Diez años después de recibir el premio Príncipe de Asturias a las Artes, Sebastião Salgado se convirtió en el primer brasileño –y el cuarto fotógrafo– en ser incorporado a la Academia de Bellas Artes francesa. Con la gran ceremonia que se realizó el miércoles de noche, esta distinción volvió a confirmar el reconocimiento internacional de su obra, por la que se convirtió en el fotoperiodista social que marcó la historia del siglo XX.

Nacido en Minas Gerais en 1944, se ha dedicado a investigar los distintos caminos por los que la fotografía puede intervenir la realidad retratada. De joven estudió economía, pero en 1969, cuando comenzaba a lograr éxito académico, debió exiliarse en París debido a su militancia contra el régimen militar brasileño. Sin saber nada de fotografía, a los 26 años, por azar, tomó una cámara por primera vez. Un año después, comenzó a viajar por África en comisiones para el Banco Mundial, tras lo cual se convirtió en un referente de agencias como Gamma, Sygma y Magnum. “Cuando me instalé en Inglaterra y empecé a viajar a África por mi trabajo, la fotografía me proporcionaba más placer que los informes que debía hacer. Así que un día me metí con Lélia [su esposa] en un barquito de un estanque en Hyde Park y lo discutimos durante horas. Tenía una invitación para ser profesor en la Universidad de São Paulo y otra para trabajar en el Banco Mundial en Washington. Para un joven economista era un futuro fabuloso.” Pero decidió dedicarse de lleno a la fotografía. Sentía que el mundo estallaba en pedazos, así que se lanzó a documentar dramas sociales y humanos, sobre aquellos desplazados por el hambre y la guerra, y sobre trabajadores en minas de oro. Siguió por la hambruna de Etiopía, los yacimientos petroleros en medio de la Guerra del Golfo y el genocidio en Ruanda. A través de su trabajo sobre la explotación, la crueldad y la violencia, Salgado se propuso retratar la forma de vivir –o sobrevivir– de los abandonados: trabajadores rurales y sin tierra, indígenas, habitantes de favelas o de quilombos (el nombre histórico en Brasil de las comunidades de ex esclavos negros), trabajadores clandestinos, familias carboneras. De cada uno parece extraer una verdad y un realismo que duele y que arrebata el alma de lo que registra su cámara.

“En Brasil había estado muy metido en temas sociales, estábamos en una época de militancia política. Además, llegamos a estudiar a Francia después de 1968: todo era activismo, política, militancia y temas sociales. Convertirme en fotógrafo social y documental fue una evolución natural para mí”, dijo décadas después (en Creadores de imágenes: fotógrafos contemporáneos, de Anne-Celine Jaeger, 2007), cuando advertía que la gente no terminaba de entender por qué había trabajado tanto sobre la hambruna en África y la pobreza en América Latina. “Era lo que tenía en mente. No me imponía en sus vidas, era lo que yo estaba viviendo.”

En 1986 publicó su primer libro, Otras Américas, y durante los siguientes seis años se dedicó a trabajar en una de sus obras más emblemáticas, Trabajadores, publicada en 1996.

Además de la oferta en librerías especializadas, para los que quieran acercarse a su complejo y fragmentado universo, está disponible en Netflix un recomendable documental: La sal de la tierra, dirigido por el cineasta alemán Wim Wenders y el hijo del homenajeado, Juliano Ribeiro Salgado.