El Festival Internacional de Cine de Mar del Plata es el único latinoamericano entre los 15 calificados de “categoría A” por la Federación Internacional de Asociaciones de Productores Cinematográficos. Las tremendas películas abundaron. No siempre las fechas y horarios me permitieron ver lo que habría querido (teniendo en cuenta mi compromiso, como jurado Fipresci, de evaluar 16 títulos argentinos, algunos buenísimos y otros menos, comentados ayer. En algunos casos me clavé con películas poco interesantes, como Fuck You Jessica Blair (de Karni Haneman, Israel), Barbara (de Mathieu Amalric, Francia) y 9 dedos (9 doigts, de FJ Ossang, Francia y Portugal), intentos medio vacíos de emular, respectivamente, a Wes Anderson y a los universos, de por sí vacíos, del cinéma du look y de cierta estética paródica posmodernista ochentera. Vi las tres al hilo, en una de las tardes de cine más aburridas de las que tenga recuerdo. Frustrado, sentí el ímpetu de cargar mis apuestas en lo más seguro y familiar, es decir, en los viejos maestros que son mis ídolos desde mi juventud. No me fallaron.

Maestros

Ascenso y caída de una pequeña compañía cinematográfica (Grandeur et décadence d’un petit commerce de cinéma, Francia) fue encargada a Jean-Luc Godard en 1986 por el canal francés TF1, transmitida por este y luego encajonada hasta ahora, cuando fue restaurada y se exhibió por primera vez en cines. En forma perversa, gira alrededor de un productor y un director melancólicos forzados a trabajar para la televisión, debido a que “la fábrica de sueños conservó los sueños pero perdió la fábrica”. Está salpicada de citas a grandes cineastas (Jacques Tati, Jean Renoir, Mauritz Stiller, Michelangelo Antonioni, Jerry Lewis), y el personaje del director, interpretado por el ícono de la Nouvelle Vague Jean-Pierre Léaud, se llama Gaspard Bazin (el nombre de pila quiere decir “fantasma” y el apellido remite al gran teórico de cine André Bazin). Uno de los motivos visuales recurrentes es la pantalla chica con barras de colores. La anécdota, como siempre en Godard, es esquiva y lacónica: uno accede nomás a fragmentos cuyos puntos de conexión, si existen, son inaccesibles. La gracia está en el bombardeo de citas, en los juegos de palabras, en el humor, en poner en evidencia las arbitrariedades, en los climas, en acompañar los distintos temas. Buena parte de la melancolía y la magia que impregnan algunas escenas derivan del uso en la banda sonora de las dos composiciones más famosas de Arvo Pärt (Cantus y Fratres). Fueron usadas en decenas de películas, pero resulta que Godard había sido el primero, como en tantas cosas. Son memorables las escenas de casting, en las que, en forma medio absurda, los candidatos (hombres y mujeres de distintas edades y tipos físicos) desfilan delante de la cámara diciendo una frase distinta cada uno. La cámara godardiana los mira con su combinación única de distancia y fascinación, cada uno con su encanto particular, su belleza, su gracia.

Agnès Varda tenía 88 años cuando filmó Caras, lugares (Visages, villages, Francia), codirigida con JR, un fotógrafo treintañero especializado en hacer intervenciones urbanas pegatineando impresiones gigantográficas de fotos propias o ajenas. La idea fue que los dos salieran a recorrer aldeas de Francia en el camión de JR, conociendo gente, entrevistando, fotografiando, exponiendo sus imágenes en algún muro de la propia aldea y captando además la reacción de la gente. Quien vio otros documentales de Varda sabe de su calidad para encontrar gente increíble y sacar a relucir lo mejor de cada uno frente a cámaras. Eso pasa con varias decenas de los personajes mostrados, pero ella siempre tiene una atracción especial por los rebeldes y resistentes: es muy macanudo el granjero que le explica la conveniencia de extirparles los cuernos a las cabras, pero la heroína es la que se rehúsa a hacerlo –porque las cabras nacieron para tener cuernos– y desdeña las máquinas de ordeño porque ordeñar a mano le brinda paz. Otra señora, última moradora de un abandonado barrio obrero que ella se rehúsa a dejar por sentido de pertenencia, casi llora cuando ve que JR decoró la deslucida fachada con la imagen de ella. Mientras tanto, Agnès y JR se trasladan, cambian ideas, charlan, actúan pequeñas escenas bienhumoradas. Debido a su avanzada edad y a un grave problema ocular, Varda se despide de varias zonas que supo recorrer y que probablemente no volverá a ver. En algún caso, JR pegatinea la impresión de una foto que Agnès sacó en ese mismo lugar 60 años antes. La escena más emotiva en este marco es la visita frustrada a Godard: el muy sorete no les abre la puerta, pero deja en la ventana una frase poética, a la que Varda contestará.

Frederick Wiseman es el más famoso exponente del documental observacional institucional, pero su Ex libris: The New York Public Library (Estados Unidos) es distinto: más que disecar la biblioteca pública neoyorquina con mirada crítica, profesa aquí su admiración, adhesión y fascinación. Además de coleccionar libros y prestarlos para lectura, además de incluir y exponer la mismísima Biblia de Gutemberg, en sus múltiples sucursales repartidas por todos los barrios de Nueva York se hacen lanzamientos, exposiciones, conferencias, debates vecinales, grupos de lectura y discusión literarias, conciertos, entrevistas, restauración, clases, guardería. Casi como un manifiesto del espíritu iluminista que impregna la película, empezamos por el fragmento de una conferencia del biólogo y militante del ateísmo Richard Dawkins. Este y otros múltiples fragmentos de conferencias y conversaciones son extensos: articulan las ideas de manera que en cada una de ellas se aprende algo, con datos y argumentación. Es la postura opuesta de la de esos documentalistas asustados de que la gente se vaya a aburrir, que recortan los parlamentos de los entrevistados a una colección desarticulada de frasecitas de supuesto impacto, empobrecidas de sentido y desprovistas de poder de convicción. Bueno, claro, la película dura tres horas y 20 minutos. Pero pasan volando, porque es como un zapping de lujo por una sucesión de ideas brillantes, expresadas con claridad cristalina y sólidamente fundamentadas (con un énfasis especial en académicos negros que lidian con estudios sobre el racismo y la historia de la esclavitud). También vemos la preparación de dispositivos para ciegos (libros en Braille, audiolibros) y acompañamos reuniones administrativas en las que se nos puede caer la baba ante esos altos funcionarios tan lúcidos e inteligentes, totalmente apegados a las nociones de servicio responsable a la comunidad y que hilan fino en todos los aspectos antes de tomar decisiones. Y ni que hablar de lo agradables, pulcros y acogedores que son todos los espacios.

Hong Sangsoo filmó La cámara de Claire (La caméra de Claire, Francia y Corea) en dos patadas durante una estadía en Cannes. Como siempre en este cineasta, la historia es muy chiquita, tomada en unos pocos planos extensos. Y también como siempre, involucra a gente de cine. El film empieza en una productora, donde vemos el afiche de Yourself and Yours (2016, la anterior obra de Hong). La jefa invita a Manhee a tomar un café. Corte y vemos a Manhee sentada en un café, pero la continuidad es engañosa: en el correr de la conversación con una amiga, entendemos que el café con la jefa fue tres días antes, y lo vemos en la siguiente escena. Desde el vamos, por lo tanto, se instaura como una temporalidad doble con tres días de diferencia. En un momento, Claire (Isabelle Huppert) conoce a Manhee, y en otro Claire conoce a Yanghye, a quien le muestra una foto que le sacó a Manhee; pero en la línea temporal con Manhee, le muestra a ella una foto que le sacó a Yanghye. Una paradoja temporal. Ese artificio narrativo es tan sólo una de las gracias del film, porque los personajes, y sobre todo los sencillos y divagados diálogos entre ellos, son encantadores. Y siempre resulta interesante seguir el juego de las delicadas composiciones visuales, la puesta en escena, la construcción caprichosa, la poética inefable del gran director coreano.

Acción

Riña en el pabellón 99 (Brawl in Cell Block 99, Estados Unidos) es el segundo largo de S Craig Zahler (el primero fue el sangriento Bone Tomahawk). Vince Vaughn hace un personaje que en los años 90 habría estado cantado para Bruce Willis: pelado, rudo, vivo, mortífero, descuidado de los formalismos pero guiado por un profundo sentido de lo correcto, sobrando a sus enemigos con chistecitos irritantes. Termina en una prisión, donde una banda de narcos mexicanos lo quiere matar, mientras el director de la cárcel (¡Don Johnson!) lo quiere torturar. Lo que sigue es un festival de huesos rotos y rostros aplastados, con alguna perversidad adicional, como un médico chino ansioso de amputarle las piernas al feto de la esposa embarazada del protagonista. Una maravilla.

La historia de La villana (Aknyeo, de Jung Byung-gil, Corea del Sur) tiene muchos elementos derivados de Kill Bill: hay una vengadora letal que anda en moto y pelea sola contra una multitud de espadachines; el antagonista principal es su ex marido –padre de su hija–, que la traicionó en forma cruel; un villano con un silbido característico; el padre asesinado mientras ella, todavía niña, se ocultaba bajo la cama. El estilo y el tono, sin embargo, son totalmente distintos. La cámara aquí es mucho más malabarista, incluyendo una extensa secuencia inicial subjetiva, como si fuera un videojuego, y otro momento de enfrentamiento en alta velocidad en un túnel, en el que la cámara pasa por debajo de las motos en movimiento. Junto a eso, hay un fuerte componente de ese tipo de melodrama lacrimógeno que los orientales tanto disfrutan.

Finalmente, Outrage Coda (Autoreiji sai shūshō, de Takeshi Kitano, Japón) es la entrega final de la trilogía que empezó con Outrage (2010) y siguió con Beyond Outrage (2012), en la que Beat Takeshi (el seudónimo como actor del propio Kitano) interpreta al yakuza Otomo. La historia, entreverada, involucra maniobras varias entre facciones mafiosas, ardides para que un grupo se pelee con el otro, que a su vez advierte la maniobra y empieza a obrar en consecuencia, pero haciendo de cuenta que no se dio cuenta de nada, etcétera. Al final, poco importa, porque terminarán casi todos muertos en el baño de sangre que es la segunda mitad de la película.

Y viva el cine.