Mi primera experiencia en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata fue también mi primera como jurado Fipresci, es decir, como integrante del jurado internacional designado por la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica, uno de los no oficiales del festival. En Mar del Plata, tradicionalmente, el premio Fipresci va para el más destacado de los films argentinos que participan en las tres competencias oficiales de largometrajes. Eso quiere decir que en los seis días transcurridos desde que llegamos hasta que tuvimos que deliberar, debimos asistir a proyecciones de las 12 películas de la Competencia Argentina, de las dos que participaron en la Competencia Latinoamericana y de las dos incluidas en la Competencia Internacional. Por eso no me fue posible ver más que una decena de películas de otros orígenes (que serán comentadas en la edición de mañana), y esa lista excluyó a la casi totalidad de los demás films participantes en las competencias no argentinas, incluida la gran ganadora del Ástor de Oro (se llama así por Piazzolla), que fue la palestina Wajib, de Annemarie Jacir (galardonada también con el Ástor de Plata al mejor actor, Mohammad Bakri), y las ganadoras ex aequo (empatadas en el primer lugar) del premio a la mejor película latinoamericana, que fueron la brasileña Baronesa, de Juliana Antunes, y la dominicana Cocote, de Nelson Carlo de los Santos Arias (este premio supo llamarse Ernesto Che Guevara, pero esa denominación no se usó este año).

Esta 32ª edición, que se desarrolló del 17 al 26 de noviembre, estuvo agrisada por el duelo debido a la desaparición del submarino ARA San Juan (que tenía su apostadero, justamente, en la Base Naval de Mar del Plata). Se suprimieron todas las galas del festival, pero esto no pareció matizar la voracidad cultural de una ciudad que tiene la reputación de ser especialmente cinéfila, y cuyo público potencial se vio, como de costumbre, acrecentado por miles de visitantes que se desplazaron desde otras localidades especialmente para darse una biaba de cine. Varias de las funciones tuvieron entradas agotadas, filas enormes y aplausos, las secciones finales de preguntas y respuestas con los realizadores por lo general se tuvieron que interrumpir –para dar lugar a la siguiente función– antes de que se calmaran todas las curiosidades de los espectadores, y la energía se propagaba a la calle, donde se entreoían comentarios o se veían personas consultando la programación.

Las películas argentinas en las competencias fueron todas de perfil “independiente”, es decir que no hubo ninguna producción especialmente cara, ningún rostro estelar en los repartos. Pero esa descripción por la negativa no puede dar una idea del rango amplio de la producción independiente argentina, tal como se apreció en este muestreo de 16 títulos.

Documentales

La ganadora del premio Fipresci fue Soldado, de Manuel Abramovich. Sigue la formación del correntino Juan José, voluntario en un regimiento de infantería de Buenos Aires. El foco no es personal: Juan José funciona como eje para un documental observacional institucional. De todos modos, su rostro expresivo y su carácter de aprendiz esforzado pero no muy vocacional contribuye a reforzar cierto aburrimiento ante las rutinas, o lo que parece ser su respetuoso desconcierto ante algunos absurdos (como cuando un superior le explica las distintas maneras de doblar las sábanas: la que corresponde a los lunes y miércoles, la de los martes y jueves, y la de los viernes). Su perfil en primerísimo primer plano, que resalta sus rasgos aindiados y su corte de pelo de milico, es uno de los motivos visuales de la película. Hay otros dos: grandes planos generales en contrapicado que muestran a grupos de soldados llevando a cabo diversas actividades (casi siempre en un rincón del encuadre, con el resto de la superficie ocupada por el asfalto vacío), y las fachadas internas del cuartel ocupando todo el encuadre. Esos planos con encuadre fijo, distantes, ordenados, despojados, rígidos, resuenan con aspectos de la estética que predomina en el ámbito militar (la despersonalización, la mirada fija, el ritual, la austeridad visual, la geometría severa). Pero tales atributos aparecen aquí despegados de los rasgos cinematográficos fundamentales de la ideología militarista, es decir, de todo lo que tiene que ver con pompa o demostración de fuerza. No vemos contrapicados heroicos, soldados que dirigen la mirada esperanzada hacia el futuro con una bandera detrás, ni desfiles apabullantes de jóvenes uniformados disciplinados, vigorosos y decididos. Sin esos rasgos, las puestas en escena del cuartel quedan enrarecidas, y sin perder su eventual belleza (o incluso ganando belleza, gracias al precioso tratamiento visual-sonoro del film), se nos construyen como elementos de un profundo vacío.

Estoy acá (Mangui fi), de Juan Manuel Bramuglia y Esteban Tabacznik, hurga en el mundo de la creciente población de inmigrantes senegaleses en Buenos Aires. Acompaña a dos amigos, Ababacar y Mbaye, que se fueron a Argentina cuando tenían menos de 20 años, y llevan cinco en ese país. Vemos imágenes de un Senegal árido y pobre, y nos enteramos de que hay muy poco trabajo allí para los jóvenes. Sin embargo, ambos protagonistas sueñan con regresar. Les resulta triste en Buenos Aires la vida aislada que llevan las personas, encerradas en sus casas; les resulta angustioso el miedo constante a que les roben sus cosas de poco valor, les resulta incomprensible que cada joven sueñe con independizarse de sus padres (para ellos la alegría sería seguir unidos a los parientes por el máximo tiempo de vida posible). Hay un significativo contraste entre lo que (al menos a nuestros ojos) luce como la profunda religiosidad en la gran mezquita de Touba y la actitud más evidentemente predadora de los predicadores evangélicos en las calles porteñas. Acompañamos a los dos personajes principales en sus actividades cotidianas, en entrevistas ante cámara (en un español rudimentario pero ya suficiente) y en extensas conversaciones entre ellos en wólof (con sutítulos). Son sencillamente entrañables.

Chaco, de Daniele Incalcaterra y Fausta Quattrini, es una coproducción con Italia y Suiza. Está filmada y construida a lo yanqui, con una narrativa más direccional, con nudos dramáticos. Incalcaterra decide convertir un terreno –que heredó en el Chaco paraguayo– en reserva natural administrada por indígenas ñandevas. La película muestra los difíciles problemas vinculados con la expansión de la agroindustria, la deforestación, el monocultivo de soja, la corrupción y el caótico estado de la tenencia de tierra en Paraguay, la violencia contra las poblaciones originarias y las limitaciones del sistema legal para lidiar con todo eso.

La nostalgia del centauro, de Nicolás Torchinsky, observa a una vieja pareja de gauchos: monotonía, aislamiento, silencio, coplas, atavismo, costumbres, tradiciones. La mirada es más estilística que humana, y la lentitud, según la disposición del espectador, puede verse como poética o como un estiramiento para llegar a la duración de largometraje. Eso sí: cada plano es como una pintura, cada sonido es como música.

Los corroboradores, de Luis Bernárdez, es un falso documental. Hay una anécdota delirante a lo Péndulo de Foucault, sobre una secta que quiso transformar a la ciudad de Buenos Aires en París y ahora quiere entregarla a China. No deja de ser una forma de realismo mágico, ya que el trasfondo es valedero: un comentario mordaz sobre la burguesía porteña que quiso afrancesar la ciudad, su evolución, sus valores arquitectónicos, sus contrastes. Tras la mordacidad transpira un profundo amor por la ciudad y las idiosincrasias de sus habitantes.

Experimentales

El teatro de la desaparición (Argentina) fue dirigida por Adrián Villar Rojas, un rosarino que está haciendo una importante carrera internacional en el ámbito del arte contemporáneo. Este, su primer largo, es, según se dice, una extensión de una instalación que hizo recientemente en el Roof Garden del MET, en Nueva York. La película se describe como un tríptico, pero diría que consiste más bien en tres mediometrajes pegados (quizá para poder alcanzar el prestigio de un largometraje). El primero es una amalgama de imágenes aficionadas tomadas en ámbitos distintos; el segundo, un documental poético sobre un pueblo de Marruecos; el tercero, un documental observacional sobre una aldea surcoreana casi en la frontera con Corea del Norte.

Mucho más elaborado e interesante es Réquiem para un film olvidado, de Ernesto Baca. El entretejido de elementos distintos desborda la posibilidad de una síntesis justa, pero se distinguen algunos núcleos temáticos principales. Uno es el que se establece en el título, en el que “un film” quizá no sea lo que primero se entiende (“una obra cinematográfica”) sino un tipo de soporte, el súper 8, con que se filmó y se montó la mayor parte de la película, y al que este homenajea. Por otro lado, en un cortocircuito de sentido, el “film” es su autor: hay un entierro ficticio de Baca, cargado por sus amigos en un féretro con el formato de un cartucho gigante de súper 8. Es como que Baca no concibe su arte apartado del soporte físico, y establece incluso una asociación entre el final del fílmico (simbolizado en la implosión de una planta de Kodak en 2012) y la prevalencia de un pensamiento mercantil, globalizado, en lo que lo virtual desplaza a lo real. La obra pone de relieve el soporte: las rayaduras, las manchas de polvo, los efectos químicos, la cinta adhesiva en los cortes, puntas de películas, la intervención directa sobre el celuloide (con pincel o trincheta), imágenes fetichistas de proyectores, carretes, cartuchos, y la magistral exploración de la belleza de la textura visual del fílmico, cuando es tomada con la pericia y la paciente sensibilidad con las que Baca sabe captarla. La película es, también, una autobiografía, tiene rasgos de utopía, y esos temas principales son los polos gravitacionales alrededor de los que se mueven otros motivos menores: imágenes hinduistas, agua, David Bowie, mujeres girando, manos y pies tocando distintos materiales, otras fantasías protagonizadas por Baca. El montaje es elaboradísimo, muy efectivo en la articulación rítmica y en la puesta en relieve de los distintos motivos o rimas visuales. Con similar libertad, la banda sonora de Matías Mielniczuk envuelve a los espectadores en oleadas de sonidos abstractos que, en forma adecuada a la premisa de la parte visual, son o parecen ser analógicos.

Ficciones

El azote ganó el premio oficial de la Competencia Argentina. Es la nueva realización de José Campusano, uno de los cineastas más originales y más prolíficos de Latinoamérica en la actualidad (este año me lo crucé en tres festivales distintos, presentando tres películas distintas). Como en la mayoría de las películas de este director, tenemos aquí el retrato de sectores marginados, con un reparto que entrevera actores y no actores. Pero en vez de lo más habitual en sus películas –la progresiva construcción de una tensión que desemboca en violencia– aquí tenemos un retrato más analítico, más estático. El eje es un asistente social de un barrio pobre en una ciudad del sur. Su empeño por contener a niños y jóvenes problemáticos y, sobre todo, por evitar que caigan en manos de la Policía y en centros de detención, se ve constantemente dificultado por carencias presupuestarias, tráfico de drogas, colegas mucho menos compenetrados que él en la protección de los pibes. El panorama es durísimo: una madre que vendió a su hija a traficantes de personas, incesto, abuso de menores, consumo desmesurado de drogas, asesinatos, la agresión como único patrón de comportamiento para jóvenes criados sin nada de amor y amparo. Hay un elemento narrativo curioso: la película elige como conclusión el momento en que el protagonista honesto y su colega corrupto se asumen finalmente como enemigos. En un guion “normal”, un acontecimiento así habría sido el giro central de la trama, seguido por un enfrentamiento para desembocar en la victoria o derrota del protagonista. Aquí, sin embargo, se trata del punto de llegada: la constatación de dos posiciones irreconciliables. Lo que va a pasar después es una incógnita.

Barrefondo, de Jorge Leandro Colás, explora los contrastes de clase en una ciudad de la provincia de Buenos Aires. El protagonista es limpiador de piscinas, y convive cotidianamente con el lujo, el esnobismo, el menosprecio y el paternalismo de buena parte de los propietarios de casas opulentas que lo contratan. No le va a costar mucho al jefe de una banda de chorros convencerlo de que le pase información sobre cada residencia, a cambio de una tajada de cada afane. No hay personaje “puro” en esta película tensa y de final irresuelto.

Invisible, de Pablo Giorgelli, acompaña el cotidiano deslucido de una muchacha que trabaja como ayudante no especializada en una veterinaria, tiene que mantener a su madre depresiva, e intenta estudiar, aunque no tiene tiempo para hacer los deberes y tampoco demasiada curiosidad. Queda embarazada de un amante eventual y decide abortar. La película ilustra distintos tipos de trabas que se anteponen a una decisión de ese tipo en una sociedad conservadora e indiferente: el aborto es ilegal, la información no abunda, la seguridad es precaria, y la intervención cuesta unos 1.500 dólares. Hay una clara influencia de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne en el tratamiento dramático y en el tipo de situación planteada. Por desgracia, la atracción estética por esos notables cineastas belgas –los más notorios representantes del “realismo” cinematográfico en la actualidad– trajo junto a sí fundamentos cristianos, y, en forma bastante incongruente, la película concluye con una especie de afirmación de la maternidad. Bien merece ser abordado en un film qué complicado es para una muchacha pobre y sola tener un hijo si eso es lo que elige hacer, pero en este contexto el relato termina ganando un viso conservador “pro vida”. Es fantástica la actuación de Mora Arenillas.

Si Invisible remite a los Dardenne, Hasta que me desates, de Tamae Garateguy, es fuertemente tributaria del cine de Pedro Almodóvar, incluso en el título, que se puede vincular con ¡Átame! (1990). Una mujer sufrió un accidente en el que no sólo perdió a su marido y su hijo, sino que quedó además con el rostro desfigurado. Decidida a morir, intenta convencer a un cirujano plástico de que la ayude a lograrlo. El médico empieza a sentir una fuerte atracción por ella, que se intensifica luego de que la opera y le restituye su belleza, y esa pasión empieza a corroer su vida familiar. Mientras tanto, una vez que el médico no encara matarla, ella se involucra en prácticas sadomasoquistas y se hace maltratar por una dominatrix, siempre con la esperanza de morir. Hay otras perversiones diversas. La película es muy pulcra y entretenida, aunque su aspecto epigonal la desmerece un poco. Vi las películas arriba mencionadas antes de esta, y es medio incómodo estar tan impregnado de cine social y desembocar en un drama en el que deberíamos empatizar con un cirujano plástico que trabaja en Puerto Madero (por más que la muy sensual Martina Garello, aun con el rostro surcado de cicatrices, vuelva muy palpable su dilema). El final es muy bonito, y constituye uno de los desenlaces más “Eros y Tánatos” desde el de Tristán e Isolda. Y si no me falla el recuerdo, creo que es la única película argentina entre todas las que vi en este festival que no empieza con los créditos de producción en letras chicas blancas sobre fondo negro y sonidos que van emergiendo de a poco antes de que aparezca la primera imagen diegética: aquí los créditos aparecen en letras grandes estroboscópicas, con música fuerte y sobre imágenes de erotismo fetichista. Qué bueno variar.

Aterrados, de Demián Rugna, representa la pujante veta argentina de cine “de género”; en este caso, como indica el título, de terror. En un grupo de casas de la misma calle se presentan fenómenos paranormales, algunas veces con consecuencias letales. Un inspector de policía y dos cazafantasmas se ponen a investigarlos. La película es tan abanderada del género que se permite (se divierte con) algunos clichés muy burdos (por ejemplo, el inicio con la mujer lavando platos y las voces que parecen salir del desagüe de la pileta, confundidas en un mar sonoro de ruiditos inquietantes; y la música –compuesta por el propio director–, que es también una sucesión de lugares comunes. Pero hay varios aspectos buenísimos, muy creativos, crueles, pesadillescos y tan estrafalarios que hacen reír al mismo tiempo que horrorizan, sobre todo lo que tiene que ver con el cadáver de un niño que aparece sentado en la mesa del comedor de su mamá (parece que está –o que sigue– muerto, aunque hay indicios de que llegó hasta ahí caminando). Acompañamos la anécdota mayormente junto al inspector Funes, que tiene problemas cardíacos y no se va a bancar mucho los sustos y miedos. Y a los peligros directos ocasionados por el ente sobrenatural se suman otros de índole práctico-legal (uno cae en cana porque su mujer fue masacrada por el poltergeist y nadie cree en esa explicación, lo que se suma a las sospechas de los vecinos con respecto al cadáver del niño). La película enciende la atención todo el tiempo, y es más interesante y original que la mayoría de la producción mainstream de terror que ocupa nuestras carteleras comerciales.

Lo demás es mucho menos alentador. Los vagos, de Santiago Biazzi, parece querer justificarse como un retrato grupal (es lo que indica el título y lo que daría lógica al desenlace). Trataría sobre un grupo de jóvenes medio boludos que intentan levantar muchachas sin mucho éxito durante sus vacaciones en Posadas, Misiones. Esa línea, una especie de Los inútiles (Federico Fellini, 1953) o 25 watts (Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll, 2001) en una provincia argentina, no se llega a armar, porque todo el foco está puesto en las indecisiones erótico-amorosas y las malas decisiones de un muchacho en particular, con lo cual tenemos algo mucho más cercano a una película de coming of age, comprometida por su indecisión sobre dónde poner el foco.

Al desierto, de Ulises Rosell, lidia con un hombre y una mujer perdidos en un desierto en la Patagonia luego de un accidente de auto. Nunca sabemos con seguridad si el tipo estaba intentando secuestrarla o no. Ella asume que sí y tiene motivos, ya que el hombre se comporta en forma sospechosa y nunca dice nada para tranquilizarla (cosa que haría incluso un buen secuestrador si quisiera obrar en forma más eficaz). Es raro, porque el desarrollo del personaje masculino no se justifica del todo en ninguna de las dos hipótesis. Da la impresión de que los autores concibieron la situación central pero luego no lograron inventar los antecedentes que condujeran a esa situación en forma coherente y verosímil. Pasa algo similar con el empeño en poner, cerca del final, un toque al estilo de Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1995) sin la debida justificación.

Todo lo que veo es mío, de Mariano Galperín y Román Podolsky, fantasea detalles imaginarios pero verosímiles sobre la estadía (un dato histórico) de diez meses de Marcel Duchamp en Buenos Aires en 1918-1919. Tiene muy bella fotografía en blanco y negro y Michel Noher hace un convincente Duchamp. Pero, a la larga, la cosa no es más que un ejercicio esnob e inconducente que poco aporta a una apreciación del arte, o de las vanguardias, o de las diferencias culturales o de lo que sea, y tampoco tiene gracia en cuanto anécdota, en cuanto estudio de un personaje o cualquier cosa que la pudiera justificar.

El currículo de Joaquín Cambre indica que, antes de Un viaje a la luna, que es su primer largometraje, dirigió como 200 cortos publicitarios y videoclips. Esto se nota para más o menos bien (montaje ágil, imágenes pulcras) y para muy mal (dirección de actores deficiente, desarrollo dramático insufrible, y esa notoria preocupación con la dirección de arte que es una distorsión profesional común en cineastas formados en la publicidad). El protagonista es un niño de 13 años con un trastorno emotivo propiciado por un trauma infantil. Su voice over al inicio dice algo como: “Al final, sólo somos un punto en el espacio: sólo hay que saber flotar”. Esa frase de manual de autoayuda no condice mucho con su edad, pero podría ser relativamente verosímil, ya que el personaje es inteligente. El problema es que, en ese caso, no tiene sentido que se porte como un tarado y realmente crea que, revistiendo su habitación con cajas de huevos y poniendo algunos objetos más que emulan comandos, va a, literalmente, despegar hacia la luna y dejar atrás un cotidiano que le incomoda. Ese tipo de pretensión poética cursi hace pensar en Eliseo Subiela.

En fin, la calidad requiere la cantidad, y la cantidad siempre implica irregularidad. La salud del cine argentino se vincula con la producción abundante, con la multitud de profesionales que viven de eso, con la práctica, con la posibilidad de equivocarse porque siempre hay chance de tratar de hacerlo mejor en una próxima oportunidad. Por eso, varios de los cineastas que comparecieron a las proyecciones de sus obras en Mar del Plata y dijeron unas palabras al público se preocuparon por enfatizar su preocupación ante las disposiciones desgraciadas del gobierno macrista, que implican una drástica reducción en los fondos disponibles para la producción cinematográfica. El efecto tremendamente positivo de esos fondos en cuanto a propiciar movimiento, discusión, identidad, entusiasmo, trabajo y patrimonio, estuvo a la vista, dentro y fuera del festival.