Oprimidos por cuatro paredes ficticias, en los últimos 20 años los directores de teatro uruguayos han llevado elencos enteros a la calle, la estación, el baldío, el boliche, la cancha de vóleibol, el mismísimo cementerio. El “espacio no convencional” se ha hermanado, en los discursos de los creadores y en los metadiscursos de la crítica, con el quiebre de poéticas, “mensajes” y estilos actorales. Esto sugerido al oído y a la pluma, en parte, por pomposas teorías escénicas (la semiótica supo poner infinitos granitos de arena), y en parte por palpables deseos de un cachito de vanguardia oriental. Latiguillo que pegó fuerte en el imaginario, la sola mención del espacio no convencional parece impactar como el primer día, aunque lo convencional en ese “espacio no” sea ya práctica convenida y vivida por la gran mayoría de la comunidad teatral, su público y sus protagonistas; y aunque la idea (el “programa”) que procuró el exilio del teatro a la italiana no sea exactamente conspirativa, no quiera romper guerreramente con algo. A veces se trata de sortear los precios del alquiler de las salas (una “guerra” económica, no estética), a veces de afinidades temáticas (no estructura, sino superficie). Pensar el estado de cosas como nueva convencionalidad supone no tanto descreer del gesto rupturista (que muchas veces existe), sino atender a la esencia de estos traslados, revisar los tantos, ajustar los métodos de mirar y analizar.
Sin supuestos cándidos, sino todo lo contrario, se estrenó este año y se repondrá en 2018 un espectáculo de Estíbaliz Solís Carvajal, producto de la unión entre Manada Colectivo y La Tijera Colectivo. La obra, ambientada en la casa de una de las actrices y limitada a un máximo de 13 espectadores, antes que pretender –con la histórica vanguardia mantinfierrista– que “todo es nuevo bajo el sol”, posmodernamente acusa su descreimiento de lo novedoso titulándose Y los lugares comunes. Su programa de mano explica: “I. Un sueño. II. Un recuerdo. III. Una construcción. Tres hipótesis/actos sobre cómo convertir un lugar común, corrupto y tramposo, en un lugar común que nos encuentre y nos vincule”. Del lugar común, se sabe, no se sale, pero se lo puede domesticar, resignificar. En su título, el espectáculo frena las malas lenguas, neutraliza (como buen hijo de la neovanguardia) las potenciales críticas.
El primer juego, entonces, es con el espacio. Con la llegada a él: las entradas se reservan por correo electrónico ([email protected]), un integrante del colectivo las lleva en persona al espectador a un sitio acordado, y en ese momento le dice la dirección. Un primer encuentro, la creación de un fugaz lugar común a los dos. La dosis de misterio, sin embargo, se apacigua en la llegada: el objetivo no es el secreto, sino la conversión del lugar ajeno en lugar compartido, su cotidianización, si se me deja pasar una palabra que la Real Academia Española no soporta. Siguiendo la estructura tripartita prometida, el público alternará entre un salón-bar (para los intermedios, donde uno de los actores conversa, como buen barman, y sirve tragos, compartiendo protagonismo con videos musicales proyectados en la pared) y una habitación con biombo y balcón (este último un miniespacio transformado, galantemente, por la representación en solárium, vitrina, barrera, bambalinas). Sin pirotecnia o recorridos dantescos, todo se va volviendo confortable, acogedor, común.
El segundo juego es con el discurso mismo, con las posibilidades del relato: lo onírico, la memoria, la historia, aparecen como meras construcciones intercambiables. Mujer 1 y Mujer 2, unas veces guiadas por una voz en off (que se esconde tras el biombo) y otras “autónomas”, arman fábulas de lo propio que la otra destruye con su versión parecida, nunca idéntica. Las claves interpretativas de las actrices son diferentes: para Paola Larrama, sueños y memoria son crispados y laboriosos, como su mirada al espectador, como su recorrido por la habitación, algo que se traduce, con tino, en un vestuario justo que la envara, en unos zapatos de taco que la desestabilizan; para Karen Halty, la clave es distendida, jubilosa, cómplice; el decir atento (puntualiza palabras en el aire con sus dedos ¿para desautomatizar al público?, ¿para hacerle sentir con nuevos oídos las palabras, verlas materializarse?), y así son sus atuendos amplios, cómodos, coloridos. Lo dicho y lo hecho, nos confirma y tranquiliza a la pieza, no puede ser sino puro tópico. Forzando un poco la más rancia y ciceroniana tradición retórica, el lugar común sirve para desarrollar el juego escénico (que incluye además una sublevación juguetona contra la directora, un pequeño escándalo, una vuelta al orden, teatro de objetos), para engarzar formas de decir y desconfiar de ellas, gestos mínimos, esmeros vocales, movimientos.
Y los lugares comunes amansa, cuidadosa y divertida, varios clichés. Uno de ellos –para volver al principio– el del espacio no convencional como automático espacio de ruptura. Un pie, quizá, para incorporar (desde el discurso y las poéticas) la salida del teatro como convención y, a partir de ella, planear nuevos quiebres.
Y los lugares comunes, dirección y texto de Estíbaliz Solís Carvajal. Con José Ferraro, Estíbaliz Solís, Paola Larrama y Karen Halty.