Sergio López, ese escritor que nunca dejó de ser maestro –y que lleva el inconfundible anillo de la abeja–, después de haber sido protagonista de los últimos 40 años de la literatura infantil y juvenil uruguaya y uno de los artífices del movimiento renovador y fermental que dio vuelta el tablero en la década de 1990, se hizo más conocido que antes por ser el autor de Anina Yatay Salas, la novela en la que se basó la película de animación Anina, dirigida por Alfredo Soderguit. la diaria fue a conversar con él a su casa del Cerrito de la Victoria, donde vive desde 1981; este es un resumen de una extensa charla impregnada de recuerdos y anécdotas. Es una entrevista por momentos conjugada en primera persona del plural, en la que Perla, su compañera de vida, estuvo presente todo el tiempo, tanto en el relato como cuidando con delicadeza cada detalle.

La excusa para la visita fue la edición, en su 40º aniversario, de Stoz, el país de los uh, aquel librito difícil de clasificar que López editó en 1977, en condiciones muy peculiares –que relata el escritor y periodista Miguel Motta en el preámbulo de esta edición aniversario–, en el apartamento 402 del Palacio Salvo, que lo acogió cuando llegó a Montevideo junto con Perla y su hijo Ernesto, chiquito y con una enfermedad severa cuyo tratamiento obligó a encarar el traslado a la capital. Stoz, que significó el inicio de López como escritor de literatura infantil y juvenil, conmovió a lectores de distintas generaciones. Esta segunda edición estuvo a cargo de El Altillo, dirigida por la incansable Beatriz Santesteban; incluye, además del texto original, numerosos testimonios que dan cuenta de su gestación en 1976 y de su recepción a lo largo de los años.

La trayectoria de López es extensa e incluye, entre muchos otros, títulos como Semana de un uh (1980) –al que el escritor le tiene particular cariño, escrito en circunstancias muy dramáticas, en 1979, cuando la salud de su hijo era muy delicada–, ¡Huákala a los miedos! (1997), Qué metida de pata (2006), al que destaca por ser “el único ilustrado con pintura no figurativa”, Diógenes no quiere ser ratón (2008), Leyendas del ñacurutú (2009), ¿Y esto qué es? (2012) –con el que ganó el premio Bartolomé Hidalgo en 2013–, Don Gato abre ventanas (2014), y el reciente El misterio del monte celeste, en dupla creativa con el ilustrador Alfredo Soderguit.

–Vamos a empezar con esta edición por los 40 años de Stoz, el país de los uh. Me interesaba que contaras cómo fue la primera edición, que tuvo un proceso muy peculiar.

–Nosotros viajamos el día en que salió campeón Defensor. Pero era un día muy triste, porque habíamos tenido la noticia de que a Ernesto, luego de ser operado, en Salto no lo podían tratar. Viajamos en camión, pusimos unas pocas cosas y nos vinimos con Ernesto solo, porque estaba recién operado. Me prestaron un apartamento en el Palacio Salvo; era precioso, pero no tenía muebles, más que una cama de matrimonio y un placard. La llegada fue magistral. Veníamos muy tristes. El camionero, muy canchero, nos ayudó a bajar las cosas, pero yo le vi la cara cuando miró y vio luz debajo de la puerta. Abrí y lo primero que vi –lo veo ahora– es una heladera Ferrosmalt, de esas curvas, y unas diez personas sentadas en el suelo. Uno se levantó y me dijo: “Sergio, no te preocupes, no te invadimos el apartamento. Vinimos a acompañarlos”. A algunos los conocíamos, pero a otros no. Eran salteños a los que había juntado, si mal no recuerdo, Elder Silva. Luego se estableció una relación que iba más allá de la amistad. Como el Salvo era un lugar de mucho pasaje de gente, se volvió un recinto a donde llegaban personas que estaban desesperadas para pasar una noche o dos, para esconderse. Era 1976, plena dictadura. Yo estaba requerido para ser destituido; les costó encontrarme porque entré a trabajar en Primaria, y dicen que si te querés esconder conviene que lo hagas donde haya más gente, porque es el lugar donde no piensan que te van a encontrar. Me agarraron dentro de Primaria. Un día vino el militar que estaba a cargo y nos trajo como siete planes. En aquella época todavía se escribía todo a mano, y ahí tenían su proyecto de la educación uruguaya. Yo tenía las hojas que correspondían a qué iban a hacer en cuanto a la didáctica, qué iban a hacer en tales materias, qué iban a hacer con los profesores y con los maestros. Un día estaba copiando, con tinta china, y decía: “Continuar con la depuración de cerebros dentro de Primaria”. Puse el punto y dije: “Acá estoy yo”, y fue tal cual. Volviendo al apartamento del Salvo, ahí iba la gente a quedarse, a acompañarnos porque nuestro hijo estaba enfermo. Y Ernesto fue el que generó el famoso uh: yo lo tenía en mis brazos cuando era un bebito y dijo “uh”. Me quedó eso y cuando creé los personajes se me ocurrió ponerles “uh”. Le puse la hache porque, si no, con la u solita parecía que no tenían nombre; decían que eran los uruguayos mudos, pero no tenía nada que ver con eso. Cada vez que algún compañero tenía un problema con la compañera, yo le hacía una tarjeta para levantarle el ánimo y se la regalaba. O había uno que estaba contento y festejaba algo. O yo andaba muy mal y me daba un poco de ánimo con los bichitos. Los fui repartiendo, di como 60. En determinado momento, alguien se tomó el trabajo de juntarlos y se apareció un día por casa y me dijo: “Seleccionamos 32, que son las páginas que dan los pliegos. Queremos que hagas un libro”. Yo no tenía plata, pero era un libro tan poderoso desde el punto de vista afectivo, que destiné a eso lo que cobré por un trabajo que me había encargado la compañía de chicles Adams, que consistía en dibujar pájaros y por el que gané muy bien. Mandé hacer el libro y quedó perfecto, pero se equivocaron en el armado y me entregaron mil hojas de la página 1, mil de la página 2, y así hasta la 32. Me tenían que entregar el libro, por lo menos, plegado, para que yo terminara de armarlo. Entonces se juntaron todos los amigos alrededor de una mesa, que es lo que cuenta Miguel Motta en el preámbulo de esta reedición. Es un libro que me ha dado muchísimas satisfacciones. Creo que destila lo que realmente fue: una entrega de sentimientos y una búsqueda de respaldo afectivo cuando no lo teníamos, en una época muy difícil.

–Esta reedición refleja, entre otras cosas, cómo lo recibieron lectores de distintas generaciones.

–Eso fue algo que me llamó muchísimo la atención. Un día, una maestra golpeó en el Palacio Salvo y me dijo: “¿Usted es el autor de Stoz, el país de los uh? Yo soy maestra de segundo año y les leí el libro a los niños”. Y me dio un montoncito de esas hojas de Primaria que yo adoro, porque suelen tener unos tesoros maravillosos por la creación de los chiquilines. Las conclusiones que sacaban los alumnos de segundo año, con sus faltas de ortografía, conceptualmente eran superiores a las de cualquier adulto. Eso me dio una esperanza. Además, funcionó por el boca a boca. Empezaron a pasarlo en secreto, a tal punto que llegó hasta la cárcel; me enteré después, cuando salió una compañera –que además es parienta– y me dijo: “Sergio, este libro era el que les acercábamos a las compañeras que se quebraban, para que les levantara el ánimo”. Premio más grande que ese, no concibo. Ahora, cuando se cumplen 40 años, se me ocurrió reeditarlo; con un poco de humor negro, le dije a Beatriz Santesteban: “¿Llegaré a los 50? ¿Qué te parece si a los 40, que es un número redondito, sacamos una edición especial, con alguna pequeña diferencia?”. Después me di cuenta de que quedó enganchada mucha gente que para siempre va a estar en el libro.

–¿Cuándo te viniste para el Cerrito?

–En 1981. Y diez años después pusimos una librería aquí, en el garaje de casa. Primero en esa entradita chiquita que ves ahí. Se llamó Per-Zonita: “Per” por Perla, que la iba a atender, y “Zonita” porque eran, a lo sumo, tres metros cuadrados. Las maestras estaban desesperadas porque decía “personita” con zeta, sin reparar en que la había separado con un guion y había puesto “Zonita”, con mayúscula. Vinieron 50.000 niños en ocho años, y casi todos los autores de literatura infantil, entre ellos Ana María Machado, Ziraldo, Graciela Montes, Silvia Schujer, Ema Wolf. La librería nos dio muchas satisfacciones. También pasaban cosas muy cómicas. Acá todavía no había saneamiento y corrían las aguas servidas, que largaban un olor a podrido... Un día para un ómnibus de La Mennais. Invierno. Se abre aquella puerta, sale ese vapor propio de la calefacción, baja un niño, siente el vapor con ese olor a podrido, se da vuelta y dice: “Maestra, ¿dónde nos trajiste?”.

–¿Cómo consolidaste tu carrera como escritor?

–Ana María Bavosi se enteró del libro de los uh. Ella estaba en la Biblioteca Nacional, con la biblioteca infantil. Nos llamó a mí y a Susana Olaondo, y ahí fue que nos conocimos. Quería hacer una colección distinta. Empezamos a estudiar y se conformó un grupo que fue la base de lo que después sería la filial uruguaya de IBBY [por las siglas en inglés de Organización Internacional del Libro Infantil y Juvenil]. En 1990, Ana María inventó la colección Leer para Disfrutar y Pensar, de la que salieron 14 títulos, hubo libros de Susana –creo que el primero fue La tía Merelde–, de Roy Berocay estaba Pateando lunas, yo tuve Derechos de la naturaleza, En el barrio, Haciendo monadas y Cómo nacen los libros. Esa colección movilizó mucho. Después otras editoriales empezaron a ver que se podía editar en color, que era posible mejorar muchas cosas, que había gente capaz. Yo siempre edité mis errores: no tuve tiempo de estudiar, fui un autodidacta. Mi novedad fue que inventé unos libros con paginitas que eran ilustraciones virtuales: cuando cambiás la página, cambia el dibujo; con esa idea salieron Cómo nacen los libros (1992), En el barrio (1991), Haciendo monadas (1990) y La galera roja (1998). Trabajé con casi todas las editoriales. El primer contrato que firmé era de una hoja; ahora tienen un montón, pero lo más cómico es que en principio todo es a favor de la empresa. Yo he vivido todo el proceso y las cosas que hemos conseguido con Susana, con Roy, con gente que está desde el principio, luchando para modificar frases, para decir “esto no puede ser”, para ganar derechos... Participé en todos los proyectos, pero de casualidad. Los primeros libros de Ignacio [Martínez] los ilustré yo. En TAE, también. Después en Mosca, con Ana María, era el supervisor gráfico. Trabajé con Roy: hice los primeros sapos [para los libros de Ruperto] y trabajé un tiempo en su revista. Estuve en Banda Oriental; en Alfaguara, más de diez años. Con Trilce, que ganó la licitación de Diógenes. Me gustaría que vieras algo: esto [señala un maletín] lo tengo acá a propósito, no es casualidad. Vas a ver el relajo que voy a armar [toma el maletín, lo abre y de allí empieza a sacar libros]. Esto lo voy a poner aquí en el suelo. Si yo te los muestro y no te digo el nombre del autor, ¿verdad que parecen de distintos autores? Carezco de un estilo. No sé si alegrarme o entristecerme, pero lo acepté.

–Y en algún momento llega Anina.

–En 2003 llega Anina Yatay Salas, un libro que tuve mucho tiempo escrito, lo presenté y Alfaguara no le dio importancia. Pero nos pasó lo siguiente. El día que íbamos a presentar el libro fue Mirtha Palma, una compañera maestra, que desgraciadamente falleció, y tenía un grupo de niños maravillosos que me hicieron unas sugerencias divinas. En la presentación habló ella, habló la editora. Yo le había pedido a Alfredo que llevara las ilustraciones, que aparecían tan chiquitas en el libro, y él me había mandado unas grandes, preciosas. Cuando llegué, temprano, Alfredo estaba pegándolas y las dispusimos en el orden en el que aparecían en el libro. Quedamos en que iba a hablar él. Se acercó al micrófono y se quedó mudo. Vi que tenía los ojos llenos de lágrimas. Entonces dije: “Bueno, salió tal como lo habíamos preparado. ¿Vieron ese silencio? Era lo que queríamos crear, porque Alfredo es ilustrador, no tiene que hablar. Trajo las ilustraciones para que ustedes las observen y yo, de atrevido, porque amo esas ilustraciones, voy a ir contándoles”. Cuando salimos de ahí le pregunté qué le había pasado. “Lo que pasa es que este libro me caló muy profundo, tan profundo que voy a hacer una película”. Nueve años trabajó en eso. Una pasión. Esa anécdota marcó hasta dónde le había llegado. Él me hizo querer de nuevo ese libro; no es que yo no lo quisiera, pero cuando te lo hacen ver con esos ojos ajenos es precioso. Por eso yo creo que la crítica literaria, cuando es buena y cuando descubre cosas buenas desde el punto de vista literario y de la historia, y lo cuenta desde la visión del que critica, enriquece también al autor, no sólo al lector. Porque, además, no da una línea cerrada, sino que abre un abanico de posibilidades que enriquecen la lectura.