Trabajó en una casa de cambios, como repartidor de volantes y fotógrafo de sociales, y décadas después ha logrado vivir como escritor, cantante y artista plástico: Dani Umpi es el que lanzó el disco North, versionando en inglés el emblemático Sur, de Jaime Roos; el que escribió potentes historias sobre el amor, sus contrariedades y sus pérdidas, y la fragmentación de los vínculos, siempre desde un rabioso monólogo interior que distorsiona los símbolos de la cultura popular, a la vez que interviene lo sagrado y lo profano, lo frívolo y lo trascendente. En 2003, cuando publicó su primera novela, Aún soltera, Washington Cucurto –el fundador de Eloísa Cartonera– lo ubicó como el autor que se situaba con la “magia de un equilibrista y el desparpajo de una travesti”, entre Raffaella Carrà y Manuel Puig. Desde el sexo, las modas, las discotecas y las redes del momento, Umpi trazó un mundo virtual marcado por la impronta del videoclip, una cuidadísima estructura narrativa entre juegos estéticos, graciosos y cínicos, y un incendiario relato desde el que enfrenta los sueños de la fama, el fetichismo pop y la religión (Miss Tacuarembó, 2000) o las angustias del tedio y la separación (“–‘¿Por qué te acercás a mi madre justo cuando nos separamos?’. No importa lo que respondas, no será tenido en cuenta. No digas nada. Miralo inexpresivamente. Tratá de pensar en otra cosa. Fijate si tenés la bragueta abierta”, Sólo te quiero como amigo, 2006).
Hace dos años que Umpi vive en Buenos Aires, y en estos días visitó Montevideo porque el miércoles y el jueves a las 20.00, en el teatro Solís, se presentará El vestido de mamá, musical para toda la familia del talentoso Gustavo Tarrío (que ganó el premio al mejor espectáculo infantil argentino). Es una versión del cuento de Umpi ilustrado por Rodrigo Moraes que publicó Criatura en 2011, y que propone repensar el concepto habitual de la paternidad, a partir de un niño que quiere usar el mágico vestido de su madre.
–¿Cómo fue la adaptación del cuento? Leí que se mantiene como una historia de exploración, pero también habla de la marihuana y la dictadura.
–Me encantó. Ellos [Emiliano Pandelo, Andrés Granier, Paula Beovide] alternan canciones que interpretan muy bien. Al principio, con Rodrigo no entendimos cómo al niño lo iba a interpretar un actor adulto [Pandelo], pero como es el que trabajaba en Art attack, y está acostumbrado al mundo infantil, lo hace perfecto. Y creo que las canciones no son tan infantiles. Como es una obra que utiliza lo del vestido como puntapié para hablar y debatir otros temas, se une a muchas cosas: en la obra se habla de la legalización [del cannabis], por ejemplo, y lo bueno es que también se dirige a los padres. De hecho, muchos padres no saben cómo lidiar con ese tipo de situaciones, por más abiertos que quieran ser. Y no es sólo lo que rodea al uso del vestido, porque también habla del niño, de su privacidad, de su vínculo con los amigos. En ese sentido es muy ambigua, y eso me gusta, porque los que resuelven el conflicto no son los padres: es un conflicto más del niño, y no es que ellos sean cancheros y lo terminen resolviendo. Por eso los padres están más estereotipados, y se vuelven más caricaturescos; no son piolas ni hippies que hablen de la libertad, sino que van haciendo lo que pueden, que es lo que generalmente ocurre. Es algo que comentamos con Rodrigo, y en la obra se enfatiza muchísimo más, porque se reflexiona mucho sobre el rol de los padres. También incorpora otros elementos que me gustaron mucho, e incluso aparecen unos pajarracos hablando. Si bien no participé, la siento muy cercana.
–En cuanto al personaje de Dani, ¿seguís queriendo ser un cruce entre Yoko Ono y Cris Morena?
–No sé dónde dije eso, pero es cierto, porque son dos mundos que siempre sentí cercanos. Como vengo más del mundo artístico, me interesaba lo de “las brujitas” Yoko y Cris Morena, que son un poco malditas. Son cosas que uno dice en un momento sin pensarlas tanto, y después te terminás reconociendo en eso y embanderando.
–Otra de las frases que siempre se repiten en la web es que te llevás mejor con las madres de tus amigos que con ellos.
–Eso es cierto. Es que a muchos les gusta ubicarte en un lugar, y a mí por suerte me ubican en un lugar móvil. Desde siempre me interesó el universo de las señoras; me parece muy inspirador, y yo mismo a veces soy bastante aseñorado.
–¿Cómo llegaste a tu personaje?
–Creo que fue muy consciente, y al principio lo vi como una obra: regrabar el disco Sur. Con el tiempo no me gustó mucho, porque me pareció algo muy simplista y redundante, pero ahora creo que fue un momento importante, porque a partir de esa experiencia decidí empezar a cantar y a operar con mi personaje. Entrar en otros escenarios menos legitimados fue muy liberador. Reuní todo lo que me interesaba: el personaje, trabajar desde una identidad, y la tradición drag [queen] de cantantes que crean un imaginario. Al principio, mi idea fue operar sólo desde ahí: iba a las entrevistas lookeado y decía cosas chispeantes; después lo fui abandonando, y lo del personaje y la persona fue más confuso y relajado. En la tapa del último disco [Lechiguanas, 2017], por ejemplo, estoy con una pose re maricona, pero sin peluca y casi en bolas. A la vez, es mi disco más personal, y no es tan autoparódico ni teatral. Es que soy un poco huidizo, y de hacer pocas raíces. Siempre estoy viendo algo nuevo o reinventándome. Me siento más cómodo así.
–¿Cómo te impactó que la editorial argentina Belleza y Felicidad publicara Cuestión de tamaño [2003]?
–Cuando empecé a ir a Buenos Aires con cierta frecuencia, me estimulaban mucho algunas escenas de artistas con los que me empecé a vincular, y fui muy cercano a ese circuito [de Gaby Bex y Fernanda Laguna], trabajé en la galería de Belleza y Felicidad, que fue la primera en que expuse, y se dio un muy buen vínculo. Si se hace un mapeo de esa época, se me puede ubicar junto a esos artistas, y con los de la Cartonera. Acá no sé bien cómo sería, en Argentina es más claro.
–Decís que amás las modas, los best sellers y el pop, y que todo eso ha nutrido tu obra. ¿Te siguen interesando?
–Ahora no estoy tan atento como antes. Al pop sí, porque en música siempre fui muy novelero, y quiero ver qué es lo que sale, cuáles son los discos y los productores del año. Televisión, por ejemplo, ahora casi no miro. Sí me interesan algunas cosas de la cultura popular. Al comienzo tenía una visión más camp de todo, y después me corrí un poco, pero sigo interesado en esos fenómenos, sobre todo en los artistas con intereses que conviven y a veces se contradicen, pero que de cierto modo crean un lenguaje propio. Así como soy de libertino y promiscuo en mi vida, también lo soy en mi obra.
–¿Creés que ser del interior norteño también contribuyó a esa mezcla?
–Con el tiempo me doy cuenta de que sí, porque siempre estuve muy cómodo cerca de la frontera. En Tacuarembó, a priori no parece que haya mucha influencia de Brasil, pero es muy fuerte. Y crecí mirando más hacia Brasil que hacia Argentina. El carnaval es un ejemplo claro: el montevideano siempre me pareció muy ajeno, y el brasileño me era familiar. Esa sensación de estar en la frontera está buena porque genera sorpresas. Uno está constantemente traduciendo cosas, desmitificando lo exótico, abierto a comprender otra cultura y explicarse a ella. Por eso la gente de la frontera siempre es interesante. El portuñol que se habla en el norte es muy distinto de lo que pasa en otras fronteras, y además el de Artigas es diferente del de Rivera, que es más histriónico, y del de Melo, que es más tranquilo.
–¿Qué es lo que te interesa de la “fórmula pop”?
–Es que no soy tan experimental, aunque Lechiguanas, por ejemplo, es experimental en otro sentido, porque está basado en sintetizadores y en programación, y es bastante nerd, porque todo el trabajo de ingeniería de sonido –que se hizo en el estudio de Andrés Mayo– y la producción –que hizo Jean Deon– trataron lo electrónico de una manera orgánica. Hay mucha profundidad, mi voz no está más adelante y se incluyen muchas capas de sonido. Hay cierta lujuria con las posibilidades tecnológicas de producir música, porque la producción es muy barroca. Tiene una estructura de canción pop muy identificable, con estribillos pegadizos, pero si ves la música –y esto es un trabajo de Jean– es mucho más compleja. Por eso creo que le gusta más a la gente de la música. Tiene rarezas de sonido, loops, repeticiones. Siempre tengo el afán de ser muy moderno, pero este disco tiene una dimensión mucho más poética, más personal. Y, a su vez, hace referencia al personaje de Nazareno Cruz y el lobo [Leonardo Favio, 1975], que es una de mis películas fetiche. Mi creación más drag siempre apuntó a no ir tanto a lo femenino, sino al universo de las brujas. Por eso me encanta la lechiguana, y a su vez me gustaba la referencia a las avispas, que son muy chicas, tienen nidos puntiagudos y una miel que no se puede comer porque es tóxica.
–¿Cómo trasladás el código pop a la narración?
–Ahí tampoco soy muy experimental, me gusta la creación del personaje que habla en primera persona, y siempre hay una observación de la cultura de masas y los símbolos de una época, un momento y determinado circuito. Al final, se convierte en una suerte de crónica de un imaginario. Miss Tacuarembó es un colmo de eso: emula el modo de escribir de los 90, todo es marcas y personajes mediáticos, y a su vez es una puerta de acceso a un mundo que ya no existe. Con Un poquito tarada (2012) pasa algo similar, porque era el mundo previo a Facebook; ese momento en que inventarte una personalidad en una red te permitía crear una nueva vida; ahora la red tiende a ser cada vez más fiel a tu historia y tu vida reales. También describe a toda esa generación del Fotolog, en particular su hedonismo, cómo se daban los vínculos. En eso es bastante pop, porque son cuestiones muy vinculadas con las modas y la relación frívola entre gente que socializa con ciertos códigos de la cultura mediática; es una manera de vincularse, y algo que no se va a repetir.
–A su vez, todos los personajes están marcados por el vacío existencial, viven en tensión, en crisis, paranoicos, con sexualidades frustradas.
–Sí, porque todo eso tiende a la dimensión del drama. Me gusta el melodrama, a veces, incluso, desde lo fatalista. Es ambiguo, porque hay una fascinación con eso, pero la historia siempre termina en un vacío. Y los personajes son bastante complejos. La adaptación al cine de Miss Tacuarembó [Martín Sastre, 2010] potencia el American dream, pero el libro es un barranca abajo. Creo que son novelas iniciáticas: los que no tienen un conflicto de salud, familiar, o lo que sea, reciben los primeros golpes por medio de los vínculos, y terminan descubriendo que no existen el amor romántico ni la búsqueda del éxito en determinadas modas. Para mí la adolescencia y la juventud son muy perturbadoras, y me gusta escribir sobre esos momentos. Cuando era más chico me encantaba que me contaran los conflictos entre novios, porque siempre los vi muy artificiosos. Mi historia personal no era tan así, y me enloquecían el discurso que se crea y la adrenalina con que se vive esto, generalmente de la mano de la discoteca, el levante, la droga, la socialización. Ahora es una locura, porque es todo mucho más performativo: las redes se convirtieron en el boliche virtual. Y claro que me interesan estos vínculos y personalidades performáticas. A la mayoría de las historias las veo; no soy tan creativo, sino más bien observador.
–¿Cómo vas trabajando el ritmo tan sostenido entre la oralidad y el monólogo?
–Varía, pero en general tengo una historia macro y después trabajo en las estructuras, que es donde voy experimentando. No son muy complejas, pero me interesa llegar a una voz. Ahora estoy escribiendo una novela y estoy trancado, porque me volví ambicioso y no me gustó el resultado. Pero tampoco saco un libro por año, me tomo mis tiempos.
–¿Cuándo descubriste que ser un personaje ridículo era parte de tu estrategia creativa?
–Desde el comienzo, porque me interesa pensar la creación –o la realidad– desde ciertos arquetipos. De algún modo vengo de ahí, y por eso siempre hay guiños. La figura del bufón me gustó muchísimo. También era natural, porque al ser bastante queer en mi vida, ese lugar es el que te asigna la sociedad. El puto generalmente es artista o peluquero, y a veces desde lo bufonesco. Es un lugar un poco confuso, porque intenté encontrar mi propio lenguaje. Cuando escribo, por más que trabaje el humor, me gusta la ambigüedad del momento. Estar en el impulso del chiste, por ejemplo, pero sin que nunca se concrete: eso le traslada al otro la responsabilidad del desenlace. Así, siempre estás a medio camino; puede ser algo absurdo, o torpe, o refinado. Puede ser cultura muy alta o baja. Muy cool o muy trash. Evidenciar eso está en una zona fronteriza que me interesa muchísimo como lenguaje. Con el tiempo, esto no fue tan estratégico como al comienzo, cuando siempre estaba pensando en cómo incomodar al facho y al progre; después se volvió más personal. Es que siempre fui muy mostra, y por eso aposté por las creaciones con malicia y no tan naíf; es como estar más cerca de un troll que de un trolo. Apuntaba a una creación muy conchuda, y después me relajé y fui más yo. Al final, soy un uruguayo pragmático y nihilista que nunca dejó de verse como un estudiante del interior.