Espacios geométricos, figuras, distorsiones lúdicas, líneas intervenidas. Relojes enfrentados e invertidos, objetos cotidianos y herramientas de carpintería (escofinas, cepillos, garlopas). Cada una de estas obras pertenece a un complejo mecanismo de engranajes, pautado por la precisión con la que se trabaja la pintura, el recorte y el montaje de los elementos, que logra un ritmo que no da tregua. El espectador advierte el truco, pero en ningún momento puede dejar de ver este sugerente procedimiento y la producción de piezas que compone. El autor, Daniel Gallo, ganó el Premio Figari 2017, el mayor reconocimiento a la trayectoria de los artistas plásticos nacionales, y en ese marco inauguró esta exposición en el museo Figari (Juan Carlos Gómez 1427). Mañana, como parte de la movida Museos en la Noche –en la que instituciones de todo el país abren sus puertas para presentar distintas propuestas–, conversará con el público a las 20.00.
Se trata de una exposición cronológica, en la que se advierten las constantes y las sutiles variantes dentro de su camino de exploración. “Mi vínculo con la relojería data de 120 años, tres generaciones de las cuales soy fiel exponente”, dijo el artista hace un tiempo, y expuso la herencia de la profesión que heredó de su abuelo y de su padre, que tanto ha influido en su trabajo. Gallo nació en Las Piedras en 1948, y desde 1962 se ha dedicado a las artes visuales (fotografía, serigrafía, pintura y escultura), en una labor que le ha valido numerosos premios, entre ellos el del Salón Municipal de Montevideo y el Premio Nacional de Artes Visuales.
En diálogo con la diaria, recordó que al comienzo lo que más trabajó fue la fotografía, a la que se acercó casualmente: “En Las Piedras tuve a un maestro muy importante, Julio César Trobo, que se dedicaba a fotografiar el Ballet [Nacional] del SODRE. Al principio lo ayudé mucho con las tomas fotográficas y con sus experimentaciones en el laboratorio. Él tenía un laboratorio en un gran aljibe, e imprimía apoyando el papel fotográfico sobre el bombée de las paredes”.
De hecho, la iniciática figura de Trobo fue la que lo acercó a un gran referente de las artes plásticas uruguayas, el extraordinario Nelson Ramos. “Cuando le dije que quería empezar a pintar, él me propuso presentarme a un amigo, me llevó con Ramos, y ahí quedé”, cuenta Gallo. En paralelo, se dedicó al oficio de la relojería. Asegura que la necesidad de manejar con precisión piezas pequeñas fue otro de los factores que influyeron en su obra.
Gustavo Tabáres, que ya había sido su curador en una exposición antológica organizada en el Subte en 2011, desempeña la misma tarea en esta nueva muestra, que interpela al espectador tanto en su planteo de un tiempo cronológico y poético como en la desautomatización de objetos cotidianos. Tabáres define la obra de Gallo como una esencial búsqueda de la perfección, a partir de elementos cotidianos y herramientas que dejan de ocupar el lugar de los objetos comunes para convertirse en objetos artísticos y adquieren así nuevos significados. Explica también que, para cada objeto –ya sea un serrucho, una sierra, un lápiz o un compás–, el autor genera un contexto de pintura en el que “él se vuelve perfeccionista, sobre todo porque sus obras son pintadas a mano. Así, en sus trabajos el protagonista es el objeto, y no él como artista, porque lo que se transforma no es el objeto en sí, sino el escenario. Incluso, a veces el objeto juega con líneas pintadas y genera una dialéctica entre el objeto y su entorno. Es algo que varía de acuerdo a las épocas”. Aunque su minuciosidad estuvo presente desde el comienzo, y esto se puede observar en obras de fines de los años 70, en que se observan ambientes con pisos ajedrezados, “que parecen una tapa de disco de rock progresivo”, señala el curador.
Alejado de las figuras y las gestualidades humanas, en este montaje se puede encontrar, por ejemplo, una obra que se diferencia de sus apuestas habituales: en un rincón de la exposición se descubre una foto impresa en lona que registra dos arcos y una cancha de fútbol en una playa de La Tuna. “La incluí porque él es fotógrafo –explica Tabáres–, y este no es su perfil más conocido. Y la fotografía, además, tiene una suerte de repisa donde colocó objetos de la propia playa”, que desdobla las referencias propias de la imagen y propone un nuevo símbolo entre la obra y su espacio.
Tabáres reconoce que en la obra de Gallo existe cierta influencia de su maestro Ramos, aunque sean búsquedas muy distintas, ya que este “jamás fue tan perfeccionista, siempre deja cierto detalle que tiene un gesto suyo, una rayita, una manchita; trabaja muchas figuras”.
Según el jurado del premio Figari –integrado por Óscar Larroca, Raquel Pereda y Elisa Roubaud–, hace 40 años que Gallo desarrolla un lenguaje propio vinculado con el ensamblaje de maderas y otros objetos. “A medio camino entre la calidez de la poesía y la distancia aséptica, su obra reinterpreta el concepto que subyace en el interior mismo de las herramientas que elige como posibles temas (pinceles, martillos, pinzas). El conjunto de esta sostenida y refinada producción simbólica es un bienvenido ejemplo de la reflexión y el cuidado por el oficio de un artista comprometido” con su tarea”.