La suya es en gran medida una “poética negativa”, como las que ha estudiado como académico en la Universidad de Santiago de Chile. Allí se ha dedicado a imbricar el estudio literario con el quehacer artístico, en proyectos que contemplan ambas variables de la producción. Hace unas semanas, publicó en Uruguay su libro Letras, como parte de la colección Cuadernos de Crux Desesperationis, dirigida por el poeta y crítico Riccardo Boglione. El libro, que, como casi todos los suyos, está disponible online, recorre la definición de las letras y dígrafos en castellano, de acuerdo a distintas ediciones del diccionario de la Real Academia Española, de 2001 a 1780, y se puede leer en ladiaria.com.uy/UPy. Sobre arte contemporáneo, humanidades y música pop habló por chat con la diaria.
–Me gustaría empezar por tu relación con Uruguay. En Correcciones aparecen las colaboraciones de Georgina Torello, Roberto Appratto y Luis Bravo, y ahora Letras sale editado desde Montevideo...
–Mi primer vínculo fue con Clemente Padín, quien ha visitado varias veces Chile, y con quien estuvimos en contacto a propósito de la obra del poeta visual Guillermo Deisler. Clemente me invitó junto a Martín Gubbins a un congreso de poesía experimental en 2008, y ahí pude conocer a Luis Bravo y a Juan Ángel Italiano, entre otros. Paralelamente, también había estado en contacto con Eduardo Milán, Roberto Echavarren, y luego Maca [Gustavo Wojciechowski] y Roberto Appratto. Y en todos estos años he leído, por supuesto, a varios autores uruguayos que me interesan mucho, además de ellos, como Marosa di Giorgio, Amanda Berenguer o Mario Levrero. Con Riccardo y Georgina entré en contacto cuando visitaron Chile hace unos cuatro años, y empecé a colaborar en [la revista de literatura conceptual] Crux Desperationis y ahora con este libro. Así es que, felizmente, han sido diálogos muy fluidos los que he tenido hasta ahora.
–En Uruguay tenemos, en lo que a la poesía experimental respecta, algo así como un antecedente ilustre en Francisco Acuña de Figueroa. ¿Cómo es en Chile?
–Efectivamente, existe ese importante antecedente en Uruguay. En Chile no hay figuras así durante el siglo XIX, pero sí existen, a partir de las vanguardias, algunos escritores muy relevantes, en especial Vicente Huidobro, quien experimenta mucho a nivel visual e incluso sonoro (en el canto VII de Altazor, de 1931). También es muy valiosa la presencia de un narrador sumamente experimental (que de alguna manera podría compararse con Felisberto Hernández, Macedonio Fernández u otros), que es Juan Emar. Posteriormente, en los años 60, aparece la figura de Guillermo Deisler, y después el que a mi juicio es el poeta experimental más potente de nuestra tradición, Juan Luis Martínez.
–También está la La hinteligencia militar, de Sergio Pesutic (de 1986, un libro con un centenar de páginas en blanco), por ejemplo, que se vincula con algo que te ha interesado y que has llamado “poéticas negativas”.
–Por supuesto. De hecho, recuerdo que ese libro circuló bastante en los 80; aunque en esa época yo aún estaba en el colegio y me parecía más bien una broma divertida. Ahora, en cambio, es interesante considerarlo un antecedente dentro de esas poéticas negativas.
–Ahí entra uno de los temas fundamentales, creo, de la literatura experimental y del arte conceptual, que es el de la validación.
–Sí. A mí me gusta mucho ese potencial irónico y humorístico de gran parte de la literatura experimental. Y en dos sentidos: por una parte, no me gusta demasiado la gravedad (que a veces siento cercana al elitismo y la autosuficiencia) de muchos poetas experimentales, y por otra, creo que en esa ambigüedad, en no saber si lo que se está planteando es en serio o no, aparece una mayor apertura de sentidos, y más espacio para las interpretaciones del lector.
–¿Cómo surgió la idea de Letras?
–Fue cuando me invitaron a participar en el proyecto “a- ciclopedia”, en el que distintos artistas y escritores debíamos enviar algo relativo a una letra del abecedario. A mí me tocó la uve, y a partir de ahí salió el procedimiento que apliqué luego para el resto del libro, de copiar y pegar las definiciones. De alguna manera, así se pueden rastrear las variaciones históricas del significado de cada letra.
–Veo que, en general, hay una cercanía muy estrecha entre la academia y la poesía experimental, por ejemplo, con creadores que son a la vez especialistas. ¿Cómo ves ese fenómeno? ¿No creés que hace que la poesía se convierta casi en un lenguaje cerrado?
–Creo que en algunos casos ha ocurrido así, aunque también hay muchos poetas más convencionales que también forman parte de la academia. Quizá en Estados Unidos he visto más esa presencia de poetas experimentales en la academia, pero en Chile es más bien lo contrario. Entre quienes investigamos en poesía, somos aún pocos los que estamos interesados en la tradición experimental (no sólo contemporánea, sino también de otras épocas). En general, lo que prima son trabajos enfocados desde una mirada histórica o desde los estudios culturales, que dejan fuera a muchas de estas prácticas. Además, dentro de la academia prácticamente no se estudia nada que no sea poesía chilena, y así se pierden muchos de los diálogos y cruces internacionales que suelen producirse... De todos modos, en lo que me comentas sí creo que un asunto importante es la falta de conocimiento (a nivel crítico, de lectores, etcétera) de la tradición (e insisto mucho en que hay que llamarla “tradición”) de la literatura experimental, que nos permitiría comprender mejor cómo surgen estas prácticas aparentemente muy extrañas y singulares, y entender mejor su funcionamiento. Esto ayudaría a que no se viera tan distante... Y también, si bien es cierto que mucha literatura experimental tiene un alto grado de dificultad en términos de sentido, o requiere una serie de elementos tecnológicos para su producción, a la vez hay muchos poemas visuales, sonoros, performances, etcétera, que proponen una comunicación muy directa y sencilla.
–Muchas veces hay un fuerte rechazo a tener que leer algo así como un “manual” para comprender una obra, y por momentos da la idea de que, por ejemplo en las artes visuales, importa más el curador, que es quien en última instancia da sentido, que el artista.
–Sí, y a mí, de hecho, me ocurre mucho eso. En términos generales, prefiero un contacto directo con la obra, y que cualquier explicación o comentario venga después. Me parece muy importante el contacto con la materialidad y la forma. Igual, hay muchos trabajos, de carácter más conceptual, en los que es inevitable que ambos aspectos se den juntos. Pero incluso en esos casos, es interesante que los paratextos estén bien planteados para no interferir demasiado en la experiencia. Hay que evitar ese “autoritarismo” de la explicación.
–En ese sentido, me parece muy fructífera la intersección entre arte e investigación. A menudo he visto que una obra de arte que, por ejemplo, se inspira en otra o la utiliza de alguna forma, me ayuda a comprenderla mejor.
–Creo que la mejor forma de aprender de todo esto es simplemente tratar de leer, ver y escuchar la mayor cantidad posible de obras. Así, uno va distinguiendo diferencias, reconociendo procedimientos. Y existe, por supuesto, un conocimiento que surge de manera muy directa al trabajar con estas herramientas; al menos en mi caso, he aprendido mucho más sobre sampling o sobre aleatoriedad trabajando directamente con un software de música.
–¿A qué se deben tu relación con la música electrónica y tu interés por el pop?
–Mi interés por el pop es mucho más antiguo que cualquier otro. Es la música que me gusta desde siempre. Mis primeros recuerdos musicales son de música disco, luego Michael Jackson, la banda sonora de las películas Flashdance y Footloose, etcétera. Esa música bailable con sintetizadores me ha gustado siempre, y se ha sumado, por supuesto, a muchos otros estilos. Pero sólo hace algunos años que he comenzado a producir directamente en ese estilo, y ha sido muy interesante, porque me obliga a plantearme otro tipo de problemas creativos. La verdad es que no veo ningún conflicto entre que me guste mucho Miranda!, que pueda tocar improvisaciones libres, que lea libros muy extraños y que vea programas de farándula en la televisión. Me gustan muchas cosas distintas (como a la mayoría de la gente, por lo demás), y no me interesa convertirme en militante de algún único estilo, eso me parece muy aburrido.
–Creo que el pop, como género, tiene un nivel de artificialidad asumida tan grande que da mucho para el juego formal. ¿No te parece?
–¡Exacto! Este semestre estoy dictando, por primera vez, un curso sobre pop en la maestría, y esto fue lo que coloqué en la descripción de ese curso: “Se espera desarrollar esta categoría no sólo como fenómeno cultural, sociológico y económico, sino particularmente estético, para determinar sus procedimientos característicos y comprender de manera más compleja el valor provocativo que ofrecen el artificio, el simulacro y la superficialidad”. He disfrutado mucho preparando las clases, y me encantaría que quienes trabajamos en literatura y en otras artes pudiéramos asumir con más soltura estas condiciones que se desarrollan en el ámbito del pop.
–En relación con eso entra otro tema que tiene que ver con la poesía experimental: el de la crítica de la originalidad, que lleva a veces a situaciones cercanas al plagio.
–Es que la idea de originalidad y novedad es muy conservadora, y la verdad es que además es muy minoritaria dentro de la historia del arte. Cualquiera que estudie la literatura de distintas épocas puede darse cuenta de que son mucho más comunes los préstamos, los diálogos y la relación muy estrecha con la tradición. Eso es algo que critico de muchos escritores experimentales (y escritores en general), que pretenden exagerar la singularidad de sus propuestas. A mí eso no me interesa y, es más, me parece que conduce a errores. El miércoles [25 de octubre], cuando presentamos en Santiago el libro Letras, Javiera Barrientos lo situó en la tradición de los diccionarios desde el Renacimiento, y Martín Gubbins lo comparó con numerosos ejemplos de alfabetos en la poesía experimental. Se lo agradecí mucho, porque para mí era muy importante que se comprendiera que lo que yo había hecho se enmarcaba allí.
–La poesía a menudo se vincula con la “expresión de sentimientos”, y la experimentación, en gran medida, va en contra de eso. ¿Es el motivo de que algunos digan que “no es poesía”?
–Es cierto que eso forma parte de las expectativas respecto de la poesía, al menos en nuestra época (antes se pensaba, por ejemplo, que su fin era representar a la naturaleza). A mí me gusta bromear con esto, y me llamo un “poeta sin sentimientos”. Creo que lo problemático es ver a la poesía (o a cualquier arte) como un proceso de transmisión directa de sentimientos personales. No me interesa, en verdad, lo que le pasó al poeta, si es que está triste o contento, etcétera; es más, creo que en el interés por contar eso hay un intento por colocar al lector de su lado, de buscar una empatía. Pero lo importante no es eso: lo importante es lo que pueda provocar en el lector con su poema. Ahí sí que puede haber muchas emociones, pero esas emociones se producen en el poema mismo. A mí me encantan muchísimas formas de poesía, arte o música que se juegan en ese plano; la música pop o la poesía barroca, por ejemplo, apelan a eso. Pero no desde esa falsa “emotividad”, sino precisamente siendo conscientes de su artificiosidad. Bueno, y también hay muchas expresiones más frías que me emocionan. Me he conmovido mucho en un concierto de Kraftwerk, cada vez que entran los robots...
–A veces, además, en esa búsqueda de la expresividad hay un uso muy poco crítico del lenguaje, que no se cuestiona en sus posibilidades y restricciones. Creo que la poesía experimental pone en primer plano todo eso.
–Sí. La poesía experimental expone eso de manera más definida. Pero también a veces lo hace la música pop, que juega de manera muy consciente con clichés y estereotipos. Y en muchas prácticas de arte popular también es muy evidente. El problema son aquellos que escriben desde una posición de autosuficiencia e inconsciencia respecto de los medios y herramientas que utilizan.
–Ahí puede tener algo que ver, también, una cita de María José Contreras que hacés en un artículo, en la que dice que la práctica artística pensada como investigación “es también un efectivo antídoto a lo que Michel Foucault llamó el disciplinamiento de los saberes, que implica la normalización, distribución y jerarquización del conocimiento”.
–Claro, gran parte de eso se debe a los límites que se establecen entre disciplinas, entre prácticas, etcétera.
–A lo que voy es a que en estas prácticas se pone en juego toda una serie de presupuestos.
–Estoy de acuerdo. Y lo peor de esto es que no sólo son imposiciones institucionales, sino que somos los mismos académicos y artistas quienes promovemos esos límites para defender nuestras especializaciones, nuestros espacios, etcétera. Es una autocrítica que habría que hacerse desde el campo de la literatura experimental, porque creo que eso ha tenido como consecuencia que se entienda la literatura experimental de una manera muy reducida. Gran parte de los autores más experimentales y desafiantes que conozco nunca se consideraron a sí mismos como tales. Nuestra obligación, creo, es tratar de diluir esos límites y esos prejuicios. Para decirlo de otra manera: a mí me gustan demasiadas cosas distintas, y no tengo ningún interés en dejarlas de lado por el hecho de que se produzcan en ámbitos distintos o porque no correspondan a una misma poética.
–He notado, a lo largo de la entrevista, pero también en tus artículos, cierta crítica a los estudios humanísticos.
–¿En qué aspecto en particular?
–Sobre todo es a eso a lo que se refiere Contreras, a cierta “mercantilización” del conocimiento.
–Ah, sí. Es que siento que a medida que pasan los años uno tiende a olvidar por qué estudió determinada carrera. Yo estudié literatura y música simplemente porque disfrutaba leyendo y escuchando música, y trataba de crear allí también. Pero luego uno empieza a conducir todo eso dentro de lógicas de utilidad, de impacto científico, etcétera. Y claro, está muy bien organizar de buena manera un curso y un proyecto de investigación, y tratar de darle sustento crítico a lo que quiere buscar, pero en definitiva esto se trata, para mí, de poder indagar más (de manera menos ingenua, más informada, quizá) en algo tan simple como la experiencia estética que tenemos en esos momentos. La primera regla que guía cualquier investigación que hago es que debe tratarse de obras, autores o problemas que me apasionen. No puedo investigar sobre algo que no me provoque eso, aunque esté de moda, aunque sea un tema “importante”. La mayoría de las cosas que investigo son muy inútiles. Y no me siento culpable por eso; es más, creo que hoy en día eso resulta más necesario que nunca.
–¿Por qué es más necesario que nunca?
–Porque me parece que los momentos de placer, de ocio, de gratuidad, pueden ser una forma de resistencia. Y aquí no estoy hablando desde una postura elitista, ni mucho menos. Al contrario, creo que dentro del cansancio y del estrés que vivimos, estos son de los pocos momentos en que podemos tener más libertad. Y por eso, hay que defenderlos.