El punto de partida puede parecer a priori insignificante para la mayoría de los espectadores. Hace 136 años, en 1881, se quemó un molino en el pueblito de Nueva Helvecia, en Colonia. Los motivos del incendio nunca se aclararon: capaz que fue incendiado por el dueño para cobrar el seguro, porque al negocio no le iría tan bien como parecía. Hay una versión más novelesca y más popular: el molino fue quemado para ocultar los rastros de un crimen pasional, ya que en los días siguientes al incendio apareció muerta la mujer del molinero (o del capataz) y el capataz se suicidó. La historia tiene otros condimentos, algunos verosímiles y otros sobrenaturales (los niños disfrutan asustarse mutuamente al compartir relatos sobre el fantasma de la mujer que supuestamente merodea las ruinas).

Sobre estos hechos, el documental El molino quemado cuenta y aclara apenas un poco más que lo que resumí arriba. No es una investigación policial tardía, ni una disquisición sobre el femicidio, ni la revelación de algún complot, sino tan sólo versiones de una pintoresca y centenaria leyenda pueblerina. El asunto de la película, dirigida por Martín Chamorro, Micaela Domínguez Prost y Cecilia Langwagen, no es tanto el molino, sino la forma en que un hecho como aquel, ocurrido en 1881, tiene una gran presencia en el lugar. Todos lo conocen, hay excursiones a las ruinas y un guía, se estudian los pormenores, en 1920 se publicó una novela –también con el título El molino quemado– que ficcionaba una de las versiones de la leyenda, y el hotel hoy abandonado donde se alojó el autor de aquel libro (el argentino Antonio Soto Boy) es mostrado por el guía como un lugar histórico.

Ese aspecto, a su vez, no es sino el emblema o el eje en la observación de Nueva Helvecia, un pueblo que tiene la peculiaridad de mantener, quizá más que ningún otro en la región, el apego por la cultura de sus fundadores (en este caso, mayoritariamente suizos alemanes). La música, la comida, los trajes típicos, las fiestas, las banderas y escudos de distintos cantones suizos, los árboles genealógicos son mencionados por los lugareños con orgullo y entusiasmo, y también, en algunos casos, con cierta distancia e ironía (que no necesariamente anula el involucramiento personal).

Tiempo para ver y escuchar

El documental no tiene voz objetiva: salvo por alguna rara ocasión en que se escuchan las preguntas fuera de campo del entrevistador, todos los parlamentos proceden de los entrevistados: niños, adultos “comunes”, el guía turístico, algún veterano estudioso. Imposible no sentir cariño por ese pueblito prolijo, ordenado, donde los habitantes están tan compenetrados con el cultivo de ciertas costumbres o el estudio de pasos de danzas tradicionales –y no sólo los veteranos, los jóvenes y adolescentes también–. La película no es mordaz, pero sí levemente irónica y sinceramente curiosa. Ya al inicio se apilan las pequeñas contradicciones tenuemente surrealistas: el sonido de un corno alpino contra los uruguayísimos y chatos paisajes camperos, con algún gaucho incluido; la esquina de las calles Frau Vogel y Sarandí. La cumbre debe ser la fiesta patria, en la que vemos a toda esa gente rubia con facciones europeas y trajes tiroleses cantando el himno uruguayo.

La narración transcurre a un ritmo paisano, tranquilo. Cuando vemos un paisaje tenemos tiempo de apreciarlo, de mover los ojos para recorrer distintos puntos del encuadre, de suspender el pensamiento para acompañar la belleza del ir y venir de una bandada de pájaros, o de escuchar la riqueza del sonido de los bichos y de la brisa o del agua. El excelente trabajo de Joaquín Papich en fotografía y de Agustín Chappe en sonido son esenciales para ese efecto de viaje, de estar ahí explorando y curtiendo el lugar, sin prisa. Igual de tranquilo es el montaje de las entrevistas, y es una felicidad ver un documental que les concede tiempo a las ideas, a las expresiones, a los modos de decir, a los silencios y titubeos, sin esa especie de histeria temerosa de que el público se vaya a aburrir –es al revés, disfrutamos más porque lo que se dice llega a tener algún sentido, y porque se produce esa cercanía con los entrevistados que termina llevando a que nos importen más–.

Los asuntos van siendo introducidos en forma casual, como en una conversación. El tópico del molino se va desvelando de a poco, pero la película se aparta muchas veces de él para hablar de otros aspectos de la colonia suiza, su historia y las inundaciones, y se entretiene en unas fimaciones súper 8 de hace algunas décadas. Ese formato aparentemente caótico es la interfaz coloquial e informal de una película que, en realidad, es bastante ordenada. El poema que suena en voz over al inicio, y que en ese momento no se sabe qué es, va a regresar al final, contextualizado y explicado. El corno alpino se hará desear también, pero luego de haber coloreado la banda sonora en dos o tres ocasiones finalmente llega el plano en que lo vemos. Los planos paisajísticos, con el horizonte recto abajo de la mitad del encuadre, funcionan en el discurso como un refrán variado, además de constituir puntos de articulación.

A su vez, esos asuntos se enganchan unos con otros mediante asociaciones de distinto tipo. En una ocasión, el guía cuenta una de las versiones de la leyenda, y termina con una alusión al caballo de la víctima. El siguiente plano muestra un caballo en el campo, que es simultáneamente una ilustración de lo dicho y uno más de los aspectos pintoresco-paisajísticos que sirven como puntos de articulación entre secuencias. El siguiente plano nos presenta una hoguera enorme que, por contigüidad, puede traer a colación lo que seguramente habría sido el siguiente elemento –no dicho– del relato del guía, o sea, el famoso incendio de 1881. Pero la hoguera que vemos integra algún tipo de festejo local que incluye disparos de rifles, y eso abre una breve sección dedicada al culto a las armas de fuego por parte de los lugareños.

Pinta tu aldea...

Hay una poética sutil en lo que se muestra y lo que no: un personaje mira y comenta una ilustración y tenemos que inferir lo que está mirando, sin llegar nunca a verlo. El molino del título sólo se ve en fragmentos, nunca tenemos una noción de la apariencia global de la ruina hasta el final de la película, cuando lo vemos entero por única vez, como si se hubiera terminado de armar un rompecabezas. Debido a esa estructura entre rigurosa (ordenada) e informal (amena, impredecible), El molino quemado fluye muy bien, y logra eso de que un asunto “chico” gane resonancias más significativas. Con las películas solemos tener una exigencia de excepcionalidad, pero esta es de las que logran esa sensación gratificante de dimensionar la pequeña excepción, de extrapolar la experiencia cotidiana a una reflexión más universal que, sobre todo, esos dos veteranos entrañables que son Omar Moreira y Eduardo Bertinat ayudan a explicitar, con sus sabias frases sobre el sentido del pasado, del recuerdo y de la nostalgia, y sus posibles vínculos con el futuro.

Supongo que estas virtudes han sido el motivo de la buena recepción por parte del público que este documental viene logrando. Luego que se discontinuara la exhibición, ayer regresó a la cartelera, aunque sólo cuatro días más, hasta este domingo.

El molino quemado, dirigida por Martín Chamorro, Micaela Domínguez Prost y Cecilia Langwagen. Uruguay, 2017. Auditorio Nelly Goitiño, sala B.