En noviembre de 1958, Jonas Mekas le preguntó a Jerry Tallmer, que trabajaba en el mítico periódico The Village Voice, por qué este no tenía una columna sobre cine. Tallmer le pidió que se encargara de eso y al otro día Mekas hizo su primera contribución. Estaba por cumplir 36 años.

A los 17 había tomado su primera fotografía, cuando los tanques soviéticos llegaron a su pueblo natal, Semeniškiai, en Lituania, y cinco años después, en 1944, fue llevado junto a su hermano Adolfas a un campo de trabajo nazi en Elmshorn, Alemania. Tras pasar por varios campos de desplazados, al fin de la guerra estudió filosofía en la Universidad de Mainz y en 1949 se anotó para trabajar en un barco que hacía el recorrido de Sydney a Le Havre. Mientras los Mekas esperaban para embarcar, les llegó una invitación para ir, con vivienda y trabajo, a Chicago, pero cuando llegaron a Nueva York decidieron quedarse en esa ciudad, impactados por la modernidad de sus rascacielos, y se establecieron en Brooklyn: “Si estás en el lugar de tus sueños, ¿para qué ir a Chicago”, diría Mekas 45 años después.

A poco de llegar se compró su primera cámara, una Bolex de 16 milímetros, y empezó a frecuentar los sitios en los que se exponía el nuevo cine de vanguardia. Cuando comenzó su columna “Diario de cine”, ya hacía cuatro años que se editaba la precursora revista Film Culture, que había fundado con Adolfas; publicaría, hasta 1996, 79 números, y premiaría a varios de las películas más icónicas del cine independiente. Entre ellas, obras centrales como el debut de John Cassavetes, Shadows (1959); Pull My Daisy (1959), de Robert Frank y Alfred Leslie (“la primera película beat”, basada en parte de una obra de teatro de Jack Kerouac); The Dead and Prelude (1962), de uno de sus más admirados artistas, Stan Brakhage; e Invocation of My Demon Brother (1969), del pionero Kenneth Anger. En 1962 cofundaría la Film-Makers’ Cooperative, y dos años después la Filmmakers’ Cinematheque, que luego se convertiría en Anthology Film Archives, uno de los principales repositorios de cine de vanguardia del mundo.

De aquellos años son sus primeras películas, sobre todo cortos y mediometrajes documentales centrados en la movida artística (The Brig, de 1964, por ejemplo, registra la puesta en escena de la obra de teatro homónima de Kenneth H Brown, y casi no es necesario explicar la trama de Award Presentation to Andy Warhol, también de ese año, cuyo título se puede traducir como “presentación de un premio –el que daba la Film Culture, precisamente– a Andy Warhol”).

Su vida entera, que incluye episodios casi novelescos (como cuando llevó a Estados Unidos, de contrabando y con la ayuda de Harold Pinter, Un chant d’amour, la única película de Jean Genet, de 1950), la dedicó al arte, y hoy tiene más de 20 libros publicados en verso y prosa e incontables películas, con duraciones que van de tres minutos a seis horas. Escribiendo poesía, filmando o haciendo crítica, ya sea en la prensa o en el sitio de internet que inició a los 83 años (jonasmekas.com), Mekas se ha ganado un lugar central en el arte estadounidense y es una referencia ineludible no sólo para los interesados en el cine experimental, sino para cualquiera que busque tener una imagen amplia del movimiento artístico de los años 60 en Estados Unidos (y no sólo allí), cuyo impulso rupturista llega hasta hoy.

Los 60 expandidos

Mekas, que en 1965 se definía como “el único historiador del Nuevo Cine”, se convirtió pronto en una figura central en el underground (según su propia e imprecisa terminología) de aquella década, pero también pudo apreciar otros movimientos cinematográficos contemporáneos y como crítico distinguió a los mayores creadores de su tiempo, riquísimo en genios. Desde The Village Voice elogió a la vez las virtudes de obras maestras del cine europeo como La regla del juego (1939), de Jean Renoir, Orfeo (1950), de Jean Cocteau, o la incomprendida Lola Montès (1955), de Max Ophüls; y a los grandes de Hollywood (de Howard Hawks y John Ford a los maravillosos Douglas Sirk y Vincente Minnelli). Además de admirar a Akira Kurosawa, a Orson Welles y a los franceses Robert Bresson y el mencionado Renoir (dedicó una entusiasta columna a La comida sobre la hierba, de 1959, en general denostada por los críticos como una obra menor), supo ver pronto la importancia de la Nouvelle Vague (elogió tempranamente a Sin aliento –1960–, de Jean-Luc Godard, aunque luego criticaría su cine panfletario, y a Jacques Rivette), de gran parte del cine italiano del momento, como el de Roberto Rossellini en su etapa junto a Ingrid Bergman o el de Michelangelo Antonioni, y de directores tan disímiles como Carl Theodor Dreyer, Glauber Rocha o Miklós Jancsó.

De ninguno de ellos trata, sin embargo, Cuadernos de los sesenta, valiosísimo agregado al impecable catálogo de la editorial argentina Caja Negra, que ya incluía entre sus títulos el diario de exilio de Mekas, Ningún lugar adonde ir. El libro es una traducción de una edición de 2015, originalmente publicada en Alemania con el nombre Scrapbook of the Sixties, que tiene la riqueza del término casi intraducible “libro de recortes”, vinculado en forma estrecha con la fotografía y la memoria. En ese sentido, la delimitación temporal del volumen, de 1958 y 2010, no puede ser más elocuente, porque remueve a los 60 de la arbitrariedad de lo decimal y postula que su espíritu no se circunscribe a una década sino que la desborda, expandiendo su alcance desde fines de los 50 hasta entrado el siglo XXI.

El orden elegido para presentar los textos es el segundo gran gesto editorial: su composición no cronológica privilegia una producción de significado más profunda, mediante el montaje de las piezas (la metáfora cinematográfica no es inocente), que pueden ser entrevistas, crónicas, críticas, comentarios, citas, programas artísticos, resúmenes de películas y muchas imágenes de variadas fuentes, todo armado en una diagramación atractiva, que alterna tipografías y usa las dos columnas en ciertos casos.

El germen del movimiento que con tanto ahínco se encargó de delinear Mekas se puede acaso encontrar en algunas manifestaciones artísticas de las décadas anteriores, como la escuela de Nueva York y la generación beat en literatura; el expresionismo abstracto, la Action Painting y el arte pop en pintura; John Cage y sus seguidores en música; y The Living Theatre en teatro. Ante tal variedad, parece inútil intentar la definición en pocas líneas de una de las épocas más fermentales del siglo XX de este lado del Atlántico, pero esos nombres son los que quizá más fuerza tuvieron y los que prepararon, de algún modo, el apogeo del teatro de improvisación, el surgimiento del rock de vanguardia (con The Velvet Underground a la cabeza), la popularización de eventos multimediáticos como los happenings, en gran medida herederos del dadaísmo (llevado a Estados Unidos sobre todo por Marcel Duchamp, que vivió de manera esporádica en ese país desde 1915), etcétera.

El grupo Fluxus, por ejemplo, cuyo nombre fue propuesto en 1961 por el artista de origen lituano George Maciunas, sería, en cierto sentido, la cristalización de una postura artística que daba cuenta de esa tradición a la vez que incorporaba distintos elementos como el videoarte, enriquecidos por los orígenes, en gran medida extranjeros, de sus participantes. En efecto, es muy significativo notar que buena parte de los artistas que se situaron en la vanguardia de Nueva York no eran nativos de la ciudad. Basta pensar en los estadounidenses Allen Ginsberg (originario de Newark, New Jersey), Warhol (de Pittsburgh), Jack Smith (de Columbus, Ohio), Brakhage (de Kansas), o en la alemana Judith Malina (de Kiel), el coreano Nam June Paik (de Seúl), la japonesa Yoko Ono (de Tokio) o el propio Mekas.

El conservador del presente

La potencia de la prosa de Mekas nace de su conciencia de estar ante algo nuevo. Admirado, remarca esa cualidad cada vez que puede, y tal radicalismo, que lo lleva al punto de reclamar el carácter sin precedentes de este cine (noción criticada, por ejemplo, por Susan Sontag en su ensayo sobre la controvertida película de Smith Flaming Creatures), es a la vez uno de sus puntos débiles, su mayor encanto y la principal fuente de su fuerza. El año pasado, Richard Brody lamentaba con razón, desde las páginas de The New Yorker, la inmensa energía puesta por el crítico en defender a algunos cineastas “cuyas obras existen, mayormente, para generar el discurso que las celebra”, y su propensión al pensamiento mediante contrarios excluyentes (comercial/no comercial, personal/público, etcétera). En consecuencia, sin embargo, “la conjunción apasionada, incluso extática, de entusiasmo e interpretación crítica de Mekas” es a menudo más reveladora que las películas en sí mismas.

La obra “periodística” de Mekas, preocupada por estar en el instante, por escribirse desde adentro, se puede relacionar con el estilo cultivado en esos años por Hunter S Thompson (comúnmente denominado gonzo) o, más en general, con el Nuevo Periodismo. Así, construye textos que no reniegan de la subjetividad sino que, al contrario, se detienen en la experiencia personal como única manera honesta del relato. El concepto de “verdad”, hoy tan manoseado, es fundamental en la postura del crítico y de los artistas, que buscan siempre una forma de trascendencia, no tal vez en una presunta esencia que reconocen quimérica, sino en la misma superficie. De esa necesidad, parece decir Mekas, surgen las películas de Warhol, que se detienen en planos a veces fijos ante un rostro o un mero objeto, sin juicio más allá del encuadre, sin comentarios ni valoraciones (los títulos son muchas veces denotativos, como Kiss, Eat o Couch); el artista pop es entonces un heredero de los hermanos Lumière o un cronista, ya sea desde la compulsiva necesidad de conservarlo todo plasmado en el metraje de una película o en las miles de fotografías callejeras que sacaba usando cámaras compactas y baratas. También en la superficie es donde se enfocan Barbara Rubin o Gregory Markopoulos, como respuesta a lo que “dos siglos de industrialización, racionalismo y materialismo han logrado”, es decir, “que el mundo material sea invisible a nuestros ojos”, como apunta en su homenaje a Carolee Schneemann.

Una de las cosas que se sienten cuando se lo lee es que, hable de quien hable, Mekas está hablando de sí mismo. No porque haga constante mención a su persona –las autorreferencias son casi siempre muy justificadas y aportan nuevas capas de significado a sus textos–, sino porque se puede ver cómo (y así sucede a veces con el trabajo de los artistas que son a la vez críticos) la obra artística personal no puede desligarse de su vertiente más periodística. El verdadero poder de su estilo reside, justamente, en no ocultar estos trasvasamientos sino en utilizarlos con inteligencia.

Así, cuando escribe, sobre Peter Beard, que “en sus diarios intenta retener no sólo lo conservable, sino también lo ‘inconservable’, lo que está destinado a perderse”, es imposible no pensar en películas del propio Mekas como Walden (1969), que da cuenta (mientras homenajea a uno de los principales e involuntarios referentes del movimiento juvenil estadounidense de los 60, Henry David Thoreau) del paso del artista por el mundo, un mundo muy concreto de días, casas, paisajes y amigos que la cámara captura y los intertítulos (en un estilo muy característico) apenas sitúan. Escribiendo para una muestra de fotografías de Warhol en 2010, sostiene que “quien elige llevar un diario en el mundo del arte es alguien totalmente abierto a todas las posibilidades. Alguien que no descarta nada, porque todo eventualmente encuentra su uso”. Así, es igualmente difícil no imaginar a Mekas, casi invariablemente con una cámara en la mano o colgando del cuello (basta ver las fotos que le han tomado), guardando miles de imágenes o, desde el archivo, conservando insistentemente el patrimonio fílmico. Tal vez por eso Warhol anotó en su diario, el 17 de octubre de 1985: “No sé por qué esa gente de Hollywood no le da a Jonas copias de todo. Él es una de las pocas personas que todavía realmente se preocupan”.

Política y estética

El libro incluye, como se ha dicho, un conjunto impresionante de materiales, que abre (tras un valioso ensayo de Pablo Marín) una suerte de manifiesto llamado “En defensa de la perversión”, al que, entre otras cosas, siguen un hermoso obituario de Allen Ginsberg, la descripción de un proyecto jamás realizado de Gregory Corso, discusiones sobre el teatro de dramaturgos como Richard Foreman, notas sobre la obra cinematográfica de Maya Deren y Ken Jacobs, unas hermosas “notas sobre danza” escritas durante el Verano del Amor de 1967, reflexiones sobre el cine expandido y la música de John Cage, una conversación con Susan Sontag acerca de su primera película (que a Mekas no le gustó) y una larga entrevista con John Lennon y Yoko Ono.

En varios de estos textos se pueden ver reiteraciones temáticas que marcan una continuidad: la preocupación por la forma, por la técnica, por los modos de vida tan radicalmente opuestos al American way of life. Un tema siempre presente es el de la persecución y la censura que sufrieron muchos de los artistas entrevistados (como Julian Beck y Judith Melina, Hermann Kubelka o Hermann Nitsch, cuyas obras, que incluían sacrificios, sexo, sangre y vísceras, le valieron una condena a medio año de prisión en su país natal, Austria, motivo por el que huyó hacia Alemania), pero también Mekas, que fue arrestado por proyectar Flaming Creatures y Un chant d’amour, por ejemplo, y tuvo que filmar The Brig durante la noche, porque el FBI había cerrado The Living Theatre.

En relación con eso, otra de las grandes discusiones que sobrevuela el volumen entero, y que por momentos se manifiesta en forma muy explícita, se refiere a los cruces entre arte y política o, mejor, de lo político en el arte. En 1994, en una charla con Vytautas Landsbergis (músico, profesor de conservatorio y primer presidente de Lituania tras la disolución de la Unión Soviética), Nam June Paik (compositor y pionero, sobre todo como miembro de Fluxus, del videoarte) y Sontag (una de las más atentas críticas de los movimientos artísticos y sociales de su tiempo), Mekas fue definido por Paik como uno de los pocos, junto a él, que dentro del movimiento de vanguardia se declaraban anticomunistas.

Esta declaración en negativo carece de una contrapartida. La postura ideológica de Mekas, al menos durante los años 60, parece de una terca ingenuidad, a veces cercana a un anarquismo romántico (incluso en su concepción de hacer de la vida una obra de arte) o al socialismo utópico. Esto se puede ver claramente en varios pasajes del libro. Un ejemplo está en la charla de 1967 con el escritor y director de cine italiano Pier Paolo Pasolini y el también cineasta y periodista alemán Gideon Bachmann, cuya lucidez contrasta fuertemente con la visión idealizada de Mekas, que, en un mundo previo a los crímenes de la “familia Manson”, habla de las virtudes de la vida retirada, de las comunidades de “gente hermosa” y de las reuniones públicas conocidas como be-ins. Ante esto, Pasolini, desencantado con la situación en su país, aboga por la necesidad de ir más allá de la inconformidad con lo establecido, adoptar una definición política y, tras eso, participar en una guerra civil, que en su opinión era la única consecuencia posible de la toma de conciencia.

Más adelante, el italiano expresa que, de no declararse esa guerra, “Estados Unidos asumirá la herencia de Alemania” y, finalmente, “se transformará en el país que llevará al nazismo hasta sus últimas consecuencias”, aunque, por desgracia, esto queda sin explicación. Pero es Bachmann quien, demostrando una visión muy sagaz, señala con mayor contundencia lo endeble de gran parte del pensamiento estadounidense de izquierda, cuando le dice apocalípticamente a Mekas: “Antes de que usted tenga una chance de trabajar sobre el tema, ya habrá sido devorado por el sistema y toda su gente hermosa estará trabajando en Madison Avenue, o para Finsider u Olivetti”.

El profundo optimismo que mueve a Mekas es una forma de la espiritualidad, elemento que considera central (Henry Thoreau de por medio) en la experiencia estadounidense; una vuelta a lo sagrado y a lo ritual que lo hace afirmar muchas veces que se siente en el fin de la civilización y a la vez vislumbra el comienzo de algo distinto (el amanecer de la Era de Acuario), que lo lleva, por otra parte y en un arrojo casi místico, a escribir sus mejores piezas, como la crónica de la representación de una obra de teatro de Smith a la medianoche, en la que la escenografía (formada por basura y restos) significa tanto o más que las actuaciones, o el ensayo que se detiene en los delicados fotogramas de Joseph Cornell, en su uso del found footage y de los símbolos. Mekas combina permanentemente elementos, de manera que el libro funciona a la vez como diario personal, obra crítica y panorama de una época fascinante. Asimismo, su percepción de la importancia de la duración y de la espera, de la materialidad del celuloide y de la pantalla (el grano, el empalme, el corte y la transición), encuentran vigencia en gran parte de las artes visuales actuales, que han visto el resurgimiento de formatos analógicos como el Super-8 o un renovado interés por las técnicas de revelado.

El 24 de diciembre, Mekas cumplirá 95 años. En su búsqueda de un cine “poético”, que prescinda de lo narrativo y sea, en ese sentido, “puro”, su voz se mantiene, a través del tiempo, rebelde, autónoma y eternamente joven.

Cuaderno de los sesenta. Escritos 1958-2010, de Jonas Mekas. Caja Negra, Buenos Aires, 2017. 448 páginas.