Los acápites que se eligen para encabezar un texto literario siempre le dicen algo al lector sobre lo que va a encontrar en las páginas que siguen. Pero en algunos casos, como en la cita de Ferdydurke, de Witold Gombrowicz, que eligió para el comienzo de su relato Eduardo Silveyra, hay mucho más: una pista clara sobre el talante y el tono de la obra, y también una elección estética.
El baile de la yegua –por su extensión una nouvelle, como llaman los franceses al texto intermedio entre el cuento largo y la novela– tiene el humor irónico, el carácter lúdico y la saludable irreverencia propias del escritor polaco que vivió casi de incógnito por un cuarto de siglo en Buenos Aires. El autor retoma esa postura de privilegiar lo no culminado, lo imperfecto, lo inmaduro, el punto de vista “del Muchacho y del Adolescente” (tal como expresa la cita que eligió). En ese sentido, este uruguayo devenido porteño desde los 20 años es un buen discípulo del viejo Witoldo. Pero no sólo planea, en su historia de la fiesta desaforada de homenaje al Pisto –personaje que recrea en clave literaria al legendario Jorge Pistocchi, que con su revista El Expreso Imaginario marcó toda una época del rock argentino–, el genio sarcástico del autor de Pornografía y Cosmos, sino que se perciben otros dioses tutelares en esta aventura báquica, erótica y paródica.
Las reflexiones y el discurrir de quien cuenta la historia, álter ego del escritor, se emparentan con equivalentes de Macedonio Fernández. La ambigüedad entre realidad y fantasía de varias secuencias remite a las aventuras nocturnas de los personajes de Leopoldo Marechal en Adán Buenosayres. La crudeza del lenguaje y el realismo minucioso de algunos pasajes recuerda a Roberto Arlt. La capacidad de transmutar ciertos imaginarios peronistas en metáforas de valor literario convoca a Osvaldo Lamborghini. Todas estas filiaciones se pueden encontrar en el relato de Silveyra. Pero además, por su peculiar tratamiento de ciertas mitologías populares argentinas –de Carlos Gardel a Eva Perón, de “las patas en la fuente” (aludiendo al histórico 17 de octubre de 1945) al perfil “gorila” de los sectores oligárquicos y las clases medias venidas a más– se emparenta con la temática y el encare de Daniel Santoro en las artes plásticas.
En relación con esto último, es significativo el sueño de la Francesita, la joven de varios apellidos y prosapia fascinada con el Pisto y su mundo, que va a filmar la fiesta en el marco de un documental que está haciendo sobre el personaje. Ella sueña con la invitada principal de esa noche inusitada: Cristina –la acción del relato tiene lugar en tiempos de la presidencia de Cristina Fernández de Kirchner–, que se encuentra con la propia Francesita y una señora oligarca y su hija disfrazada de gorila... No vamos a contar detalles, pero sí que Cristina termina pegándole palmadas a la niña gorila y diciéndole “Eso no se hace, eso no se hace”, como Eva Perón, en un cuadro de Santoro, castigando “al niño marxista leninista”.
Más allá y más acá de referencias y filiaciones, El baile de la yegua es una ficción muy disfrutable. El autor lleva la peripecia de sus personajes con pericia del comienzo al final, planteando –aparte de las figuras centrales– un conjunto de divertidos y jugosos personajes delineados con pocos y certeros rasgos: la Violeta y la Paty, sendas amantes contradictorias del Pisto (una, hippie y ecológica; la otra, rockera punk); el eléctrico Walter, hombre todoterreno –desde recibir a los invitados a ocuparse de la parrilla con los choripanes–; el gordo Pancho, puntero político de barrio en Ezeiza; el editor, amargado y antipático, preocupado por lo que le costará la publicación de las interminables memorias del Pisto.
El homenaje, auténticamente gombrowicziano, a Jorge Pistocchi por medio del personaje del Pisto es el núcleo del relato y el motor que mueve a los personajes. La irreverencia con que lo presenta es, en este caso, la mejor estrategia para acercarse al Pistocchi real y ser fiel a su recuerdo, incluyendo la muerte entre surreal y absurda –Silveyra la califica de “carnavalesca”– reservada al Pisto (que no develaremos).
La fiesta va creciendo en intensidad y locura en ese conventillo devenido centro cultural, donde lo dionisíaco en el sentido más estricto se respira mediante la sensualidad que emana de ciertas mujeres atractivas, por los efectos del beberaje y los efluvios de las pitadas largas a los fasos de algunas plantas de marihuana cosechada en el fondo descuidado y caótico. En ese clímax es que irrumpe la invitada más célebre y esperada, Cristina, y lo hace precedida de los tamboriles del conjunto África Ruge.
Y en esta peculiar aparición de Cristina secundada por el tam tam de los tamboriles se esconde una referencia política del autor a su historia inicial uruguaya. Por detrás de esa escena está el recuerdo de una figura emblemática del batllismo en el Uruguay de la segunda mitad del siglo XX, incorporada al Frente Amplio cuando este se fundó en 1971: Alba Roballo, la carismática Negra Roballo, que era acompañada siempre en sus actos políticos por una cuerda de tamboriles.
Un tópico constante en El baile de la yegua es el erotismo. Está presente desde el comienzo, con la aparición en escena de las dos amantes antípodas del Pisto. Está en la referencia a posibles visitas de Carlos Gardel con sus guitarreros al conventillo de la calle Olavarría, a donde iba “a milonguear, tomar merca con champán y encamarse con algún changarín arrabalero después de cada actuación”. Destila en los encuentros del personaje narrador con la Francesita, pero queda latente. Se torna energía colectiva desplegándose en el fragor de la fiesta. Y llega a su culminación explotando en el tórrido encuentro sexual entre Cristina y la Francesita en el baño del conventillo. El influjo libertario pistocchiano –versión porteña del espíritu de mayo del 68– es el motor que erotiza de modo diverso a los personajes de Silveyra.
No es casual que sea el impulso de Eros en su dimensión transgresora uno de los momentos culminantes de esta historia. Los ecos de “Evita vive”, de Néstor Perlongher –reivindicando una Eva Duarte reventada–, están detrás del desenfreno de Cristina cogiéndose a la Francesita. También se respiran los aires sacrílegos de Copi. Por cierto: la Cristina real –recreada en el personaje de El baile de la Yegua– no es Evita, pero resulta algo así como su versión siglo XXI, según se explicita en un diálogo.
El autor, al igual que Daniel Santoro, se propuso recrear en clave artística esa realidad auténticamente argentina que es el peronismo, que trasciende lo meramente político y sus innegables logros en los avances sociales argentinos en su primera etapa, que ha implicado, a lo largo de generaciones, una pertenencia más emocional que racional. Pero mientras que el pintor lo hace desde la nostalgia por aquel pasado casi legendario, al que califica de “el tiempo en que éramos felices”, El baile de la yegua se ocupa del último avatar del movimiento por medio del kirchnerismo. Todo relato mítico, como bien lo enseña Mircea Eliade en El eterno retorno, vuelve en forma cíclica, y el fenómeno del peronismo no es ajeno a ese proceso, como bien lo entendió Eduardo Silveyra y lo recrea metafóricamente en esta nouvelle.
El baile de la yegua, de Eduardo Silveyra. Nova ediciones, Buenos Aires, 2017. 63 páginas. Con un prólogo del escritor Luis Bacigalupo.
Alejandro Michelena