Dicen las malas gentes que los libros que empiezan con un esquema también terminan como un esquema, pero eso no siempre es cierto; sí lo es que el esquema que organiza 4 3 2 1, la más reciente novela de Paul Auster, tras siete años de silencio y una racha de libros más bien flojos (Un hombre en la oscuridad –2008–, Invisible –2009–, Sunset Park –2010–), es en el fondo simplísimo.
Hay una suerte de prólogo a la manera de la novela decimonónica o de la escritura biográfica más tradicional –donde nos enteramos acerca de los abuelos y los padres de Archie Ferguson, que será el protagonista de la historia–, después pasamos a los primeros años de la infancia de este Ferguson y en la página 57 aparecen un acontecimiento específico (el robo de unos almacenes) y sus consecuencias. Pero pocas páginas después, bajo la indicación de capítulo 1.2 (el anterior era 1.1), la narración parece arrancar de nuevo desde un poco más atrás y arribamos a aquel acontecimiento específico... con otras consecuencias. El robo mismo, de hecho, ha cambiado: ahora involucra a otras personas (o a una persona más) y se da de otra manera. Pero entonces, en la página 79 (capítulo 1.3), la cosa recomienza una vez más, el robo tiene todavía otras características y la historia de vida del protagonista que sigue es, naturalmente, distinta. Pasa lo mismo en la página 99 (capítulo 1.4), pero para entonces ya está claro: a partir de un punto de inflexión (“punto jonbar” en la terminología más cienciaficcionera y ucrónica; por supuesto, en ninguna parte de este libro, interior o contraportada, siquiera se menciona la ciencia ficción, no vaya a ser que se espanten los lectores) las historias de vida de Ferguson divergen.
Dicho de otro modo: 4 3 2 1 es cuatro novelas (bueno, tres, pero no quiero spoilear) que comparten su protagonista –o, más bien, el nombre de su protagonista–, dispuestas como una única macronovela. ¿Se acuerdan de “El jardín de los senderos que se bifurcan”, uno de los dos o tres cuentos más célebres y geniales de Jorge Luis Borges? Bueno, es la misma idea, sólo que Auster, en vez de pensar, como su atorrante maestro argentino, que es un “desvarío laborioso y empobrecedor componer vastos libros; explayar en más de quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos”, decidió, valiente, voluntariosamente, cabe pensar, escribir ese libro vasto o vastísimo.
Lamentablemente, acá sí es verdad eso que dicen las malas gentes, y al final, después de las 957 páginas que ocupa 4 3 2 1 en esta traducción al español, lo único que parece en verdad interesante del novelón es el esquema. Y no porque sea nuevo ni original, por supuesto, ni es tampoco que eso importe, pero quienes admiramos al Auster de La trilogía de Nueva York (1985-1986), La música del azar (1990), La noche del oráculo (2003) y Mr Vértigo (1994) esperábamos más que una larga y aburrida novela básicamente histórica y costumbrista. Es inevitable –y aburrido– tocar el lugar común de la crítica literaria en tanto relato de una desilusión, pero no menos cierto parece que 4 3 2 1 se juega a construirse como novela total (¿el intento de Auster en la gran novela americana?) y no llega.
Para empezar, las cuatro novelas o subnovelas terminan siendo abrumadoramente parecidas. No en los hechos específicos, claro, pero sí en una suerte de tono o fondo general que se impone en la lectura. Dado que la obra funciona o quiere funcionar como un bildungsroman o historia de una formación, y que el protagonista nace en 1947, Auster no deja de caer en todos los clichés de la narrativa histórica más desprolija: su personaje –en sus tres o cuatro encarnaciones– está siempre metido de alguna manera en los asuntos que damos por históricamente relevantes; siempre le importa todo lo que, en retrospectiva, debió importarle, siempre lee lo que había que leer y, para colmo, de alguna manera siempre termina igual. Es decir: la novela plantea cuatro posibles desarrollos divergentes a partir de un hecho básico, y su protagonista debería ser siempre diferente, según la lógica de la contingencia que el propio Auster explicita metatextualmente en varios momentos de su libro (y ahí, por cierto, asoma el Auster que queremos, pero queda sepultado por el peso de su programa historicista; en uno de los últimos episodios, Ferguson se propone escribir la historia de sus múltiples vidas posibles, pero la cosa no termina de ofrecerse como algo distinto de un detalle más, perdido en una marea de datos históricos o historizantes). Entonces, el protagonista termina por ser demasiado parecido. Insisto: no en los detalles narrativos pero sí en un tono general que se impone al discurso sobre su vida, gustos y opiniones. Es cierto que en una de las subnovelas es bisexual, que en otra ama a Fulana y no a Mengana, que en aquella es crítico de cine y en aquella otra escritor, y que a veces le gusta la música de Bach, pero el contexto cultural en que se mueve y en el que respira (y produce) es siempre el mismo, como lo son su actitud esencial y su personalidad.
El libro, en ese sentido, parece aceptar, vendado y de rodillas, todo lo que le impone la cultura highbrow de lo “relevante” en una historia dada y consabida de la literatura y las artes. Así, la cultura pop (y convengamos que en una historia que atraviesa la década de 1960 y la siguiente eso es como mínimo relevante) está abrumadoramente ausente, hecha la excepción de aquello ya legitimado, y todo lo que aparece como cercano al protagonista suena a cliché de manual, a los gustos de un alumno obediente.
Quizá la lógica que quiso favorecer Auster fue que, sin importar los desplazamientos (por usar el oportuno término de Mario Levrero, en cuya nouvelle así titulada hay un claro antecedente del novelón de Auster, aunque es probable que este no haya leído aquella), al final todo converge en lo mismo, un poco a la manera de las ficciones ucrónicas que emplean el recurso de la course correction (“corrección del curso”, o sea que, sin importar la violencia de los cambios introducidos en la historia, las cosas siempre terminan siendo las que son o deben ser: Pavana –1968–, de Keith Roberts, es un ejemplo) o, en su versión más débil, de la resistencia a los cambios o “inercia” de los procesos históricos, como en 22/11/63 –2011–, de Stephen King. Pero esa lógica parece pelearse con la que asoma en otras secciones de 4 3 2 1 y parece más jugada a una exposición de las contingencias, de la variabilidad y de lo endeble de las historias que damos por reales. Probablemente, para concederle algo a Auster, en la tensión entre ambas ideas esté el núcleo del proyecto, pero dada la extensión de la(s) novela(s) y la evidente preocupación por construir “la historia” colectiva, real, del mundo que conocemos a un notorio nivel de detalle, el libro termina por ofrecer una imagen desenfocada que contrasta con la tensión narrativa y la economía deslumbrante de La trilogía de Nueva York o Mr Vértigo.
En última instancia, queda el documento de un fracaso, si es que Auster quiso apostar a esa gran novela con tintes históricos en la que la literatura de su país ha insistido de la mano de obras maestras como El plantador de tabaco (1991), de John Barth, Mason & Dixon, de Thomas Pynchon, y Submundo, de Don de Lillo (ambas de 1997); o, simplemente, al gesto maximalista de libros como La broma infinita (1996), de David Foster Wallace, Los reconocimientos (1955), de William Gaddis, La casa de hojas (2000), de Mark Z Danielewski o, saliendo un poco del territorio estadounidense, 2666 (2004), de Roberto Bolaño, y la más reciente Jerusalem (2016), de Alan Moore. Libros, todos ellos, mucho más fascinantes que 4 3 2 1, que permanece curiosamente deslucido, apagado, casi como si Auster lo hubiese escrito resignado a que no está entre sus habilidades tocar ese tipo de obras o, acaso, a que ya era hora de meterse con los límites de su propio talento y fracasar.
4 3 2 1, de Paul Auster. Seix Barral, 2017. 957 páginas.