En el gran baile de celebraciones –para una parte de la audiencia; la otra, horrorizada, no se acercará a ninguna de ellas, suponemos– que rodean el siglo de la revolución rusa de octubre (noviembre en el calendario gregoriano) de 1917, la idea de focalizarse en la gráfica es a la vez fisiológica (si uno piensa en el aporte visual de vanguardia que esta produjo, no hay campo que se le acerque en materia de resultados, salvo el cine) y bienvenida (pese a su enorme valor en términos de legado –incluso en ámbitos ya desvinculados de cualquier afinidad ideológica–, es todavía un poco secreta para el público general). Así que la muestra 100 años de octubre rojo que ocupa el Museo de Historia del Arte –también en su reciente espacio-pecera de la explanada de la Intendencia de Montevideo, ex sede de la Oficina de Turismo– podría ser una golosa ocasión para recorrer el nacimiento de soluciones gráficas y tipográficas que “sacudieron al mundo”, para evocar una nota-crónica novelada, además de otro campo, el de las artes aplicadas, aquí ampliamente representado.
Sin embargo, a pesar de que la sección “La gráfica de la revolución” ocupe un lugar privilegiado en la exposición, la narrativa que se construye alrededor de esta es de alguna manera parcial y, por ende, cuestionable. Justamente, en la “sala” central el recorrido arranca con dos de los afiches más emblemáticos del constructivismo ruso y, sin miedo a exagerar, del diseño gráfico del siglo XX tout court, ya que aquel movimiento fue uno de los picos planetarios en la disciplina. Primero está el denso Golpead a los blancos con la cuña roja (una reelaboración “mejorada” de un esbelto esquema del futurista italiano Carlo Carrà, hecho para apoyar la solución bélica de 1914). Creada por El Lissitzki en 1919, es todo un resumen de los principios de esa revolución también visual: agitación de la masa, exaltación del movimiento, simbolismo político sencillo pero no retórico, esencialidad, empuje abstracto, uso reducido pero poderoso del color, fuerte juego de contrastes. A su lado, un afiche aun más célebre, maravilloso y temprano ejemplo de empleo de la fotografía en dicho contexto: el de los Libros de la editorial gubernamental de Leningrado que Alexander Rodchenko y Várvara Stepanova confeccionaron en 1925, copiado y citado cientos de veces en las décadas sucesivas, y que cuenta como modelo con una sonriente Lilia Brik, figura central del fermento futurista ruso.
Ahora bien, estos son básicamente los únicos dos ejemplos de peso (salvo tres imágenes más, reproducidas en un tamaño demasiado reducido) del período y de los actores más prominentes del constructivismo, sin contar que la calidad de la reproducción de ambos es paupérrima. No se pretenden los “originales” –que, por supuesto, ya tienen cotizaciones igualables a las de famosos cuadros– en el contexto de una muestra que parece ser sobre todo “pedagógica”, pero no se entiende por qué su calidad es peor que la de todas las demás piezas, cuyas réplicas son por lo menos decentes. Hay realmente poco de la época dorada de la revolución (vale decir, antes de la muerte de Lenin) y faltan nombres absolutamente imprescindibles de la faceta más adelantada del cambio gráfico posrevolucionario, incluso de la primera fase estalinista, como los de Gustav Klutsis, Valentina Kulagina, Nikolai Prusakov, Grigori Borisov y Anton Lavinsky. Así, en vez de adentrarse un poco más en este terreno tan fértil –que fue sin dudas una de las más grandes apuestas sobre el arte como factor de cambio social jamás hecha por un Estado–, la muestra se mueve pescando a mansalva en la otra orilla de la producción de imágenes de la Rusia soviética, que se puede resumir –sin poder entrar aquí en el detalle de los matices, que los hay– con el sello de “realismo socialista”.
Por supuesto, no faltan piezas interesantes, general y justamente las que recuperan, ya amansados, elementos rupturistas. Todavía vibrantes, como en el afiche aniversario número 10, que mezcla cierta agilidad modernista con motivos folclóricos, y en el astronauta que lee en el espacio realizado por Viktor Ivanov en 1965, o ya un poco anémicos, como la hoz y martillo de Birukov para celebrar el medio siglo en 1967, o el Gigante de Cherepovets, dibujado “antes de 1971” por Shabaev. En general, sin embargo, hay ausencia de energía y de soluciones sintéticas, y los afiches sucumben a chatas narrativas o a encomios desmesurados y ya irremediablemente kitsch. La muestra da peso, por ende, a la vertiente que tuvo mayor desarrollo a partir de mediados de los años 30, y que impregnó la sociedad rusa luego de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo durante la Guerra Fría. Los libros, otro capítulo fundamental de aquel gran cambio gráfico, se reducen a pocos volúmenes, bajo vidrio, relativamente nuevos y comunes: se puede inferir que fueron publicados de los años 50 a los 80, pero es sólo una suposición, porque no hay datos ni traducciones de los títulos, y el único ejemplar en español es una linda edición ilustrada del poema Lenin, de Vladimir Mayakovski, a cargo de la editorial Ráduga de Moscú y publicado en 1984.
Resultan mejores las vitrinas con objetos que recogen la producción de arte aplicada con motivos comunistas o directamente ligada a la revolución: ahí también predominan piezas temporalmente lejanas a 1917, pero entre un sinfín de cajitas, adornos, bordados, copas, posavasos, estampillas, pins, diplomas, etcétera, se destacan las buenas réplicas de vajillas “de agitación” de la “Fábrica de Porcelana Imperial de San Petroburgo según diseño original de Sergey Chejonin”, un pañuelo conmemorativo de 1947 producido en una fábrica textil decimonónica expropiada luego del octubre rojo y bautizada “3ª Internacional”, y sobre todo dos ruecas de madera pintada a mano de los años 20, en las que, en medio de decorados tradicionales, aparecen, coloreadas o talladas, hoces y martillos naïfs.
Es buena la idea de la parte de la muestra albergada en la “vieja” sede del museo. Primero, como preámbulo, se exhiben algunos afiches reproducidos en formato muy pequeño (cabe señalar, entre ellos, dos magníficos carteles de cine de los Hermanos Stenberg y de Semion Semionov, así como la publicidad de Cocodrilo, una revista humorística que satirizó a Occidente desde 1922 y durante todo el período soviético) y una colección de postales celebratorias, deliciosas en su mixtura cursi de flores (sobre todo claveles rojos, la flor símbolo del socialismo primero y luego de la Unión Soviética) y parafernalia del Partido Comunista. Sigue una serie de 20 “dípticos” fotográficos que ilustran etapas y acontecimientos de la revolución, en los que se puede apreciar el uso de la gráfica en la calle. Generalmente bien impresas, las imágenes logran construir un relato sólido de la interacción entre el aparato visual soviético y la vida diaria urbana. Aquí tampoco aparece el capítulo estrictamente constructivista, y no hay ejemplos de “las ventanas de la ROSTA”, carteles dirigidos a los obreros, en estilo de historieta, con mensajes lacónicos, creados a mano, de 1919 a 1921, fina y fieramente propagandísticos y cuyos ejemplares más famosos y poderosos fueron ideados y realizados por el propio Mayakovski. Sin embargo, hay fotos sabrosísimas, sobre todo las que retratan los “trenes de agitación”, con pinturas en los vagones de figuras y eslóganes, precursores de los carros de metro y trenes grafiteados a los que tan visualmente acostumbrados estamos hoy.
100 años de octubre rojo es más la reconstrucción gráfica de las celebraciones de cada década de la revolución que una reconstrucción de la revolución misma (el único video, collage de filmaciones de época, también camina por esa ruta) y tiene un hueco, como subrayé, bastante inexplicable. Igualmente justifica la visita: a fin de cuentas, presenta un buen número de especímenes de lo que fue quizá el diálogo directo más intenso y fructífero, en la historia moderna, entre la ideología y su representación con destino masivo.
100 años de octubre rojo. Museo de Historia del Arte (Ejido 1326), hasta el 29 de diciembre.