Son tiempos extraños para la comedia stand-up en Estados Unidos. La llegada al gobierno del impresentable Donald Trump y su caterva de personajes ridículos hizo prever a muchos que se produciría una explosión de ese combativo humor unipersonal, que siempre se había levantado como un bastión de crítica y resistencia cultural ante las autoridades más reaccionarias –no por casualidad sus épocas más brillantes de los últimos 50 años coincidieron con las presidencias de Richard Nixon, Ronald Reagan y George W Bush–, pero hoy este tipo de comedia, el humor político y la comedia en general parecen reaccionar con más depresión, saturación y autocensura que ingenio y furia ante el modelo de país propuesto por el magnate de rostro anaranjado.

Los motivos son variados, pero a la hora de especular habría que tener en cuenta no sólo el bajón aún latente en relación con la burbuja de cultura endogámica que reventó sin siquiera imaginar en qué estaban pensando las mayorías silenciosas, sino también algunas características actuales algo caníbales de la franja cultural que siempre sustentó la comedia. En primer lugar hay que mencionar el exceso de arrogancia y pedantería clasista demostrada por esa mezcla de humoristas y columnistas que se ha hecho popular en el mundo entero, y que llegó a un punto de eclosión hipertrofiada en los meses previos a las elecciones estadounidenses, cuando figuras de la televisión como Stephen Colbert, Samantha Bee, Seth Meyers, John Oliver, Trevor Noah y Bill Maher se comportaban como si fueran capaces de detener el ascenso de Trump con una frase pícara o un informe en el que “destruían” al candidato republicano. El tono totalmente partidizado, autosuficiente e impregnado de un supermoralismo políticamente correcto de estos comediantes no sólo resultó bastante ineficaz para convencer a disidentes o indecisos, sino que terminó identificando a la totalidad del humor politizado con una actitud de superioridad burlona de escasa gracia y atractivo.

Ahora, si bien algunos de esos comediantes –al menos los más talentosos o mejor guionados, como Oliver y Meyers– han conseguido sobrevivir a la debacle de sus simpatías electorales y volver a ser voces relevantes e incisivas, el humor más o menos transgresor del stand-up está teniendo mayores dificultades para sobrevivir y adaptarse a una cultura de la ofensa y las políticas de identidades que, en un lapso relativamente breve, ha desarrollado instrumentos para hostigar, descalificar y desemplear a cualquier comediante que intente pasearse por el lado realmente disidente o provocativo del humor.

El regreso de Dave Chappelle –el mejor y más incisivo de los comediantes de stand-up actuales– fue recibido con un coro de quejas y chillidos amargos a causa de su supuesta insensibilidad hacia las identidades trans y el feminismo actual, sin reparar en que lo suyo no era en absoluto insensible, sino la respuesta crítica de un observador ausente durante una década y media, que opinaba sobre los cambios en la sociedad estadounidense –y, por contagio y/o exportación deliberada, en el resto de Occidente– durante ese período. Claro, la respuesta del escéptico Chapelle no les gustó a muchos que esperaban colgar de sus banderas a alguien tan talentoso y combativo, pero eso es lo que suele pasar con los artistas y pensadores independientes. Aun la comedia despolitizada del retorno de Jerry Seinfeld fue duramente criticada, no por su contenido sino porque el comediante osó cuestionar la hipersensibilidad (y el nulo sentido del humor) de los militantes universitarios, otrora núcleo duro del público de la comedia más combativa, y hoy los primeros en exigir la humillación pública y el boicot de quien satirice uno de sus temas sagrados. En ese clima, incluso un humorista tan respetado como Larry David estuvo a punto de convertirse en un paria por hacer un chiste sobre nazismo, algo que los comediantes judíos como él vienen haciendo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.

Los humoristas estadounidenses actuales parecen atrapados en una “trampa 22” en la que no se puede ganar, no se puede empatar y mucho menos se puede ser gracioso. Tan sólo se puede, si se pasaron límites, demostrar un arrepentimiento público humillante al estilo de los personajes de 1984, de George Orwell, y esperar una compasión que los tribunales de las redes y las empresas no tienen tendencia a conceder. Sí, son tiempos extraordinarios –“interesantes”, como dicen los chinos con fina ironía– para el humor y sus practicantes. Y en estos tiempos es que hay que entender la emergencia de una comedia sociopolítica tan esquiva y difícil de atacar como la de Judah Friedlander en America is the Greatest Country in the United States, nueva adición de Netflix a su extraordinaria y conflictiva grilla de especiales de stand-up de este año.

Un patriota equívoco

En relación con los pesos pesados que estaba presentando Netflix en sus especiales estadounidenses (también ha producido otros con cómicos que son estrellas en sus países de origen, pero desconocidos fuera de ellos), Friedlander parece –y es– un nombre menor. Comediante de stand-up desde principios de los años 90, su rostro se hizo popular en la metacomedia 30 Rock (2006-2013), creada y protagonizada por Tina Fey, en la que interpretaba a uno de los guionistas del show humorístico alrededor del cual giraba la serie. Ese personaje, llamado Frank Rossitano, podía confundirse con el que Friedlander interpretaba en stand-up, ya que compartía algunas de sus obsesiones con la cultura nerd y la comida, el desaliño general y las gorras de béisbol con frases llamativas. Sin embargo, Rossitano era una creación muy distinta, más vivaz, inofensiva y sobreexcitada sexualmente que el yo escénico de Friedlander, más orientado al humor político y de tono desapasionado y exageradamente altivo. Es ese Judah Friedlander de los clubs de comedia (al verdadero lo conocerán él y su círculo de allegados) el que protagoniza America is the Greatest Country in the United States –nombre que contiene un juego de palabras intraducible sobre la costumbre de los estadounidenses de denominar “America” a su país– y no el más inocuo y tonto Frank Rossitano, y es también la primera oportunidad real (a los 48 años) del artista de exhibir su comedia unipersonal en forma masiva.

El espectáculo, selección de varios shows recientes de Friedlander –algo que la edición hace evidente, y ni siquiera fueron realizados en el mismo lugar, aunque él esté vestido exactamente igual (incluyendo una pringosa gorra que hay que tener valor para volverse a poner)–, parece ser una depuración de materiales que está manejando desde hace años, bastante atemporales más allá de la relevancia específica de su contenido irónico. El estilo escogido para decir sus parlamentos (su delivery) parece al comienzo una copia con papel carbón del ritmo deliberadamente inexpresivo (deadpan) del legendario, influyente y tan imitado como inimitable Steven Wright, un comediante de stand-up de escasa pero deslumbrante obra, que se volvió uno de los principales humoristas del siglo XX mediante chistes de una frase (oneliners) de espíritu absurdo, efectividad permanente y una rara poesía. Friedlander comienza soltando con la voz más neutra posible unos oneliners absurdos (“estoy escribiendo un libro de autoayuda para árboles. Se llama Cómo no convertirse en un libro”) efectivos pero tan similares a los de Wright que se acercan a la parodia. Pero al igual que Patton Oswalt en su reciente especial Annihilation, que comenzaba con unos chistes políticos sobre Trump sin nada que ver con la temática posterior del show, Friedlander hace un falso comienzo con esa imitación/ homenaje, para luego asumir un personaje que creó hace más de una década y cuyo nombre está impreso en la remera que usa en los shows filmados para este especial: el World Champion (campeón mundial), esencialmente un patriotero conservador y white trash que se jacta de todas las cosas en las que Estados Unidos es el “número uno”, aunque sean estadísticas tan lamentables como la mayor cantidad de víctimas de armas de fuego, el número de países invadidos por error o los escasos días de licencia maternal. El recurso ambiguo de presentar a un personaje reaccionario para hacerlo decir disparates risibles es uno de los más antiguos del humor político satírico-progresista, pero Friedlander, como nuestro compatriota Carlos Tanco, aprovecha esa ambigüedad para introducir algunas observaciones más controvertidas. A pesar del blanco y negro escogido para la estética visual, y de que el concepto general deja pocas dudas acerca de dónde está parado políticamente el comediante, su punto de vista no es el del progresismo moralista, partidario y propenso a la diatriba que se ha generalizado en la comedia política de su país, sino que deja un buen lugar para lo absurdo y lo contradictorio, como cuando, luego de elogiar la legalización del casamiento gay en Nueva York, dice tener sensaciones encontradas ante sus festejos, ya que odia los arcoíris porque “discriminan a los daltónicos”. El sistema sobre el que estructura sus chistes es bastante original: casi todos surgen de preguntas que le hace al público sobre su procedencia (comparando características de su propio país o estado con las del interrogado), o de problemas a los que el público le sugiere que proponga una solución. Algunas de las respuestas del imperturbable Friedlander seguramente deben haber sido improvisadas, pero da la impresión de que tiene un repertorio de frases y opiniones lo bastante amplio para decir rápidamente algo gracioso, generalmente con inventiva e inteligencia, sobre cualquier tópico o cultura.

La densidad y cantidad de los chistes es enorme, y con el desapasionado y poco teatral carisma del comediante, America is the Greatest Country... puede resultar un tanto extenso en su hora y media (una duración algo excesiva para un show de stand-up si no se es Richard Pryor), pero el número de buenos y agudos momentos es suficiente para hacer recomendable este especial, que involuntariamente también es un buen ejemplo del equilibrio y distanciamiento necesarios para hacer humor social en una sociedad que está perdiendo la capacidad de reírse de sí misma, o de dejar que alguien lo haga.

America is the Greatest Country of the United States, dirigido e interpretado por Judah Friedlander. Netflix, Estados Unidos, 2017.