Todo lo que puede decirse de Concha Buika se prefigura en la separación de esos dos incisivos que brillan, irreverentes, cada vez que abre la boca. Es como si para tanta sonrisa hubiesen faltado más dientes. De separaciones y perfectas imperfecciones está hecha la vida de Buika –hija de guineanos de la etnia bubi, que llegaron a Mallorca como exiliados políticos–, que sacudió el mundo del flamenco con una voz capaz de abarcar un sinnúmero de géneros y de lenguas, porque habla el lenguaje universal del hambre. Artista nómade, compuso un disco dedicado a Chavela Vargas, tocó con Chucho Valdés y grabó el tema más insigne de la película La piel que habito (Pedro Almodóvar, 2011). Sobre esto y cómo vivir “jodida pero contenta” hablamos con la cantante, que el viernes 10 a las 21.00 presentará su disco Para mí en el teatro El Galpón.

–Tus últimos años los has pasado en gira. ¿Qué recordás de la última vez que visitaste Montevideo?

–Perros en la calle. Muchos perros en la calle. Me gustó mucho ese detalle, la verdad, y sé que muchos de las asociaciones protectoras de animales se van a enfadar con mi comentario, pero desde hace mucho tiempo, no sé por qué, en las ciudades no quedan compañeros; ni pájaros, ni perros, ni gatos, ni nada. Sólo quedan perros de dos patas.

–¿Cierta desregulación te hizo acordar un poco a tu infancia en Mallorca?

–Pues sí que me hizo acordar bastante. Y la luz, una luz muy bonita, muy cálida. Veníamos de Argentina la primera vez, que es cuando las cosas realmentte impactan, y lo que noté es la diferencia de sonido. Una ciudad silenciosa, la gente no grita. Nadie te habla por más de cinco minutos seguidos, esperan tu respuesta.

–¿Extrañás el silencio?

–A ratos, pero no, no lo extraño, porque soy música. Todo lo que suena para mí está genial, el ruido es simplemente una base para ordenar en mi cabeza, para componer nueva música. El ruido somos nosotros, y no puedo quejarme de lo que somos. El silencio, dentro de lo que es mi concepto, es que desaparezca todo lo que no te gusta como suena.

–¿Qué es lo que no te gusta?

–La falta de elegancia. Eso me parece un ruido negativo y horroroso.

–Has comentado varias veces que con una familia africana tan numerosa, no existe una palabra para el silencio. ¿Conservan algo de la tradición bubi?

–¿Sabes lo que pasa? Mi mamá es muy religiosa, y para protegernos nos dio una educación formada en tradiciones muy antiguas, eso de no extralimitarte, hacer lo que te dicen el cura y el alcalde. Ella nos decía: “¡Niñas, las bragas limpias, porque si te caes por la calle, tienes un accidente y te llevan al hospital, el médico no es culpable de que seas una guarra!”. Por otra parte, resulta que los africanos son de tradición oral, van contando de generación en generación, con toda la fantasía que eso implica. Y tanto mi madre como mis tías intentaban educarnos dentro de lo que ellas recordaban de nuestra tradición, así que puedes imaginarte que aquello fue un batiburrillo de locura.

–¿Ahí se preparó la mixtura de lo que es tu música?

–En realidad, no sé exactamente cómo se hizo el cóctel. Siempre que me preguntan, respondo: esto es el resultado de lo que hicisteis, conquistadores. A raíz de lo que hicisteis salieron monstruos como yo, ahora no me vengas a preguntar por qué soy así.

–Con una madre que tenía que trabajar tanto, y tantos hermanos, siempre me pareció raro cómo todos lograron carreras y reconocimiento en el campo de las artes.

–Todos menos mi hermano mayor, que es alcalde, está más loco que una cabra. No sé qué hicimos mal, es la oveja blanca de la familia. El tema es que mi papá [Juan Balboa Boneke] era escritor y poeta, y a la vez trabajaba en el Banco Central de España. Ahí había un clic de locura muy extraño, él tenía el corazón muy dividido. Mi madre iba para monja y estaba de interna hasta que mi padre prácticamente la secuestró. Entonces, tuve una madre muy espiritual, muy de eso de ser siervos del señor, y un padre totalmente revolucionario: una locura. Además, él se fue cuando yo tenía nueve años y nunca más lo volví a ver. Creo que ese ambiente en la infancia fue muy rico, porque me dio todo un marco de información, desde la izquierda más izquierda hasta la derecha más derecha. Pasando por todo ese abanico de sentires, crecí en un ambiente duro y difícil, pero muy rico.

–¿Extrañás la España del destape?

–Pero, cariño, la España, la Uruguay, la Chile, la Estados Unidos... ¡Éramos más viscerales! No éramos: somos más viscerales. Ahora gastamos más dinero en disfraces que en vivir la vida.

–Hay, en lo que decís, una creencia en que las cosas funcionen aunque estén rotas, de una forma más auténtica.

–Nada funciona del todo bien, pero esa es la razón por la que seguimos. Cuando todo funciona uno se sienta, se relaja, se toca los cojones, mira el techo... y así no funciona nada, por eso tenemos que seguir. No es que las cosas tengan que estar rotas: tenemos que repararlas, para eso estamos aquí. Tienes que tener en cuenta que a veces la gente más inteligente es la que jode al mundo. A ver, voy a corregir la frase: por regla general, la gente más inteligente es la que jode al mundo, y luego venimos los tontos y tenemos que arreglarlo. Es la gente más inteligente, con muchos estudios y muy preparada, la que toma las decisiones que acaban con que estallen bombas. Nosotros, con nuestro trabajo diario, con nuestra empatía diaria, poquito a poco vamos arreglando la cosa. Por eso es muy importante que todos hagamos lo que estamos haciendo y lo hagamos bien; el panadero, el que arregla la luz, la cantante, el periodista, con cada esfuerzo que hacemos arreglamos un poco el problema creado por la falta de empatía que a veces tienen las personas de alto copete.

–En otra entrevista habías dicho que componés para no odiar, ¿cómo entendés esa dimensión del odio?

–Todo eso viene de la quietud. El drama viene de quedarse quieto, de comerse la cabeza. La soledad viene de no tener ideas, de la falta de empatía hacia los demás, del ensimismamiento en el drama de “¿por qué a mí me tiene que estar pasando esto?”. Es que si no te pasa a ti, le pasa a otro, y ese otro ¿quién es?: eres tú. Para el otro, tú eres el otro, así que da igual.

–El desamor, la soledad, la nostalgia... son todos tópicos recurrentes del flamenco, y sin embargo parecés, al menos emocionalmente, un caso atípico en ese género.

–Es que soy una farsante. No sé qué es el flamenco, no sé qué es el jazz. A mí me dijeron “niña, ahí hay 10.000 pelas”, y yo dije “¿qué tengo que hacer?”. Lo que tengo es un instinto de supervivencia muy desarrollado, como buena hija de inmigrantes que soy. Amo a todas las patrias que me tengan el estómago lleno. Sigamos teniendo en cuenta que todo esto es consecuencia de algo de lo que no soy responsable. No tuve nada de culpa de lo que fue mi infancia, y sólo he tratado de sobrevivir. Sólo sabía que si emulaba esos sonidos, mi estómago estaría lleno. Si me dicen que es música china, dale; música de la pampa argentina, dale. He cantado en armenio, en catalán, en francés, en portugués brasileño, en mallorquín. El soldado no escoge el frente.

–Hay algo raro con tu canto y el lenguaje. En casi todos los géneros muy asociados con una lengua, como el flamenco o el tango, siempre que son cantados en otro idioma hay algo que chirría o desentona. Sin embargo, con vos eso no pasa. ¿Qué creés que sea?

–Es el hambre, papi. A mí me alimenta más el hambre que la comida. Es el ansia, es este maldito castigo.

–Has dicho en varias entrevistas que tu vida ha sido la de una tribu de mujeres. ¿Cuál es el lugar de los hombres?

–Creo que es el mismo. Tengo un discurso un poco peliagudo con toda esta guerra abierta alrededor de los feminicidios. Que sí, que una barbarie, algo que no tiene nombre. Pero con el feminismo extremo se genera esa gran culpa que pesa sobre los hombros del hombre, y estoy un poco rara con este tema. ¿Con quién nos vamos a comunicar si tumbamos al hombre? ¿Con las cabras, con los osos pardos? El hombre es nuestra otra mitad, no hay otra. O aprendemos a comunicarnos e interaccionar, o seguimos batallando en esta guerra absurda que no lleva más que a ampliar la brecha.

–Has dicho que a veces, entre recordar e inventar el pasado, preferís inventar.

–Sí, claro. Me inventé una historia maravillosa con la cual me siento muy agradecida. Por ser bubi, no soy capaz de ver el drama de la vida. Lo que quiero es jamón serrano, un buen roncito, que tu niño esté bien y ya está, no hay drama.