En un artículo de la revista Cosmopolitan de 1957, Steve Allen introdujo una frase sobre la naturaleza del humor que desde entonces se ha repetido mucho, atribuyéndosela a gente tan diversa como Mark Twain, Carol Burnett y Woody Allen: “Comedia es tragedia más tiempo”.

No hay tal vez una rama del humor que haya intentado ejemplificar con mayor énfasis ese concepto que la comedia stand-up. El género se basa con frecuencia en la biografía del comediante (o de su álter ego escénico, con el que suele confundírsele), y a menudo este desarrolla alguna de sus rutinas acerca de sucesos que no le resultaron para nada cómicos, o que fueron traumáticos e intenta exorcizar mediante su talento.

Son numerosos los ejemplos de espectáculos que disolvieron la frontera entre el drama conmovedor y la liberación humorística, pero vale la pena mencionar tres en los que eso produjo momentos artísticos de catarsis cuya energía es difícil transmitir en palabras. Uno fue Life’s Worth Losing It (2005), de George Carlin, su penúltimo espectáculo, realizado tras un serio quebranto de salud y dedicado casi por completo a reflexionar sobre una muerte que veía cerca (y que le llegó en 2008). Otro, Live on the Sunset Strip (1982), de Richard Pryor, uno de los shows de stand-up más brillantes de todos los tiempos y singularmente inquietante, ya que el artista dedicó un extenso fragmento a narrar algunas de las horrendas vivencias de su adicción a la cocaína –lo de “horrendas” no es de mojigato: el hombre llegó a prenderse fuego a sí mismo en un ataque de paranoia–, en un monólogo absolutamente inclasificable pero extrañamente risueño. Y por último, hay que mencionar al salvaje, irreductible y muchas veces chocante Doug Stanhope, que cerraba su espectáculo Beer Hall Putsch (2013) narrando cómo había asistido al suicidio o la eutanasia de su madre, aquejada de un enfisema pulmonar irreversible. Es decir, momentos que a priori la gente impresionable jamás consideraría un motivo legítimo de humor, y ante cuyo relato, por el involucramiento emocional de quienes lo realizan, es difícil no sentir una incomodidad algo nerviosa, que es una de las fuentes más poderosas de la risa liberadora. Gente como Carlin, Pryor o Stanhope dedicaron su carrera a tantear esos límites, y corresponde a su privacidad si usar material tan íntimo y doloroso fue un recurso explotador, exhibicionista, transgresor, catártico o reflexivo, o la búsqueda de una compañía empática, de una alquimia capaz de espantar al espanto mediante la carcajada y compartir la angustia en forma tolerable para el receptor.

A la lista de tragedias convertidas en comedia mediante el stand-up se le acaba de sumar la entrega más reciente de la notable serie de especiales con los que Netflix ingresó al género este año: Annhilation (aniquilación), el regreso a los escenarios de Patton Oswalt, un comediante brillante que nunca se destacó por el extremismo de su humor, pero que en esta ocasión decidió transitar por los límites de la experiencia personal y logró resultados notables.

Pérdida y magia

Con 48 años, Oswalt integra una generación huérfana de comediantes stand-up; demasiado jóvenes, excéntricos, introvertidos y moderados para identificarse con los desaforados transgresores de los 80 y los 90, o con la oleada combativa y politizada que emergió como respuesta a la política conservadora de los gobiernos de George W Bush. Se sumó a un pequeño grupo de coetáneos inclasificables, surgidos a principios de este siglo como una alternativa a formatos de comedia unipersonal que, con mayor o menor espíritu de confrontación, no habían variado mucho desde los días de gloria de Bruce, Pryor y Carlin. Oswalt emergió, junto a Maria Bamford, Brian Posehn, Zach Galifianakis y Eugene Mirman, como parte de un grupo de absurdistas de espíritu nerd, centrados en sus obsesiones particulares (la marihuana, los videojuegos, el heavy metal) en vez de asumir el rol contracultural y heroico de un Bill Hicks o las observaciones sociales generales de la escuela Carlin. Reivindicaban a humoristas de culto como Emo Phillips o Bobcat Goldthwait (que interpretó al delirante Zed en la serie de películas de Locademia de Policía y no por casualidad dirige este especial), y se dirigían a gente que se les parecía: universitarios más o menos neuróticos, de cultura amplia pero no necesariamente intelectuales, transgresores pero no antisociales, con gusto por el sinsentido pero no necesariamente herméticos o vanguardistas, presentándose como números de apertura de bandas de rock independientes. En cierta forma fueron pioneros –y tal vez los mejores exponentes– del sentido del humor y las relaciones culturales de los hipsters de este siglo o los millennials más adultos, de los que no fueron satiristas ni descriptores, sino más bien compañeros de ruta, un poco mayores y menos esnobs en sus gustos.

A pesar de su lugar central en este stand-up más o menos alternativo, Oswalt no pasó, como el mencionado Galifianakis, Kevin Hart o los muy sobrevalorados Aziz Ansari y Amy Schumer, a un lugar estelar en el cine o la televisión, aunque ha aparecido en decenas de roles secundarios o actuaciones de voz. Es uno de esos actores de reparto perfectos, que se destacan inmediatamente pero al mismo tiempo son rápidamente olvidables y no distraen en exceso. Bajito, rechoncho y con una voz nasal muy notoria, es muy gracioso y tiene un carisma familiar y amable que lo hace más maleable que los ocasionalmente alienados Bamford o Galifianakis, y su humor –lleno de referencias al universo de Star Wars, los cómics y el rock– suele tener un lado de observación y política algo más convencional y conectado con la realidad. Rara vez deslumbra y nunca escandaliza, pero siempre es efectivo e inteligente, y –pese a su explícita idiosincrasia progresista y de no ser particularmente transgresor o jugado en sus rutinas– ha sido un brillante polemista contra los excesos de corrección política, la policía del lenguaje y otros vicios de la cultura de la que es parte.

Esa minoritaria posición intermedia, retraída y razonable que lo caracterizaba fue violentamente sacudida en el lapso de un año por dos acontecimientos que lo sacaron de su zona de confort nerd. El primero, común a todos los estadounidenses más o menos de izquierda, fue la elección del inefable Donald Trump. El segundo, mucho más personal y también mucho más devastador, fue la muerte súbita de su esposa, debido a un problema cardíaco causado por el consumo de medicamentos recetados. Esa es la “aniquilación” a la que se refiere el título del especial.

Los primeros 30 minutos están dedicados a Trump y la incredulidad que le produce al comediante, pero este admite, como varios de sus colegas, que el absurdo diario del impresentable mandatario desactiva un poco la posibilidad de ridiculizarlo, y el shock depresivo de su triunfo aún es demasiado fuerte para volverlo muy gracioso (le falta, digamos, el tiempo y la perspectiva de la que se habló al principio). Además, el humor político no es el fuerte de Oswalt, que queda varado en algunos insultos y observaciones resignadas. No es un gran comienzo, pero luego de ese rato sin particular brillo, hace un divertido intervalo de diálogo con los espectadores de la primera fila sobre sus profesiones, demostrando sus habilidades de improvisación. Y entonces aclara que ese juego era sólo para que él y la audiencia se relajaran antes de la parte más difícil de su monólogo, acerca de la muerte de su esposa y, sobre todo, las consecuencias que tuvo en la vida del artista y de su hija de ocho años.

Pese a lo terrible de la inspiración, es una continuación lógica de lo que venía haciendo en los últimos años, al extraer –como Hart– una enorme gracia de esas anécdotas parentales que todos tenemos y que suelen ser divertidas sólo para los protagonistas. Oswalt había aprendido a reírse y hacer reír con su torpeza como padre con mucha gracia y ternura, pero aquí lo que cuenta es su lucha para manejar con su principal habilidad, el humor, esa inseguridad ante su duelo y el de su hija, durante más de la mitad de un show largo en términos de comedia. No vamos a intentar transmitir algo tan complejo y expresivo como ese trabajo, que pasa de lo desolador a lo risueño, a veces en la misma frase. Es humor nervioso de velorio, pero también un intento conmovedor de comunicación que se despega del patetismo individual y se convierte en una reflexión existencial compartible. En particular, la historia de una anciana que intentó ser afectuosa en la condolencia con resultados siniestros es uno de los mejores momentos de comedia que se han visto en mucho tiempo, y tal vez lo más gracioso –dentro del drama general– que haya hecho el comediante en toda su carrera. Annihilation es una obra (si se puede considerar una obra y no una combinación de carcajada y aullido) difícil para su autor y para el público, pero finalmente consigue una empatía instintiva, sin conclusiones. Oswalt repite varias veces algo que le decía su esposa –una investigadora de casos policiales–: “Todo es caos. Sé amable”, y de eso se trata: de cómo mantener la amabilidad, la capacidad de amar, de ser amado y de entretener al otro, en medio de la pérdida y el miedo. Es mucho más de lo que puede esperarse de algo que podría confundirse simplemente con un tipo contando chistes sobre un escenario, pero que al mismo tiempo es exactamente eso, esa especie de alquimia emocional.

Patton Oswalt: Annihilation, dirigida por Bobcat Goldthwait. Netflix, 2017.