Entre los muchos álbumes importantes de rock cuyos respectivos cincuentenarios se han ido cumpliendo este año, los medios de comunicación han destacado sobre todo aquellos que se reeditaron en versiones remasterizadas y ampliadas, pero hay otros que no recibieron ese tratamiento especial (básicamente porque ya habían sido relanzados en varias ocasiones anteriores) y no por ello pueden pasarse por alto en una historia básica del género. Por ejemplo, Disraeli Gears, del trío Cream, integrado por el guitarrista Eric Clapton, el bajista Jack Bruce y el baterista Ginger Baker, que se puso a la venta a comienzos de noviembre del mágico 1967.

Drugs & rock ’n roll

En aquel año se combinaron varios procesos de cambio, que se venían gestando en el marco de la legitimación de la cultura juvenil y del rock como una forma de arte que tendía a verse además como algo progresivo, en el sentido de que los músicos fueran avanzando con cada obra.

El hecho de que The Beatles, hartos de que los fans gritaran todo el tiempo durante sus espectáculos, hubieran decidido abandonar las giras para dedicarse por completo a la composición y la grabación en estudio, contribuyó a jerarquizar los discos long play, de unos 45 minutos en promedio y más adecuados para presentar obras complejas, que comenzaron a venderse más que los “simples”, con una canción de cada lado. El enorme espacio vacío que dejó la retirada de los escenarios de The Beatles fue ocupado por otros artistas convencidos de que podían desarrollar propuestas avanzadas sin renunciar a la energía de la interacción directa con el público.

La llegada a Inglaterra del estadounidense Jimi Hendrix puso la vara mucho más alta, en términos técnicos y de espectacularidad sobre el escenario, para todos los héroes de la guitarra británicos (algunos de los cuales, como el magnífico Jeff Beck, pensaron seriamente que quizá debían dedicarse a otra cosa) y entronizó el formato de power trio con guitarra, bajo y batería, para la búsqueda de un rock más potente y audaz, que mantenía fuertes raíces en el blues pero se alejaba de sus formas más acústicas y folclóricas, antes idealizadas por los puristas blancos. Era una música con mucho espacio para la improvisación, que exigía altos niveles de destreza en el manejo de los instrumentos, al prescindir esos tríos del soporte armónico y rítmico de una segunda guitarra o un teclado.

Y además, por supuesto, la palabra clave de 1967 era “psicodelia”, un término de origen farmacológico que aludía sin disimulo al deseo de “despertar” los sentidos mediante experiencias intensas, incluyendo, como todos sabemos, el uso de drogas por parte de los músicos (aunque no todos los artistas asociados con aquella movida las consumían, y no hay evidencia de que alguno de ellos haya logrado por esa vía resultados más innovadores o interesantes) y por muchos de los espectadores.

La psicodelia no sólo atravesó ese año el sonido de The Beatles y The Rolling Stones, y el de los dos primeros discos de Hendrix, Are You Experienced? y Axis: Bold as Love, sino también el sonido acústico y precursor de la world music de The 5000 Spirits or the Layers of the Onion, del dúo The Incredible String Band; el rock denso y desmesurado de After Bathing at Baxter’s, de Jefferson Airplane; el sinfonismo melodramático de Days of Future Passed, de The Moody Blues; el folk-rock politizado de Electric Music for the Mind and Body, de Country Joe & The Fish; la mezcla de rhythm and blues con Bach de “A Whiter Shade of Pale”, de Procol Harum; los ambientes oníricos y algo jazzeados de Mr Fantasy, de Traffic, y –por último pero no con menor importancia– The Piper at the Gates of Dawn, el debut de una banda llamada Pink Floyd. Además de Disraeli Gears, claro.

Un supergrupo o dos

Los integrantes de Cream se habían formado en el seno de una movida dominada por admiradores británicos de la música afroestadounidense como Graham Bond, John Mayall, Alexis Korner y Cyril Davies –Clapton en el entorno más blusero; Baker en el más relacionado con el jazz, y Bruce a medio camino entre ambos–, y los tres se habían destacado como virtuosos en sus instrumentos y grandes improvisadores (lo que fue acompañado por una creciente popularidad en el caso del guitarrista, cuyo pasaje por la banda de Mayall fue motivo de la muy citada frase “Clapton es Dios”).

Su primer disco, Fresh Cream (1966) había causado un gran impacto, con un blues eléctrico que se apartaba bastante de lo tradicional, dejando de lado los intentos de imitar el canto de los negros estadounidenses (sobre todo Bruce, cuyo uso de la voz siempre fue singular y tan excéntrico como su forma de componer), al igual que los de sonar como las bandas de Muddy Waters o Howlin’ Wolf, pero no hacía prever lo que seguiría.

Rápidamente se pudo ver que en Cream convivían, no siempre en paz, dos grupos muy distintos: el de las presentaciones en vivo, centradas en el blues pesado, con alto voltaje, largas improvisaciones y despliegues de pirotecnia instrumental, en las que Baker, Bruce y Brown se desafiaban entre sí –en el marco de una banda en la que nunca se aceptó que hubiera un líder–, pero a la vez lograban, de ese modo, sacar lo mejor de cada uno; y el del estudio, donde grabaron canciones delicadas o casi experimentales en una gama estilística mucho más amplia.

Esa tensión se manifestó, después de Disraeli Gears, en el armado de sus dos álbumes siguientes (Wheels of Fire –1968– y Goodbye –1969–) como combinaciones de registros en vivo y en estudio, pero el disco de 1967, que es considerado el mejor de su carrera relativamente breve, es otra historia, y lo más parecido a una síntesis que lograron antes de que el desgaste de las giras y del choque de egos los llevara a separarse.

Surco a surco

La intensa agenda de presentaciones en vivo del trío en Estados Unidos les dejó apenas unas pocas sesiones de trabajo (tres días y medio, según participantes) para Disraeli Gears en los estudios de Atlantic en Nueva York, aunque con la compensación de tecnología con la que no habían soñado en Inglaterra, y de la presencia decisiva, como productor, de un joven talentoso llamado Felix Pappalardi.

Este, por ejemplo, decidió pedirle a su esposa, Gail Collins, que escribiera una nueva letra para el tradicional “Lawdy Mama”, y a Clapton que agregara nuevas pistas de voz y un solo al estilo del blusero Albert King. El guitarrista cumplió a tal punto que ese solo es casi una reiteración nota por nota del de “Crosscut Saw”, que había sido lanzada como simple por King el año anterior, aunque con un tono en la guitarra que Clapton convirtió por un tiempo en una de sus marcas de fábrica, logrado llevando al máximo los agudos con las perillas de una Gibson SG y usando un amplificador Marshall a todo lo que daba.

Así nació el tema “Strange Brew”, que muestra desde el comienzo la –precisamente– “extraña mezcla” de blues y psicodelia que caracteriza al disco. El canto, en registros agudos y con armonías un poquito extrañas, no podría ubicarse más lejos de Mississippi o de Chicago, y la letra –con elegantes toques literarios de fantasía y nonsense que se acentuarían en otras canciones– también se distanciaba de los tópicos del blues, y sonaba muy británica aunque hubiera sido escrita por una estadounidense.

Después venía nada menos que “Sunshine of Your Love”, un clásico instantáneo compuesto por Bruce y su habitual letrista, el poeta Pete Brown, con algunos aportes de Clapton, cuyo riff (expropiado a The Kinks) es difícil que algún aficionado al rock desconozca, engalanada por un solo de guitarra perfecto y por una mezcla virtuosa de técnica e imaginación por parte de Baker, que no sería su único momento de lucimiento en el disco.

“World of Pain”, de Pappalardi y Collins, y “Dance the Night Away”, de Bruce y Brown, llevan el disco hacia territorios más líricos, con intención poética en los textos y, nuevamente, grandes desempeños instrumentales. Lo que era el “lado A” del disco termina con la canción más floja, “Blue Condition”, de Baker, que combina una letra de poco vuelo con el canto insípido del baterista y, para peor, transcurre en forma monótona, sin ningún motivo de interés musical.

Al comienzo de la otra cara del disco ocurría todo lo contrario con “Tales Of Brave Ulysses”, con música de Clapton y letra de Martin Sharp, responsable del arte de portada. Un texto misterioso en torno a La Odisea y una música tremenda, en la que Clapton muestra que había llegado a dominar el pedal wah-wah en un nivel similar al de Jimi Hendrix, y los otros dos músicos no se quedan atrás. “We’re Going Wrong”, de Bruce, es inclasificable, con una melodía marciana y un uso de la voz como de bel canto por parte del bajista; por debajo hay un trabajo no menos extraño de Baker, y por encima, una guitarra en plan psicodélico. No menos psicodélico que “SWLABR”, de Bruce y Brown,, cuyo título –se supo después– eran las iniciales de “She Was Like a Bearded Rainbow” (ella era como un arcoíris barbudo”); enérgica, sincopada y con brillo instrumental de los tres, en cierto modo un final anticipado de lo que venía siendo el disco, porque los dos animados temas siguientes, el cover “Outside Woman Blues” y el antibélico “Take it Back”, están muy bien tocadas pero son bastante más convencionales. El álbum termina, como una especie de chiste, con “A Mother’s Lament”, una cancioncita de music-hall sobre una madre cuyo bebé se va literalmente por el caño, cantada al estilo de un coro de cantina con piano de fondo.

Y entonces cantó Bob

El rock psicodélico tuvo influencia mucho más allá de Estados Unidos e Inglaterra, desde América Latina hasta Asia, pero aunque muchos grupos persistieron, hasta nuestros días, en los géneros nacidos por aquellos años, el concepto de lo “progresivo” perdió pronto su relativamente breve hegemonía. El 27 de diciembre de 1967, Bob Dylan, que había permanecido en reclusión desde mediados de 1966 (pero no musicalmente inactivo) lanzó su disco John Wesley Harding, con canciones reposadas y enigmáticas, de sonoridad country y con mayor énfasis en la cohesión musical colectiva que en los solos. Una especie de paso atrás o al costado, que en 1968 dieron muchos otros músicos influyentes, desde The Band con Music from Big Pink y The Byrds con Sweetheart of the Rodeo hasta, como es notorio, The Beatles con el “álbum blanco” y The Rolling Stones con Beggar’s Banquet, entre muchos otros. De pronto, la búsqueda de lo alucinante y la obsesión por hacer de cada disco un escalón ascendente dejaron de ser criterios indiscutidos. Pero esa es otra historia.