Es un curador e investigador fundamental en el desarrollo de la conservación fotográfica en el mundo y especialmente en América Latina, donde formó a muchos de los especialistas que hoy trabajan en centros de conservación y enseñan a su vez esa disciplina. Grant Romer nació en el Bronx, y descubrió la docencia al relacionarse con un grupo de adolescentes en un barrio marginal de Nueva York. Con el paso de los años, se convirtió en el conservador del museo de fotografía George Eastman House y, dada la gran demanda de sus habilidades, en 1989 creó un conocido programa de preservación. En su anterior pasaje por Montevideo fue declarado visitante ilustre, y la semana pasada volvió al Centro de Fotografía (CdF) para participar en el Encuentro Internacional de Preservación de Fotografía Patrimonial.

Dice que a los diez años de edad ya había aprendido dos cosas importantes: que se podía ver el pasado y que existían distintas técnicas fotográficas. Ahora reconoce su obsesión por retomar la urgencia primitiva de la fotografía, a la vez que advierte acerca de la necesidad de ser verdaderos con la experiencia visual. Con gesto sereno y convincente, reafirma que cualquier cosa que permanece por más de 20 años envejece, y asegura que, por eso, en diez años se verá una nueva forma de fotografía.

–¿Cómo llegaste a enseñarle dibujo a un grupo de adolescentes?

– Estudié arte en la universidad, y en los cursos que ofrecían siempre te hacían trabajar en diseño, y después había educación en arte. En aquel momento, la verdad es que no quería ser docente, pero tenía una loca ilusión, porque era joven y me había propuesto ser artista. ¿Qué pasó? Era el tiempo de la guerra de Vietnam, y si estudiabas no te llamaban para integrar el Ejército. En un momento había tanta gente que se inscribía en las universidades para evitar el reclutamiento que quitaron el siguiente nivel al que me iba a presentar, así que estaba casi obligado a alistarme. Y esto también respondía a un tema de clase, porque los que se podían pagar la educación eran los que tenían la posibilidad de evitar la guerra. Lo que tuve que hacer fue tomar un trabajo de docente. Pero en ese momento había demasiados profesores y poca oferta de trabajo, y por eso quedaban las peores escuelas, en los barrios más marginales, de contexto crítico, con puertorriqueños y poblaciones complejas. Por eso me decían: “Mejor alistate”, pero yo les respondía que quería elegir. Hasta ese momento había una larga tradición en mi familia: cada vez que hubo guerra, mis antepasados se alistaron. Yo fui el primero en negarme. Pero cada fin de año perdía el trabajo en el que estaba, y después descubrí que esa era una estrategia para impulsarme a irme, porque si en dos meses no encontraba uno nuevo, no tenía alternativa. Fui al Consejo de Educación y me dijeron que sólo quedaba un colegio disponible, y que era mejor que me fuera al Ejército. Y yo, que soy de Nueva York, no tenía idea de dónde quedaba esa escuela. Era una suerte de liceo por el que ya habían pasado dos directores sólo un mes después del comienzo de las clases, y había dos profesores de artes: me dijeron que uno estaba loco y que el otro les pegaba a los alumnos con una regla. “¿Sos suficientemente guapo para entrar?”, me preguntaron. A los diez minutos, llegué a la clase y no había nadie. Sólo tenía dos latas de café con pedazos de crayolas, esos eran los útiles, pero claro que las crayolas sólo servían para tirarlas como proyectiles. De repente se abrió la puerta y entraron todos en borbollón. Yo había aprendido que sólo tenías un minuto para lograr convencerlos de por qué valía la pena que estuviéramos ahí; tenía que tomar la decisión correcta. Me miraron con cierto shock inicial, porque yo tenía el pelo y la barba larguísimas, tipo Jesús –algo que por lo menos allí era algo positivo–, y les dije, muy serio y seguro: “Fui enviado especialmente por el Consejo de Educación del estado de Nueva York para enseñarles a dibujar”. Enseguida cada uno sacó un lápiz y hojas, y empezaron a dibujar. A partir de aquel momento me convertí en el docente preferido de la escuela, y nunca dejé de dibujar cuando estaba en clase, porque era la única manera. Lo que les encantó fue el poder que tiene en sí el dibujo, el poder de la descripción realista de los objetos. Eso para los estudiantes era un superpoder, por eso me respetaban. A esa edad, para ellos era increíble poder representar gráficamente un objeto real. Allí fue donde recibí la última parte de mi formación. Y al final de ese año terminó la guerra.

–¿Y cómo comenzó tu interés en la historia de la fotografía?

  • Había empezado mucho antes. Mi padre era muy consciente de la historia. En 1960 se cumplieron 100 años de la Guerra Civil, que se extendió de 1861 a 1865, y había muchas fotografías de ese período. En aquella época había muchos shows de televisión y muchas revistas en las que se exhibían todas esas imágenes. Ahí aprendí dos cosas: una es que se puede ver el pasado, y la otra es que existen distintas formas de fotografiar. Descubrí cómo se percibe la diferencia entre las que fueron sacadas entre 1840 y 1850, y las que fueron tomadas después de la Guerra Civil. Se diferencian en las técnicas, en el uso de los daguerrotipos antiguos o de la técnica de albúmina. Por medio de esos cambios aprecié los distintos tipos de fotografías y comprendí las diversas técnicas visuales que se aplicaban. Y me enteré de todo esto cuando tenía diez años, aunque, claro, no estaba interesado en la fotografía, sino en lo que ella transmitía. En aquella época, con mi padre fuimos a una tienda de antigüedades y había un cuchillo enorme. Como buen niño empecé a gritar que lo quería, pero arriba del cuchillo había una pila de daguerrotipos. Y le dije: “Bueno, por lo menos conseguime uno de esos”. Me lo compró, así que a los diez ya tenía mi daguerrotipo, ya tenía un artefacto que correspondía a esa época. Y ahí pude ver de otra manera las imágenes que ya tenía. Desde lo visual era como si te involucrara más. Después fui a la escuela de arte en la época de lo abstracto y del arte pop, pero tenía un profesor que prefería un encare más realista, y con él fue que aprendí sobre el pantógrafo, sobre la cámara oscura, diferentes técnicas ópticas y posibles asistencias mecánicas de pinturas –cómo se podían agrandar, achicar o trabajar las proporciones de la pintura utilizando dispositivos mecánicos–. Sin embargo, cuando fui a la biblioteca para estudiar sobre esos temas, no encontré ningún tipo de literatura, sólo di con la historia de la fotografía. Y yo quería poder hacer daguerrotipos. Ese fue el comienzo de mi interés por la fotografía, aunque nunca recibí capacitación formal, a pesar de haber estudiado bellas artes en fotografía.

–Esta otra forma de ver la historia ¿se vincula con tu planteo de que la fotografía no exhibe “toda la verdad pero sí parte de ella”?

  • Es un tema muy, muy complejo. La invención de la fotografía fue un gran shock, porque reveló la experiencia visual de un modo más rápido y con mayor información que el dibujo. A pesar de que hubiera muy buenos artistas del dibujo, esa tecnología lo lograba más rápido y, de algún modo, mejor. Se puede decir que es más real y verdadera, pero siempre hay que definir en función de qué. Es lo mismo que cuando hablamos de lo verdadero. Cuando Jesús se enfrentó a Poncio Pilato, le dijo: “Vengo para dar testimonio de la verdad”, y Pilato le preguntó: “¿Qué es la verdad?”. Y se fue. Hay que ser verdadero con la experiencia visual, porque a veces la gente confunde la foto con el objeto fotografiado. Cuando vos observás una foto no podés leer todo lo que aparece allí; siempre hay más información que la que podemos obtener. Hay capas, capas y capas de información, pero nunca llegamos a discernirlas en su totalidad. Sólo vemos lo que estamos preparados para ver. Por medio del conocimiento y de mi experiencia, yo ya puedo ver más que la persona promedio. Es una descripción de la experiencia visual, del atributo original. La fotografía crea algo de la nada, y es realmente increíble. Hoy cualquier idiota puede sacar fotos. Y eso también es parte del atractivo. Aprendí a sacar fotografías para volver a ese estado de juego, a ese estado en que se encuentran los niños cuando están jugando y no les importa nada. Quiero volver a ese estado. No estoy interesado en el producto, sino en el proceso. La fotografía ha cambiado muchísimo, y hay una larga línea de cambios tecnológicos que se esfuerzan por repetir esa experiencia vital. La fotografía que yo conocí está muerta, y no quiero lamentarlo. Ahora los niños se dan cuenta del poder de la fotografía, y retoman esa urgencia primitiva que demostraba su invención.

–Y dentro de ese proceso visual, ¿qué fotografías deberían preservarse? O ¿qué hace buena a una fotografía?

  • La gente suele dar muchas vueltas para nunca contestar esta pregunta. Porque de hecho es casi imposible: cuando vemos fotografías, siempre hubo alguna razón por la cual alguien las tomó. Es simplemente una acción humana deliberada. Y es realmente difícil de evaluar. Lo que puede ser significativo hoy para uno puede no haberlo sido en el pasado o puede no serlo en el futuro. Y se dan todas las combinaciones: el pasado, el presente y el futuro; significativo o no, comprensible o no. Varía todo el tiempo. Por ejemplo, la fotografía se dio a conocer al público en 1839, y fueron muy pocas las tecnologías que salieron al público con una fecha específica. Ahora, casi 180 años después, las realmente especiales son las primeras, si todavía existen. Porque son sobrevivientes de una gran destrucción, y la destrucción continúa. Además de que son difíciles de mantener y requieren un tiempo para volverse cada vez más valiosas. Esas primeras fotografías son los artefactos de aquella época. Ahora no podríamos vivir sin fotografías, las utilizamos todo el tiempo. Más bien se trata de una empresa transhumana que depende de la tecnología. Y fue una tecnología disruptiva, tanto como la máquina de vapor. Hay pocas cosas con las que se pueda comparar, y en verdad no cuidamos las primeras fotos. Cualquier foto anterior a 1850 se vuelve la más preciada, y en ese caso no importa de qué se trata, ni en qué condiciones está. Si nos fijamos en la historia de Uruguay, por ejemplo, ¿cuántas podemos encontrar? Si tuvieras las de los primeros diez años de la historia del Uruguay, ¿las tirarías? Ahora todos lo podemos hacer, y lo podemos fechar. Así, el tiempo es lo que transforma la fotografía en valiosa, es el tiempo lo que le da valor. Todo el mundo, todas las instituciones, todos los gobiernos lo pueden hacer. Esa es una medida de valor aplicada. Quizá no sepamos mucho de valor real, pero podemos fijar un parámetro para evaluarlas. Cuando se hundió el Titanic y estaban los barcos salvavidas, ¿cuál fue el criterio que se utilizó?: salven a las mujeres y a los niños. Alguien podría haber gritado: “Y agreguen las fotos”. Son recursos limitados. En algunos barcos salvavidas iban hombres, y no entraron todas las mujeres y los niños. Si seguís las estadísticas, seguro que se metieron más de primera clase que de segunda. Los criterios a veces se violan, no se siguen, y es injusto. Pero lo que se utilizó es un criterio imperativo desde el punto de vista biológico. En las fotos no tenemos un imperativo de conservación de la especie. Sólo importan las primeras, y las primeras de las primeras mucho más.

–¿Qué papel creés que desempeñan la preservación, la conservación y el acceso en lo que tiene que ver con la memoria y la identidad cultural de un país?

  • Cuando se ocupan de esos aspectos... También es algo cuestionable, porque ¿cómo evaluás que ahora hay diez mil mejores imágenes que antes? Tiene que ver con el desarrollo cultural. Hay que reconocerlas como artefactos, como documentos del pasado que, de alguna manera, se merecen ese cuidado. Es un tema sentimental. Es como si lo cultural se encargara de cuidar los recuerdos de la familia. Y es mejor no recordarlo todo. Hubo momentos en mi vida en los que la pasé muy mal, y los olvidé; hay cosas de las que ya me olvidé y ni siquiera sé que me pasaron, porque olvidar a veces es saludable. No se puede cuidar todo. Una vez me dijeron que esto puede ser un flujo que llegue a romperte el corazón. Y hay cosas que no tienen respuesta. Todo se trata de la vanidad. Eso ya pasó con Salomón hace 2.000 años, e incluso lo dijo el Eclesiastés [“vanidad de vanidades y todo es vanidad”]. Nunca vamos a dar con un archivista que nos diga que todo es una maravilla. Siempre se están quejando, siempre están lamentándose de que no tienen los recursos, de que quieren más reconocimiento.

–Sos considerado un maestro de maestros y un gran referente en esta materia. Si tuvieras que definir tu principal aporte, ¿cuál dirías que es?

  • Compartir. Si uno en la vida encuentra un buen docente, es muy afortunado. Y yo tuve muchos que me enseñaron a compartir las oportunidades, el acceso, a ser parte de una comunidad, a ser reconocido, a la generosidad de compartir con otros. Sé que soy una suerte de personaje, que involuntariamente también comparte eso. Sea en la fotografía o no. Lo comparto y lo llevo conmigo en el camino. Y claro que también lo ha llevado gente terrible.

–Comentaste que ya no tenés ganas de recorrer tantas ciudades, ni de ir a tantos festivales o congresos, pero sí de venir al CdF. ¿Por qué?

  • Especialmente porque lo que hacen este centro y su director es compartir, y compartir al máximo. Los logros, la pureza, el trabajo y la inteligencia que han alcanzado aquí son increíbles. También el apoyo, porque no es algo que hagan solos. El CdF realmente podría avergonzar a otros países que no logran esto teniendo muchos mejores recursos. Y no he encontrado un mejor lugar ni una mejor iniciativa. Desde mi experiencia, esto realmente es lo mejor.