Toda la delicada y simple belleza de Paterson se puede rastrear en el poema “This is just to say”, citado por el protagonista que lleva el nombre del film y de la ciudad en que sucede –Paterson, Nueva Jersey– y el famoso libro de William Carlos Williams, inspirado en dicha localidad. El poema es de una sencillez que terminaría haciendo escuela, de esa poesía armada “no en base a ideas, sino a cosas”, en la cual lo que posiblemente haya sido una simple nota de disculpas a una esposa o amante pegada en una heladera termina elevándose a una categoría poética. “I have eaten / the plums / that were in / the icebox // and which / you were probably / saving / for breakfast // Forgive me / they were delicious / so sweet / and so cold” (Me comí / las ciruelas / que estaban en / el refrigerador // y que / probablemente/ guardabas / para el desayuno // Perdóname / estaban deliciosas / tan dulces / y tan frías). Ahí, lo cotidiano adquiere una condición sublime sin necesidad de resonancia simbólica, más bien aferrándonos a la concreta belleza de la sonoridad y el detalle sensorial. Tal como dice uno de los poetas diletantes que desfilan por Paterson (que Jim Jarmusch inteligentemente dosifica en personajes tan variables como una niña, un rapero y un japonés), leer un poema traducido es como ducharse con un pilot, y sobre la sonoridad de las palabras en inglés (el peso de la palabra plums y los dos monosilábicos adjetivos de los últimos versos, sweet y cold) recae una sensación fresca y redonda, como las ciruelas.

Fiel a su maestro, Paterson (Adam Driver) escribe pequeños poemas centrados en viñetas cotidianas y objetos, como la hermosa primera composición sobre una caja de fósforos. Sus días se suceden circularmente, como si fueran estrofas de un largo poema, repitiendo las mismas rutas (no sólo metafóricas, sino también geográficas y concretas, se trata de un chofer de ómnibus), deteniéndose a almorzar frente a una bella cascada (con sus “Poemas a la hora de comer”, de Frank O’Hara), cenando con su pareja (Golshifteh Farahani), yendo a pasear a su perro y tomándose una cerveza en el bar del barrio. Nunca se nos muestra la vuelta a casa desde el bar al final del día, sólo hay un fundido en negro y volvemos a la escena del comienzo, retomando el plano cenital de Paterson despertándose en la cama junto a su novia, que marca un nuevo día.

La mayoría de los films sobre poetas intentarían construir esta condición circular y cotidiana como una base sobre la que el protagonista terminaría descubriendo su verdadera pasión, como un acontecer chato y alienante sobre el que emergería su verdadera existencia, su identidad de autor. Sin embargo, Jarmusch no se deja seducir por el mito romántico del poeta o de la poesía, y todo lo que sucede en la vida de su personaje es exactamente lo que es, sin un tono más claro o más oscuro.

No daría en el clavo de no ser por la actuación contenida de Driver, posiblemente en el rol más apagado –pero a la vez fascinante– de su carrera. Todo en él suele ser opaco, retraído y poco claro, excepto cuando nos encontramos con los voiceovers de sus composiciones. Todos los poemas que aparecen en el film (la mayoría de ellos realizados por Ron Padgett, amigo de Jarmusch) son leídos de ese modo, al tiempo que aparecen escritos en la pantalla, y no se presentan como obras terminadas y recitadas en forma distendida, sino como works in progress, con las pausas y la sonoridad de quien está dictando o escribiendo en el momento.

Sentate y escribí

Este no es un detalle menor. El cine ha dado muchos films sobre poesía y poetas, como La sociedad de los poetas muertos (Peter Weir, 1989), El cartero (Michael Redford, Massimo Troisi, 1994), Antes de que anochezca (Julian Schnabel, 2000), A Quiet Passion (Terence Davies, 2016) u obras en los últimos años sobre Allen Ginsberg y la generación beatKill your Darlings (John Krokidas, 2013), Howl (Rob Epstein, Jeffrey Friedman, 2010)–. Con sus aciertos y errores, la mayoría lidia con la idea de la poesía como un mundo prometido, o del poeta llegando a un estado de gracia interna. Paterson parece contarnos otra historia, la de la poesía haciéndose. Hay en este detalle algo realmente inusual –salvo en algunos films recientes, como La maestra del kindergarten (Nadav Lapid, 2014) y Poetry (Lee Chang-Dong, 2010)–: mostrar las costuras del ensayo y error, mantenerse anclado en la realidad casi banal y, sin embargo, nunca perder una condición evanescente y poética de fondo.

La mayoría de las representaciones de los artistas se basan, como ya mencioné, en mitos acerca de la poesía como un estilo de vida, que tuerce la balanza para hacer a la vida poética, más que poesía sobre la vida. En este sentido, siempre hay un horizonte de fascinación con el poeta como artista loco –no pocas veces torturado–, alguien tocado por la vara de la genialidad, por fuera de la sociedad. En Paterson, el poeta es simplemente alguien que se sienta, observa y escribe todos los días. La actividad es relatada desde su costado más cercano al oficio, al trabajo minucioso y cotidiano, sin rayos de inspiración. La rutina y los trabajos repetitivos suelen atrapar al cuerpo, pero –contrariamente a lo que piensan varios foucaltianos horrorizados por las líneas de trabajo tayloristas– muchas veces dejan libre a la mente para transcurrir por donde quiera.

El amor desmontado

Pero Paterson es un film sobre mucho más. Presenciamos una relación, pero nunca llegamos a sentirnos del todo cómodos a la hora de hablar de si lo que hay entre los personajes es amor, y en tal caso, qué tipo de amor es. La novia del protagonista es atenta, pero medio boluda –dependiendo del temperamento del espectador, puede ranquear entre boluda simpática y boluda infumable–, haciéndole gastar un montón de plata en una guitarra que ni siquiera sabe tocar, elaborando extraños platos de comida, y decorando su ropa y la casa con unos motivos que, en una continuada exposición, podrían generar dolores de cabeza. Todo esto es sabido por el mismo Paterson, pero nunca lo vemos poner su disgusto o incomodidad en palabras, ni siquiera aceptarlos para sí mismo: el gesto, la impresión, quedan ahí, en el zaguán entre el pensamiento y su rostro. Esto toca una dimensión del amor que es similar a la de la poesía: el amor como un trabajo arduo pero sereno, construido sobre pequeñas concesiones, con instantes ínfimos de deleite perdidos entre otros de simple empatía, tal como las ciruelas que le come William Carlos Williams a su pareja.

Y entre el amor y la poesía, está la ciudad (una de las temáticas que siempre le obsesionó a Jarmusch, como la Nueva Orleans de Bajo el peso de la ley –1986– o la Memphis de Mystery Train –1989). En esta Paterson, Nueva Jersey, los habitantes hablan, discuten, pero todo está colocado en un particular terreno de respeto y empatía que nunca intenta aleccionar nada, que se da así como así, con suma naturalidad. Es difícil encontrar un film actual en el que la posibilidad de comunicación esté puesta en un horizonte tan sutil, pero a su vez sincero. En tiempos de resquebrajamiento social, con una reedición de conflictos raciales como los sucedidos en Estados Unidos, una película que presente una modalidad de comunicación tan horizontal, y a la vez tan serena y natural, es una especie de declaración política.

Ya en las puertas de 2018, podría decirse que 2017 brilló con dos films sobre la creación artística, The Art Life, sobre la vida precinematográfica de David Lynch, y este de Jarmusch. Dos obras que son mucho más importantes que su aparente envoltorio, y que con el tiempo serán una brújula moral y estética para todo aquel que quiera adentrarse en los vericuetos de la creación artística.

Paterson, dirigida por Jim Jarmusch. Estados Unidos/Francia/Alemania, 2016. Con Adam Driver y Golshifteh Farahani. Life Cinemas Alfabeta.