Dada la velocidad con la que aparecen y desaparecen las notas, cuesta cada vez más conectar una con otra, por más que estén relacionadas. Por eso de vez en cuando vale la pena hacer un simple ejercicio. El 21 de abril de este año, mi colega Francisco Álvez Francese escribió aquí mismo una nota acerca de las colecciones de relatos Querías frío, acá tenés muñeca (2016) y Ya llamé a la policía (2017), ambas publicadas por Pez en el Hielo, una editorial local autogestionada y dirigida por dos escritores entusiastas, Daniela Olivar y Gonzalo Baz. En aquella oportunidad, el crítico comentaba las peculiaridades de los círculos editoriales pequeños y señalaba que, por distintas razones, estos se mantienen fuera del ámbito central en cuanto a la difusión de obras (catálogos, librerías, premiaciones, etcétera). También constataba, indirectamente, que esta clase de emprendimientos (hechos a pulmón, como Pez en el Hielo y tantos otros) tienen una vida saludable; cuentan con un público más o menos fiel aunque escaso; se cobijan en la diversidad de la periferia y la autonomía es su sello identitario; eligen a los autores, los corrigen, diseñan las tapas, diagraman y luego encuadernan los libros. O sea, ¿qué puede ser mejor que armar tu propia biblioteca y que otros quieran comprártela?

Es una pregunta capciosa, claro, porque también está el otro lado, el que no es tan mejor. A propósito, en el artículo se hacía alusión a los problemas materiales con que se enfrentaban, y principalmente al tema de la distribución, ya que, en definitiva, la idea es poder colocar los libros en las manos de los lectores. Ferias independientes, recitales o festivales configuran una especie de ruta alternativa con la que se va cruzando lentamente esa masa amorfa de individuos a la que llamamos público, y así con las publicaciones, sin querer y queriendo. Algunos van directo porque se enteran y otros son guiados por el botón/brújula de “Mostrar mapa” en el evento de turno en Facebook. Todo sirve.

Nada o poco ha cambiado desde entonces, pero el proyecto continúa en ascenso, “vivito y coleando”. Hacia el final de la nota de Francisco se vaticinaba la publicación –mejor dicho, la reedición– de un libro de la poeta mexicana Zaría Abreu, Rivothriller. En cuanto al género poético, el volumen viene a sumar esfuerzos al catálogo de la editorial, codo a codo junto con otro título publicado en 2016 y que ha pasado totalmente inadvertido: me refiero a Vicente habla al pueblo, del poeta cordobés Vicente Luy. Y es así que exactamente donde termina la nota de Álvez Francese comienza esta, que trata sobre los dos libros en cuestión. Fin del ejercicio.

Tensión/sedación

A modo de biografía de solapa, Abreu (México DF, 1973) es escritora, dramaturga y directora teatral. Ángeles probables (2003); Carajo, Malena (2004); Knock out (2009); Qué importa (2009) y Mientras dure la caída (2017) son algunos de sus múltiples trabajos, en los que se entrecruzan poesía, dramaturgia y ensayo. Su poemario Rivothriller (originalmente publicado en 2014) ve ahora su segunda edición. Se trata de un libro un poco raro, cuyo título fusiona dos palabras potentes que intentan neutralizarse entre sí; por un lado, “thriller”, que en este caso designa la tensión emocional, el ritmo cambiante y febril que el yo poético propone con su discurso, el misterio (las palabras que lo construyen), el peligro a la muerte (o su deseo) y la peripecia humana dentro de los laberintos de esa ficción amplificada por la pluma. Por otro lado, “Rivotril” sugiere la presencia de un medicamento (o peor, la evidencia de una enfermedad), cuyo ingrediente activo es el clonazepam, un fármaco que actúa sobre el sistema nervioso central, con propiedades sedantes, ansiolíticas y estabilizadoras de los estados de ánimo. La pugna entre estas dos palabras/conceptos guiará al lector en su recorrido a través de tres secciones bastante intensas: “Juguetería”, “Rivothriller” y “Soundtrack para un suicidio”.

En la escritura de Abreu se percibe una intención de “atacar” al lenguaje, de torcer su voluntad, de indisciplinarlo para lograr un resultado más directo, cercano y natural en el decir. Por eso no sorprende encontrar en el libro ciertos procedimientos que muestran diferentes desmontajes del proceso de escritura y la necesidad de rescatarlos de la oralidad para que se activen en el papel: “No se puede decir / ME ESTOY CAGANDO DE MIEDO / y hacer poesía”. Si, por una parte, la mente y el cuerpo sufren los efectos sedativos del fármaco, por otra la poesía mantiene despierta la función creativa/exorcizante/sanadora del lenguaje, y con su antena sigue escuchando lo que sucede alrededor. Gracias a su oído latente, esta voz es capaz de consignar con lucidez el trasfondo emotivo que sufre el sujeto ante la inminente llegada de las alteraciones o convulsiones. Cuando la mano ya no responde, la poesía ocupa su lugar: “dos putos miligramos / para 52 kilogramos de vacío / receta farmacéutica / para olvidarse de uno mismo”.

La alternancia constante en el formato de los textos también se patentiza, ya que conviven poemas en verso, prosa poética y mininarraciones (principalmente en la sección homónima del libro), sin molestarse entre sí. Hay lugar para lo experimental y lo lúdico-paródico. El poema se da vuelta ante el lector y se torna receptivo, se construye a partir de lo que dicen los demás: ¿cómo ser una persona funcional y qué es lo que el mundo espera de mí como mujer/escritora/ser errante en el mundo? Un ejemplo claro es la “Larga lista de propuestas para volver a la ‘normalidad’”: “Recupera tu autoestima. Haz cosas productivas. Pon en orden tus recibos. No te quedes en la cama. No te juntes con gente represiva. Practica el desahogo golpeando tus almohadas”.

En ocasiones, ya sea como un grito al aire o como si fuese un tuit, el verso toca una zona más espontánea del pensamiento, acaso más olvidable, pero en otros casos adquiere la envergadura de una declaración, de una poética autosuficiente, tal como lo muestran los fragmentos del mejor poema del volumen. Y no es para nada casual que este no lleve título: “Yo me desfiguro [...] yo me desencanto [...] yo me estoy lloviendo encima [...] yo apenas y me sostengo [...] yo me estoy matando / yo me estoy doliendo [...] yo hablándome [...] yo columpiándome a la orilla de mi infancia [...] / yo la del martillo / yo la de la cicatriz en la rodilla [...] / yo la que te ama”.

Voz política/voz íntima

Vicente Luy (Córdoba, 1961-2012) tenía 50 años cuando se suicidó en Salta. Era nieto y heredero nada menos que de Juan Larrea (1895- 1980), reconocido poeta y ensayista español de la Generación del 27 (que incluye a escritores de la talla de Jorge Guillén, Gerardo Diego y Vicente Aleixandre), considerado una de las mayores figuras de la poesía vanguardista española. Vaya mentor le tocó a Luy, quien fue criado por Larrea tras perder a sus padres en un accidente. Es complicada y triste su historia, y como toda historia con estas características no merece ser contada en cuatro párrafos mezquinos. En su momento, el periodista argentino Martín Perez escribió un muy buen artículo en el suplemento cultural Radar del diario Página/12 y, ante la muerte de Luy, decía: “Poeta vitalista y de barricada, a medio camino siempre entre Artaud y Bukowski, entre Vallejo y Carver [...]. El recuerdo multiplicado por las redes sociales ante la noticia de su suicidio constató que quienes fueron tocados tanto por su atención como por su poesía, de una pedagogía por momentos bestial, jamás podrán olvidarlo”.

Se cumplen diez años de la primera edición de Vicente habla al pueblo (2007), por lo que es tan pertinente (o más) referirse al libro ahora como hace un año, cuando vio esta segunda edición gracias a Pez en el Hielo. El desdoblamiento de la tercera persona (el autor/el poeta) convertida en hablante sitúa en la página a un personaje que comparte espacio con otro Vicente. Pero ojo, no hay un sujeto escindido, hay un registro único desde el que se construye la bipolaridad mental y poética: “Hagamos lo que hagamos / somos la misma cosa. Todo pasa por el miedo. / Y el miedo que más conocemos / es el que inventamos nosotros”. Ese miedo del que se habla en el poemario es también dual: por un lado, la necesidad de autoafirmar el yo ante la realidad, vencer los obstáculos para seguir y hacerse fuerte; por otro, la voluntad de desprenderse de todo cuando no hay soluciones, cuando no se encuentra otra salida; en otras palabras, la vida y la muerte trabajan 24 horas y nuestra felicidad depende de qué tan bien se lleven, y cuánto nos enteremos de esas peleas y de ese diálogo interior.

La voz política, la voz colectiva y comprometida con la que Vicente habla al pueblo” se dispara como una frase-motor y es utilizada en varios pasajes del libro. Es la que aborda temas filosóficos sin perder la cercanía con el transeúnte o vecino barrial que lo escucha: “Lo que está mal está mal. / Pero lo que está bien también está mal. / Charlalo con tus padres”. Es la misma voz que lucha por los derechos vitales del individuo: “La libertad debiera ser obligatoria”. Es aquella que le pone el pecho a las balas y se hace cargo cuando es necesario: “Lamento tener que decirlo, / pero es mi responsabilidad”. No hay miedo aquí, hay certeza, hay puro vitalismo existencial.

Pero hay otra cosa también. Hay otro Vicente (el mismo) que nos habla desde el parlante opuesto del poemario. Y entonces aparece la intimidad seca y a secas, la vida privada lejos del bullicio, la cara lavada de la soledad que frente al espejo se mira con la guardia baja y piensa: “Sólo he sido un esclavo / ¿qué puedo saber de mí?”. Es la voz piadosa inyectada de un dolor inconmensurable que aun así, padeciendo, busca dejarte una huella a destiempo: “Uno es el paraíso. Que no te roben eso”. Es la contemplación del mejor amor, pero en el medio de una tormenta y mojándose hasta las medias: “Y nosotros acá / parados uno frente al otro / como si no nos hubiéramos visto nunca / el corazón. / Diciéndonos ¿qué cosa? / ¿que el tiempo pasa?”.

Sí, Vicente, el tiempo pasa, pero tus palabras quedan.

Vicente habla al pueblo, de Vicente Luy (Montevideo, 2016 [Córdoba, 2007]), 38 páginas. Rivothriller, de Zaría Abreu (Montevideo, 2017 [México, 2014]), 60 páginas. Editorial Pez en el Hielo.