–Podríamos empezar con el título de su intervención en el Museo Gurvich, que cerró las jornadas del coloquio. “De la ‘identidad’ a ‘lo global’, el paradigma del arte contemporáneo en América Latina” ¿Cuál es ese paradigma?

–Lo que sucede es que uno de los factores que han definido a lo largo de la historia al arte latinoamericano –que, como sabemos, es una construcción; no estoy hablando desde ningún esencialismo, se trata simplemente de un término operativo– es la identidad. Es un arte cuya identidad se debate eternamente: en los años 20 preguntándose si los artistas de acá eran nacionalistas o cosmopolitas; en los 60, si eran locales o internacionales, indígenas o no, etcétera. Pero en la última década ha surgido otro paradigma en el mundo del arte, que es el paradigma de lo contemporáneo. Entonces, de momento, se presume que el arte latinoamericano ya no tiene que buscar la identidad, sino surgir en un territorio absolutamente neutral como lo es esta contemporaneidad, concepto que no se refiere a una periodización, sino a un estado del presente que no se liga con ninguna coordenada geográfica o cultural. Es muy frecuente oír a artistas, sobre todo emergentes, que no se definen latinoamericanos sino contemporáneos. Las mismas casas de subastas están incluyendo a algunos artistas del continente en los remates de arte contemporáneo y no en los de arte latinoamericano, como solían hacer antes. Entonces, ¿es realmente así? ¿Estos artistas son realmente neutrales y no manifiestan ninguna identidad, no tienen nada que los diferencie de otros? ¿Estamos de verdad en esta etapa, o no? Todo esto tiene que ver también con la cuestión de si hemos llegado al mainstream o no, si hemos sido ya asimilados o no. Para mí, se trata de levantar una serie de preguntas en torno a esa presunta transición, señalando paradojas y contradicciones mediante ejemplos de obras que mostré en una exhibición llamada Belleza contingente, que organicé hace dos años. Son artistas que en apariencia no se ocupan de temas identitarios, porque trabajan principalmente en torno a los materiales, a la acumulación, produciendo una especie de fiesta visual supuestamente lejos de las preocupaciones de identidad, nación, localismo, etcétera, pero que en realidad sí acarrean estos referentes. Es una discusión sobre cómo estos artistas, mediante el material empleado, el proceso de trabajo, las referencias implícitas en las obras, reflejan el paradigma de la identidad, porque en el fondo el origen de esta “neurosis de la identidad” –como la llama Gerardo Mosquera– tiene que ver con el eje de desigualdad política y económica que caracteriza a América Latina con respecto a Europa y Estados Unidos. La desigualdad no ha desaparecido, se dan nuevas formas de colonialismo.

–¿Quién creó y sustenta este paradigma de lo contemporáneo?

–Lo contemporáneo implica todo un circuito de museos, instituciones, curadores, galeristas, e incluso al aparato académico. Es todo un circuito de gente que se mueve de un punto a otro en el mundo, distintos ejes planetarios que pertenecen a este conjunto de mercado y promoción. Hay que remarcar una distinción que ya mencioné: lo que estoy trabajando no es el período cronológico, no es contemporáneo por una cuestión temporal, como antes –vale decir, contemporáneo porque se hace en el momento actual–, no, eso ya se ha trascendido para crear el paradigma contemporáneo que funciona en relación con una especie de presente que no acaba, dilatado.

Inverted Utopia, una muestra que usted curó junto con Héctor Olea a principios del milenio, se puede considerar uno de los ejemplos más contundentes de reelaboración del canon artístico global, que empujaba por la inserción de una serie de experiencias latinoamericanas “olvidadas” o postergadas por la mayoría de los relatos del arte hasta aquel momento. Según el catálogo de la exposición, en 2004 el arte latino se consideraba un “campo emergente” de estudio. ¿Cuál es la situación hoy? ¿Emergió?

–El campo académico ha evolucionado bastante, tanto en América del Norte como en América Latina. Cuando yo empecé mis estudios de posgrado, en 1975, en Estados Unidos no había absolutamente nadie enseñando sobre arte latinoamericano; de hecho, empecé estudiando arte alemán. Acá, en aquella época, estaban las dictaduras, y las carreras de historia del arte no estaban definidas, o por lo menos no como lo están ahora. Luego, con la vuelta a la democracia, la situación cambió, por ejemplo en Buenos Aires, con toda una generación de investigadores –como Andrea Giunta, Diana Weschler y Cristina Rossi– que se formó en los años 80. Pero en el año 2000 se podía hablar todavía de un campo emergente. Alguien comentaba que este año hubo unas 85 disertaciones de doctorado sobre arte latino en universidades estadounidenses: cuando yo empecé a trabajar en la Universidad de Austin en 1989 –antes de ir a Houston– ese era prácticamente el único centro de estudio del tema en todo el país, bajo la guía de Jacqueline Barnitz. Todo esto es un fenómeno que se dio, prácticamente, en los últimos 20 años.

–Usted destacaba, en el libro/muestra de Inverted Utopia, sobre todo dos momentos de eclosión vanguardista en América Latina: los años 20, con la reelaboración local de experiencias europeas, pero también el deseo de distanciarse de ellas; y los 60, con las nuevas vanguardias. ¿Hoy hay proyectos vanguardistas?

–La vanguardia tiene su momento histórico. Siempre va a existir un arte vanguardista, en el sentido de un arte innovador que quiere empujar los límites e inventarse de otra manera; eso sucede todo el tiempo. Sin embargo, pensar en un tercer momento de la vanguardia, no; creo que es un paradigma que no se aplica en el presente.

–Considerando el arte del siglo XX hasta los 70, se suele caracterizar el quehacer latinoamericano como eminentemente político –a veces pese a lo problemático que es definir el arte político–. ¿Qué mueve ahora a los artistas del continente? Tal vez se ha pasado de ambiciones utópicas, en el sentido de un cambio integral, a reivindicaciones más específicas, como las ambientalistas y de género, ¿o hay algo más?

–Es un panorama muy amplio, hay muchas cosas que están pasando y es muy difícil reducirlas a una. Pero creo que hay una fuerte vertiente de arte político: no es político en el sentido tradicional, de representar obreros con puños levantados, esvásticas o martillos y hoces, es decir, el tipo de arte realista-político que tenemos como estereotipo. Pero, por ejemplo, en las últimas muestras que curé –la citada Belleza contingente y una más reciente, Home - tan diferente, tan atractivo–, hay mucha presencia de la política. En la primera, los artistas trabajaron un sentido sensual de la belleza en grandes instalaciones, videos, etcétera, en las que, por ejemplo, una de las piezas clave, Agua tejida, de la colombiana María Fernanda Cardoso –con racimos de estrellas de mar que cuelgan del techo–, visualmente te seduce, te da ganas de entrar en el espacio que compone, parece que uno estuviera sumergido en el mar, hasta que te das cuenta de que las estrellas están muertas y todo cambia. La artista las compró en tiendas turísticas de San Francisco, y es evidente que tienen que ver con el daño que se está ocasionando al ambiente marino, con la explotación capitalista y muchas otras cosas. Otro caso es el de Óscar Muñoz, también colombiano, que tiene unos retratos formados por manchas de café derramado: cuando uno se acerca, se da cuenta de que los rostros, fotos de fallecidos a causa de la guerra civil que todavía aflige a Colombia, están dibujados sobre cubitos de azúcar; vale decir, utilizó los dos principales productos de la economía tradicional de su país. Un poco como Chuck Close, hay una cuestión óptica que se llama pixels: para entender hay que ver de cerca, y ahí se esclarece el discurso político que está detrás de esta obra, que se presenta completamente inocente al principio. En la muestra hay muchos otros ejemplos que se podría mencionar, de artistas que están poniendo el dedo en la llaga de situaciones graves que afectan a América Latina y otras partes del mundo. Dentro de lo “contemporáneo”, es una falacia pensar que hemos sobrepasado todos estos problemas; esta idea es una estrategia del mercado, del circuito del que hablamos. Todos estos artistas, en el fondo, están respondiendo a estímulos nacidos en sus propios contextos, no existe un arte global –¿qué sería un arte global?: es una estratagema para vender–, todo arte es una mezcla de localismos e internacionalismo.

–Hablando de eso: centro y periferia, ¿son categorías todavía activas?

–Son categorías que cumplen todavía una función, pero hay mucha más integración entre los dos polos, ya no se puede hablar de centros exclusivos, hay una multiplicidad de centros y periferias de una manera diferente de la de antes, con más permeabilidad. No es un binomio, no es blanco y negro, es mucho más complejo, pero tampoco podemos afirmar que todos somos centros, porque no es la realidad. Cómo definimos la situación está abierto a discusión, pero de alguna manera seguimos siendo marginales: mi punto es que cuando un artista estadounidense o europeo venga a América Latina para legitimarse, porque acá estén las instituciones, el mercado y los coleccionistas que lo puedan legitimar, entonces nos habremos olvidado del problema.

–Usted es la directora del Centro Internacional para las Artes de las Américas (ICAA, por sus siglas en inglés, icaadocs.mfah.org), un enorme repositorio digital en internet de documentos artísticos de América Latina. ¿Podría explicar cómo nació el proyecto, en qué consiste y cómo sigue?

–El proyecto lo concebimos Héctor Olea y yo en 2001. Cuando llegué al Museo de Bellas Artes de Houston, la implementación del archivo fue una de las condiciones que puse para asumir la posición de curadora, porque venía de trabajar 12 años en la Universidad de Austin, donde había armado un programa de arte latinoamericano que es ahora el Blanton Museum of Art. Por ende, tenía muy claro que en un país como Estados Unidos, donde pese a la fuerte presencia latina hay un desconocimiento importante de nuestro continente –por ejemplo, a nivel escolar no se estudia América Latina, no se tiene idea de las diferencias que hay entre México y Argentina, o entre Brasil y Uruguay– para empezar a armar exposiciones y sobre todo una colección, que era el objetivo principal, se necesitaba una base fuerte de investigación. Esta idea fue aceptada por quien era en aquel momento el director del museo, Peter Marzio, que nos permitió instituir un centro para organizar varias actividades. Pero pronto nos dimos cuenta de que no era suficiente, hacía falta algo con más peso: reunimos un grupo de unas 35 personas, entre historiadores del arte, curadores, críticos, etcétera –tanto latinoamericanos como estadounidenses– para tratar de definir qué tipo de proyecto se podía concretar a fin de producir un impacto transformador en el campo. Ahí surgió la preocupación de todo el mundo por los archivos, la preservación de la memoria intelectual de nuestro arte. Todo lo que eran documentos –manifiestos, periódicos, debates en los diarios, escritos– se estaba echando a perder, porque en varios países había archivos en situaciones precarias. Armar una colección in situ habría sido imposible, pero la tecnología estuvo de nuestro lado: instituimos una plataforma digital que contiene los documentos escaneados y a la que cualquier persona, en cualquier parte del mundo, puede acceder. Nosotros no manejamos los documentos originales, nunca vemos un papel, empezamos con equipos de investigación en 16 ciudades que proponían documentos, en base a un plan general previo, y cuando la propuesta era aceptada conseguían el material. El proyecto fue creciendo, y ahora tenemos un amplio equipo de especialistas en imágenes, en derechos de autor, traductores, catalogadores digitales, más de 150 especialistas en todo el continente que colaboran. No nos limitamos a los latinoamericanos, sino que incorporamos a los latinos en Estados Unidos: el ICAA es uno de los primeros proyectos que tratan de conectar la producción de unos y otros, y desde mi punto de vista, ese es el próximo horizonte a trabajar. Llegamos ahora a unos 10.000 documentos, después de un arduo trabajo, y la idea es seguir. Lo fantástico es que al ser digital es potencialmente infinito, ya hay una base ahí, y otra gente que venga después podrá seguir añadiendo cosas.

–¿Hay material uruguayo?

–Sí, Gabriel Peluffo recién terminó un trabajo de dos años con un equipo, que recolectó alrededor de 600 documentos.

–¿Cómo ve la situación artística contemporánea en Uruguay?

–No estoy familiarizada del todo con ella. Mi trabajo ha sido con la colección histórica. He trabajado mucho la parte de Joaquín Torres García y de la Escuela del Sur. En este momento estoy tratando de rellenar lagunas, porque se está construyendo un nuevo edificio del museo de Houston donde vamos a tener por primera vez una galería permanente de arte latinoamericano, que justamente va a empezar con Torres. Desafortunadamente, todavía no he tenido la oportunidad de ver qué está pasando en Uruguay ahora. Espero hacerlo en algún momento, y lo haré con toda la seriedad que merece.