Jiro Taniguchi, nacido en 1947 y fallecido en febrero de este año, es el mangaka (creador de mangas, o sea de historietas, en Japón) más prestigioso fuera de su país. Esto no quiere decir que sea el más popular, ya que mangas para público adolescente como Naruto, de Masashi Kishimoto, o One Punch Man, del artista que se identifica como One, se venden mucho más que las obras de Taniguchi, pero sí es el más apreciado por los lectores de historieta de autor. Tiene una bibliografía extensísima, y como Tomoji es uno de sus pocos libros con distribución más o menos regular en Montevideo (aunque llegaron muy pocas copias), es una buena excusa para adentrarse en su obra. En Japón, Tomoji se publicó originalmente en 2013, y fue el antepenúltimo trabajo de su vida.

En un lugar, una niña

La protagonista es una figura de la vida real, Tomoji Uchida (1912- 1967), una de las principales referentes del budismo en Japón en el siglo XX junto a su marido, Fumiaki Ito. La esposa de Taniguchi visitaba con frecuencia el templo fundado por Tomoji, y él decidió dedicarle una historieta. Para eso le pidió asistencia a Miwako Ogihara, un guionista del que en Occidente no hay más referencias que este libro, aunque su carrera en Japón ha sido al parecer larga.

El relato empieza en 1925, en una aldea de campesinos “rodeada de montes hermosos”, tal como describe el texto, en redundancia con el dibujo de Taniguchi. Ahí vive Tomoji, entonces una chica de 13 años de edad, que parece disfrutar de la relajación de la vida rural, transmitida por las delicadas ilustraciones. El día en que comienza la historia llega al pueblo un fotógrafo de 19, primo lejano de Tomoji, que queda prendado de ella al verla brevemente y que resulta ser Fumiaki Ito, con quien, como se mencionó antes, ella formó una pareja dedicada a la difusión del budismo.

Luego de esa introducción, Taniguchi y Ogihara van hacia atrás, hasta 1912, cuando nació Tomoji. Presentan brevemente a sus familiares, y a lo largo de las páginas van recreando distintos momentos de su vida, que empieza con felicidad pero que luego va siendo paulatinamente marcada por episodios tristes y algunas tragedias. A pesar de las duras condiciones en las que tiene que crecer, la niña muestra niveles de aceptación de su suerte y de madurez que pueden resultar extraños desde el punto de vista occidental, tan marcado por la concepción católica del sufrimiento.

Por la vía de la intuición

Los diálogos y bloques de texto son breves y simples, se complementan mucho con los silencios de las viñetas y generalmente remiten a lo concreto y a una suerte de clima de contemplación propio de obras que Taniguchi realizó solo.

Hay que tener en cuenta que el artista empezó su carrera a fines de los años 70 haciendo mangas centrados en el género policial, aunque con el tiempo fue evolucionando hacia otras temáticas. Al mismo tiempo, su forma de dibujar se volcó hacia una línea definida y uniforme, al puntillismo para presentar paisajes y naturaleza, y al trazado técnico para lo arquitectónico. A pesar de que se lo puede considerar, por su sensibilidad, uno de los mangakas más europeos, Taniguchi se apoya mucho, seguramente por lo que aprendió con sus primeros trabajos, en la acción y, sobre todo, en la fluidez de la narración gráfica de viñeta a viñeta, recursos característicos del manga. Esto contribuye a que, por más bucólica y contemplativa que sea la historia que narra, la dinámica nunca se detenga.

Por ese motivo, y a diferencia de lo que suele pasar en las historietas occidentales, las suyas producen una experiencia de lectura más sensorial e intuitiva que racional. Ese estilo no le impide respetar los códigos narrativos convencionales y evitar en general la experimentación: El caminante, el libro que lo dio a conocer en Occidente hace unos 15 años (con retraso, porque esa obra se había publicado en Japón en 1992), es, básicamente, la historia de un hombre común y corriente que se dedica a caminar y a contemplar. No es más que eso, poesía en viñetas, y no ha parado de tener reediciones cada vez más lujosas.

Distinto e igual

Aunque Taniguchi no sea el único autor de Tomoji, todos sus intereses están presentes y es fácil darse cuenta de los motivos por los que eligió retratar esta vida, muy probablemente parecidos a los que lo llevaron a realizar Furari (2011), sobre un cartógrafo que trazó el primer mapa preciso de Tokio midiendo las distancias con sus propios pasos. Luego de leer estas obras, uno asume que los personajes son casi álter egos del autor (o al menos es lo que uno querría imaginar).

La diferencia está en que, en este caso, el libro se concentra en la vida de Tomoji hasta su boda, es decir, en la etapa en que creció como una mujer que tuvo que hacerse fuerte por sus propios medios, en paralelo con la historia de Fumiaki. Queda de lado la vida adulta posterior de Tomoji, junto a aquel y consagrados ambos al budismo, que fue la parte más pública y conocida en Japón.

“Es el relato del encuentro entre dos personas que ven las mismas cosas”, dice Taniguchi en una entrevista incluida al final del libro. “A mi entender resulta bastante romántico, aunque sólo sea porque llevan su historia de amor de manera delicada y poco explícita, como marcaban los cánones de decencia de aquel entonces... Con cierta perspectiva, me doy cuenta de que jamás he tratado realmente el amor en mis libros anteriores”. Lo hizo a los 67 años, sobre el final de su vida, quizá sin cambiar realmente de tema.

Tomoji, de Jiro Taniguchi. Ponent Mon. España, 2016. 174 páginas.