Bienaventuradamente flota en el aire cierto gusto por la paradoja: al principio de la presentación de este libro –desarrollada en el Museo Zorrilla– Roberto Jacoby advirtió que la mayoría de las veces el arte político es un fracaso, porque termina por no ser ni política ni arte. Una frase que, proferida por otra figura, se habría deslizado aceitadamente sobre las cabezas del público, y sin embargo así rebotó probablemente de cráneo en cráneo, ruidosa: conociendo, aun mínimamente, el trabajo de este artista argentino –actor protagónico del rupturismo porteño de los 60 en adelante– embebido de política (en sentido metafórico y práctico), aquella difidencia sonaba extraña. Pequeña provocación, tal vez; de todas formas, su caso entraría, evidentemente, en la minoría de aquellas mencionadas veces.

Descripción básica: el tomo que lo convocó a Montevideo, Extravíos de vanguardia, recopila una serie de charlas entre Jacoby y su amigo José Fernández Vega, profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires: siete instancias de encuentro (las primeras cinco en 2008, las últimas el año pasado) en las cuales, con focos distintos, el artista recorre su trayectoria. Siendo quien es, lo hace de forma no lineal, dejando zonas temporales en la oscuridad, iluminando otras (y sobre cuánto importa la cuestión de la luz en Jacoby habrá más luego): insistiendo, por un lado, largamente sobre puntos específicos, por ejemplo cuando Fernández Vega lo interroga, con cierta obstinación, sobre su relación con el “mítico” Alberto Greco para captar puntos de contacto con un personaje tan legendario como el autor de los Vivo-Dito, y tal vez pasando por alto otros; no se explaya excesivamente, por ejemplo, sobre su participación en lo que se puede considerar el acontecimiento más importante del arte militante latinoamericano de los años 60, Tucumán arde.

Sí le interesa a Jacoby remarcar algunos puntos, que van y vuelven a lo largo de las conversaciones. Son los más presentes su primacía, junto a Eduardo Costa y Raúl Escari, en la formación del arte conceptual a nivel global, acá llamado más precisamente “desmaterialización”, según verbum de Oscar Masotta (que utilizó esa afortunada categoría antes de que Lucy Lippard la volviera célebre); y la reivindicación del propio Masotta, contertuliano bolichesco a principios de los 60, no solamente como un “tipo fascinante” y un intelectual excepcional, sino como la “razón” de su acercamiento al arte contemporáneo.

Las palabras del libro fluyen revelando la relación claramente cómplice y amistosa entre Fernández Vega y Jacoby, sin ocultar su origen oral –aunque se trate siempre de una oralidad muy articulada y controlada–, y se mueven en todas direcciones, tocando tanto momentos álgidos –la obra que inauguró su carrera, el “falso happening” de 1966 Participación total, o la retrospectiva que le dedicó el museo Reina Sofía de Madrid en 2011– como los muchos años en que dejó el arte para dedicarse a la sociología y al periodismo, o sus varios proyectos que involucran a otras personas, comunidades más o menos reducidas: Venus, Bola de Nieve, la revista Ramona, el grupo de rock Virus. En este sentido, parecería que Jacoby sólo trabaja “acompañado”, aunque a mitad del libro declare (¡otra vez una sorpresa!) que el grupo es “una fuerza negativa, refleja una de las formas del miedo que tienen los individuos a la innovación frente al consenso”, y que en definitiva sus vivencias en esta modalidad siempre “fueron pésimas, tanto en grupo grandes como pequeños”.

Entre capítulos “variados” en su contenido, se alternan otros que sondean “piezas” específicas. Sumamente interesante el dedicado a la obra Darkroom, de 2002 (repetida, con variaciones, en distintas ocasiones hasta 2007), una performance en la que se invierten los números: un solo visitante a la vez y varios performers que lo esperan, actuando sin ver, en la más total oscuridad: Jacoby justifica esa falta de luz, esta ceguera que para el espectador se vuelve parcial (“interrumpida” por un equipo de visión de infrarrojo que se le entrega), como una suerte de manifiesto de un artista que paradójicamente “no se dedica a la producción de imágenes visuales”, activando otros sentidos y posiblemente también otro sentido. De eso se trata el operar de Jacoby, y con el transcurso de las páginas ese punto se va esclareciendo hasta lo cristalino: despertar a los espectadores, sacarlos de sus guiones sociales y vitales, sin olvidar cierto grado de imprevisibilidad (la lección de los “happenings” todavía vigente), de goce (muy pujante la discusión alrededor de arte y hedonismo que entablan los dos) y la estrategia de minar el sistema –sea cual fuere– con sus propios medios. Su participación en la Bienal de San Pablo es elocuente en este sentido: en uno de los encuentros se entra en los pormenores de la intervención de Jacoby en la edición de 2010, dedicada a “Arte y política”, donde, con una acción de apoyo a la entonces candidata Dilma Rousseff, logró hacer enojar a los curadores, que censuraron su intervención, pese a haberla aceptado previamente, para no irritar a algunos sectores conservadores, posibles futuros patrocinadores. Redondo cortocircuito.

Sampling RJ

Si el libro-catálogo-caja de sorpresas El deseo nace del derrumbe. Acciones, conceptos, escritos (Adriana Hidalgo, 2011), que acompañó la muestra del Reina Sofía, deslumbraba por la heterogeneidad de los materiales seleccionados (además de por su valor intrínseco), estos Extravíos de vanguardia resultan un bloque homogéneo pero no menos estimulante, sostenido además por una de las características de Jacoby: el humor tajante, mordiente –que aparece espaciado, pero en puntos neurálgicos– con el que corroe algunos vicios del sistema de arte contemporáneo y sobre todo los aparatos –operativos y discursivos– que a menudo legitiman sus muchos vacíos. Dejo acá algunos ejemplos, extraídos caprichosamente: “[...] como dice el paisano ‘deconstruyendo’, ¿te diste cuenta que ahora los paisanos cuando tienen que tirar abajo un rancho dicen ‘lo estoy deconstruyendo’?; “las obras que se enmarcan en postulados que parecen demasiado adaptados a las opiniones de los departamentos de las facultades de artes visuales me generan bastante desconfianza”; “las galerías internacionales venden al mismo tiempo carteras de una marca o venden perfumes. No es una perfumería que invita a Dalí a hacer una muestra en la vidriera, como sucedió en la famosa vidriera del año 1943. Ahora en la muestra de Dalí venden carteras y ni siquiera carteras de Dalí”.

Finalmente, el lector encontrará algunas contradicciones en las palabras de Jacoby (un par de ellas ya las señalé) quedando evidente, sin embargo, que estas son un rasgo decididamente fértil de su “sistema”: en efecto, hay una irrenunciable dicotomía en su base, que, estirando un poco, se podría leer como una “gran contradicción” primigenia: la incondicional centralidad de su figura en todo lo que hace, silenciosa turbina demiúrgica (incluso, en un momento, sostiene que le importan más los artistas que las obras) y, contemporáneamente, la sistemática disolución del sujeto como creador único (adicionada a la evaporación de la corporeidad de las obras). Parece la metáfora perfecta de la presencia de Roberto Jacoby en las artes argentinas: secreta (inició su recorrido hace más de medio siglo e, increíblemente, recién en 2001 tuvo su primera muestra personal) y a la vez absolutamente fundamental.

Extravíos de vanguardia. Del Di Tella al siglo XXI, de Roberto Jacoby y José Fernández Vega. Buenos Aires, Edhasa, 2017. 175 páginas.