensaba en nada. Igual que ahora, sólo pensaba en escribir el mejor libro posible. Además, a partir de esa novela ya no soy posmoderno, soy pos-posmoderno. Soy posmoderno hasta la mitad de ese libro, luego, ya, se acabó. Lo digo en serio. No es ya la literatura como juego, sino como juego en el que uno se la juega todo y aparecen cosas distintas: la política, el pasado y otra serie de cosas que no aparecían en los libros anteriores. Eso no significa que yo reniegue de ellos. El inquilino y El móvil me parecen tan buenos –o tan malos– como los posteriores. Pero en Soldados de Salamina aparecen cosas nuevas.

–Me llamó mucho la atención una frase que dijiste en la Feria: “Yo creo en la verdad”. Un posmoderno jamás lo diría así, que hay hechos e interpretaciones.

–Borges diría lo mismo que yo, contra lo que creen los posmodernos. Es que Borges se reía mucho y la gente se tomaba demasiado en serio sus chistes. Eso de que no creía en la realidad... bueno, es muy bonito, pero ¿cómo no va a creer en la realidad? Sólo los tontos piensan eso. Cuando Borges se burla de la historia y todo eso, se burla de la manipulación de la historia, que es algo muy distinto. Por eso soy pos-posmoderno.

–Pero con tu mezcla de ficción, testimonio, periodismo, alguien puede pensar que a vos también te interesa jugar y que la historia es sólo un elemento más. ¿No hay una tensión entre el uso de recursos muy heterogéneos y la búsqueda de fijar ciertas interpretaciones?

–Mis libros, a partir de Soldados –a veces, algunos– intentan conciliar lo aparentemente inconciliable: la verdad de la historia y la verdad de la literatura. Una cosa es la verdad factual, como qué ocurrió en determinado momento y lugar con determinadas personas, como Enric Marco [el falsario protagonista de El impostor] o con Rafael Sánchez Mazas [el intelectual falangista de Soldados]. Y otra es la verdad literaria, una verdad moral, universal, es decir, que nos ocurre a todos los hombres en cualquier circunstancia y en cualquier lugar. Esas dos verdades aparentemente son inconciliables. En mis libros hay un intento de conciliarlas, y a eso le llamo “la tercera verdad”. En ciertos libros se da eso, pero de manera distinta. Eso no significa que yo menosprecie la ficción. Por ejemplo, en El monarca de las sombras hay dos narradores: uno cuenta el proceso de la novela, habla con David Trueba, investiga, como ocurre a menudo en mis novelas, pero luego hay otro narrador que busca sólo la verdad de la historia, que en realidad es un historiador objetivo, casi un notario, que busca la precisión. Yo necesitaba absolutamente a este segundo narrador. Hasta que no entendí que era imprescindible, no pude resolver el libro. Necesitaba a alguien que hablase con distancia, con frialdad, que hablase de mí en tercera persona, que me corrigiese, para abordar algo que es absolutamente personal, íntimo: la historia de mi propia familia, del símbolo de la adhesión de mi familia a una causa equivocada. Ahí, en El monarca de las sombras, es muy visible esa tensión entre la historia y la ficción. Uno no puede inventar, utilizar la fantasía –y lo dice– y el otro la usa en mayor o menor medida, se puede tomar libertades. En otros libros se da de otra manera esa conciliación entre la verdad literaria y la verdad histórica. Por ejemplo, en El impostor están, por un lado, todas las mentiras de Enric Marco, por otro las verdades que desmienten sus ficciones, y hay un combate. Esto lo estoy pensando ahora, pero en El monarca hay una armonía, un diálogo civilizado entre la historia y la ficción, en cambio en El impostor hay una batalla campal. A ver: yo creo que existe la verdad y, por otro lado, que quien crea poseerla es un fanático o un idiota, o ambas cosas. La verdad, en gran medida, es la búsqueda de la verdad. Uno busca encarnizadamente la verdad, sabiendo que existe y que al final se nos va a escapar. En esa búsqueda está la verdad: sabemos que ella está ahí, pero ¿quién eres tú y quién soy yo?: eso se nos va a escapar siempre. Es demasiado complejo y nunca lo apresaremos del todo. Cuando era posmoderno me agarraba a Borges, y ahora que no lo soy también me agarro a Borges.


Vivir sin titulares

–En Buenos Aires, hace unos meses, los amigos de la revista Panamá te preguntaron sobre política española y dijiste algo así como que preferías los períodos de pocas noticias, porque en ellos se avanzaba realmente.

–Sí, en política soy partidario de un aburrimiento suizo o, como mínimo, escandinavo. A mí me encanta la épica en los libros y las películas, pero en la realidad la detesto.

–Este período, en España, es de grandes titulares.

–Son tiempos en que hay gente que siente nostalgia de la épica. Es inevitable. La gente se cansa de vivir de manera razonable, pacífica. Es Eros y Thanatos. Teóphile Gautier dijo: “Antes la barbarie que el aburrimiento”. Creo que es una de las frases más bárbaras que existe. Lo que te permite ser suizo o escandinavo es que la pasión la pongamos nosotros. En los libros, en la música, con los afectos, los amores, los desamores. Que nos dejen tener las pasiones que queramos, que no nos impongan las pasiones y la diversión desde afuera. La vida social tiene que ser totalmente aburrida. Ya pondremos nosotros la diversión.

–Cuando eras niño, tu familia se trasladó desde Extremadura, una de las zonas más pobres del país, a Cataluña, una de las más prósperas. Y formaste tu propia familia allí. Es un trayecto que hicieron cientos de miles.

–Yo soy catalán. Mi lengua también es el catalán, en mi casa se habla catalán. Y soy pesimista. Creo que hay personas que han decidido provocar una situación imposible. Esto se viene preparando desde hace mucho tiempo. Me siento decepcionado, engañado y traicionado. En Cataluña hay unos gobernantes que han mentido a mansalva, que han usado el dinero para sembrar la discordia. Cuesta mucho tiempo construir la concordia, pero la discordia se crea con una facilidad asombrosa. Son enormemente irresponsables e ignorantes. Me preocupa que fuera de España no se entienda lo que está pasando.