No ocurre muy a menudo que se reedite un libro de poesía en nuestro esforzado medio, salvo excepciones dotadas más de un oportunismo “masivo-comercial” (con lo graciosas que pueden ser estas dos palabras vinculadas al género) que de verdadera pertinencia literaria. Apenas se publican los nuevos; imagínense si alguien va a tomarse el trabajo de hacer regresar algo desde la fecunda biblioteca del más allá. No, ¿para qué? Por suerte aparecen de vez en cuando esas otras excepciones, las que nunca se ven venir y tanto se necesitan, mojones olvidados de una larga tradición, piedras puntiagudas pero amables con las que está bueno cruzarse, tropezar y luego recordar que siempre se aprenden cosas de una caída. La editorial Yaugurú, una vez más, ha recuperado una obra que resulta clave en la poesía de la generación del 80 uruguaya: el primer libro de poemas de María del Rosario González (1967) a quienes muchos, o casi todos, conocen bajo el nombre de Lalo Barrubia.

Digo una vez más porque, aunque hayan pasado casi diez años, tengo muy presente la colección Rescate, que en 2008 obtuvo los Fondos Concursables para reeditar algunos libros ridículamente olvidados como La Salve multiforme, de Francisco Acuña de Figueroa (1790-1862); Se ruega no dar la mano, de Alfredo Mario Ferreiro (1889-1959); Paracaídas, de Julio Garet Más (1899-1983); y Zafarrancho solo, de Cristina Carneiro (1948), entre otros. Es curioso que este último, uno de los mejores libros que he leído en mucho tiempo –el primero de Carneiro–, haya tenido su primera edición en el mismo año en que nació Barrubia, quien 22 años después publicó su ópera prima. Una pieza llena de rebeldía, enojo, pasión, sexualidad y energía vital, que hoy retorna al paisito por la mansa carretera del pasado, luego de pasar por Malmö, Suecia (donde vive la autora desde 2001), y a la que aún le queda mucha nafta en el tanque. Hablo de Suzuki 400.

Editado en 1989 por la mítica Ediciones de Uno, el libro cuenta con fotografías de Marcelo Isarrualde que registran algunas visiones de este poema de largo aliento, fragmentado en 98 partes indivisibles y con una vigencia absoluta. A propósito, ¿cómo es posible que un libro publicado hace 28 años permita en la actualidad una lectura que escape tanto a la lógica temporal y logre instalarse con autoridad en la historia personal de los lectores sin importar la época? Es una pregunta larguísima y compleja, lo sé. Si me apuran, estoy muy cerca de aquel pensamiento que tenía Jorge Luis Borges acerca de los clásicos. Él sostenía que un clásico no necesariamente debía poseer méritos identificables, sino que se trataba de libros que “las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”. ¿Se puede decir lo mismo de un libro que estuvo tanto tiempo ausente, que tardó casi 30 años en obtener su segunda edición? Pienso que sí. Sin querer, o queriendo, muchas de las vertientes que se observan hoy en la poesía joven y emergente (y en la no tan joven ni tan emergente) parecen haber asimilado por completo el mensaje revulsivo de Suzuki 400, tal vez sin haberlo leído o sin que tuviese la necesidad de aparecer nuevamente, para reclamar un sitio en el avejentado canon de las letras nacionales. No lo precisa, porque en cierto modo el escenario de entonces espeja algunos rasgos que se observan en la actualidad: “Pluralismo, interdisciplinariedad, defensa y búsqueda de una irrestricta libertad en lo formal y en lo ideológico”, apuntó de manera certera el poeta y crítico Luis Bravo sobre la generación poética uruguaya del 80. ¿Coincidencia? No. ¿Semillas que germinan de manera invisible y que dan lugar a nuevas vertientes discursivas? Sí.

Eventos y recitales en espacios no convencionales, slams y otras manifestaciones orales aprovechan lo pluridisciplinario para amplificar las diferentes voces y enriquecerse. No hay nada “nuevo” en eso, se trata de procedimientos heredados con naturalidad de la movida contracultural ochentera y noventosa de la cual Barrubia fue parte, y no me cabe duda de que aquel conjunto de seres a menudo inspirados, alunados, carismáticos y dispersos abrieron una ruta clara por la cual han venido apareciendo muchos escritores, no sólo poetas. Me animo a pensar que cualquier panorama que pretenda estudiar las bases o influencias de la poesía joven de un tiempo a esta parte no puede pasar por alto la fructífera herencia que ha dejado la solitaria generación del 80, principalmente su vertiente más joven y verborrágica, lúdico-transgresora, erótico-desafiante, porque su impronta se percibe con nitidez. Es una hipótesis discutible, pero pienso que el canal afectivo que existe entre muchos de los actores poéticos de la generación nacida entre el 80 y el 90 (más o menos) y los de aquella generación del 80 resulta un poco menos palpable que la conexión telepática que mantienen con ellos los escritores posteriores. Mientras que unos eligieron a los mayores como sus referentes –Bravo, Roberto Appratto, Rafael Courtoisie y Eduardo Milán, por nombrar algunos–, otros se acercaron a los más huérfanos –Julio Inverso a la cabeza, Gustavo Escanlar, Isabel de la Fuente, Gabriel Peveroni y la propia Barrubia, entre otros–.

Por lo que pude averiguar, la moto Suzuki 400 se presentó en 1976 y fue uno de los primeros modelos de cuatro tiempos. Arranque eléctrico, seis velocidades, indicador de combustible y una gran caja de engranajes la convertían en una refinada máquina de la carretera. En los primeros años del siglo XX la máquina era el símbolo del progreso, la industrialización y la modernidad, junto con otros atributos que fueron acuñados rápidamente por el futurismo marinettiano: fuerza, movimiento y deshumanización, herramientas que proporcionaban todo lo necesario para dejar atrás el pasado: en otras palabras, configuraban un cambio o su hermosa utopía. En Suzuki 400, Barrubia también intenta mirar hacia adelante, mutar y asumir los retos que hay en el horizonte, no sin patentizar sus miedos y dudas: “Será que la vida nos queda un talle grande”. Pero lo hace palpando de a tramos, y la confianza poco a poco asoma, como quien escribe un texto extraído con cuentagotas desde un códice mayor, que proviene de una oralidad pensada y que va adquiriendo cuerpo, a prepo, cuando baja a la página.

Hay mucho de performático en este libro, y los recursos que utiliza la autora lo hacen notar. Retoma los caminos de la poesía visual, alterna tipografías, juega con los blancos y la duración de los versos. A su vez, la numeración de los bloques poemáticos invade al lector, enrostrándole una cuenta progresiva mientras se cuelan las imágenes de Isaurralde, ensambladas naturalmente en la propuesta como parte de un collage.

Precoz, reflexiva y sagaz, esta voz no se guardó nada y fue capaz de ver más allá de sí misma: “tenemos miedo de estar solos / y mucho más miedo de no estar solos”. No quiso mirar atrás, y la práctica poética funcionó de manera inconsciente como un verdadero acto de soltar: “y a ti / volvería a romperte la cara / si valiera la pena”, y otras veces le permitió proyectarse: “la vida siempre empieza ahora / aunque no oigas que te estoy llamando”. Finalmente, Suzuki 400 es un libro dedicado a los que se cagan de miedo, y esa declaración inicial no sólo es un signo de provocación ante la cobardía, sino también un acicate a la valentía, una formulación solidaria, un empujón para agarrar las cosas sin pensar y patear la puerta, porque es así, “no se puede vivir a medias”: subite a la moto, animate y arrancá, qué carajo importa hacia dónde.

Suzuki 400, de Lalo Barrubia. Yaugurú, 2017. 29 páginas.