Hay un antes y un después en la historia de Neflix marcado por el estreno de Bright (“brillante”), una película de acción y fantasía lanzada con bombos y platillos por ese canal de streaming la semana pasada. Bright no es ni remotamente la primera producción de ficción propia de Netflix –esa fue Beasts of No Nation (2015), dirigida por Cary Joji Fukunaga, y en los apenas dos años transcurridos desde entonces el canal ya ha lanzado casi 40 títulos originales, lo que es un disparate–, pero sí es su primera película en las ligas mayores de los blockbusters. Con un presupuesto de cerca de 90 millones de dólares, tal vez no tan impresionante si se lo compara con los films de superhéroes o con los de la serie Star Wars, pero de cualquier forma una inversión digna de uno de los grandes estrenos del período de vacaciones de invierno en el hemisferio norte, un director exitoso como David Ayer y una gran estrella –Will Smith– en el rol protagónico, Bright es, por lo menos desde los puntos de vista económico y de infraestructura, la mayor apuesta que ha hecho Netflix durante el período de expansión sin precedentes que ha vivido en el último lustro. Y, como corresponde a ese hito, la idea inicial era muy ambiciosa, algo así como mezclar El señor de los anillos y 48 horas. ¿Qué podría salir mal con semejante concepto? Uno tiende a pensar que todo. El mundo en el que se desarrolla Bright es una versión paralela del nuestro, con muchas similitudes pero también con algunas diferencias relevantes: algunas de las criaturas mágicas de las leyendas que JRR Tolkien incluyó en El señor de los anillos son reales y, con ciertas dificultades, se han integrado a las relaciones sociales modernas, ocupando en ellas posiciones que tienen cierta lógica en función de la diversidad de razas y de poderes. Los orcos se visten como negros estadounidenses y viven en barrios grafiteados y peligrosos; los elfos parecen aristócratas europeos y se encierran en zonas lujosas como Beverly Hills; y los humanos están en un estrato intermedio.
Aunque la película no brinda mucha información de contexto histórico, se entiende que en algún momento las razas estuvieron en guerra, y que los orcos no tuvieron la saludable perspectiva de ponerse del lado de los humanos, debido a lo cual terminaron en un lugar bastante subordinado y marginal en la ciudad de Los Ángeles, donde Daryl (Smith) es un veterano policía al que le han encajado como compañero a Nick (el gran Joel Edgerton, debajo de una capa de maquillaje verde), el primer policía orco de la ciudad. La relación entre ambos es sumamente tensa, ya que Nick es muy rechazado por un Departamento de Policía con el que Daryl se lleva muy bien, pero mientras ambos investigan un caso se encuentran con una poderosa varita mágica, que los convierte en fugitivos tanto de sus colegas policías como de un grupo de elfos malignos llamados los Inferni, y tienen que aprender a colaborar para mantenerse vivos. O sea que estamos ante el argumento arquetípico de todas las buddy movies, esas películas policiales sobre parejas disparejas cuyos integrantes comienzan como rivales y terminan como amigos, condimentado en este caso con magia, algunas criaturas sobrenaturales y –esto sí resulta bastante inesperado– un tono violento y crudo, por el que la película está orientada hacia un público más adulto que el que podía preverse, considerando su planteo. Y los resultados son disparejos, pero para nada el desastre que también podía preverse a partir de ese planteo.
Faltaron los enanos
La idea de Bright sólo puede ser llamativa o novedosa para quienes tengan muchas ganas de considerarla así: el uso simbólico de extraterrestres, robots, vampiros u otras criaturas inhumanas para representar las difíciles relaciones entre las etnias es viejo como el tren de los hermanos Lumière, y ha sido visto en infinidad de películas y series, incluyendo una actuada por el propio Smith (la muy libre adaptación del libro Yo, robot, de Isaac Asimov), que planteaba una situación parecidísima a la de Bright, pero con robots en lugar de orcos. Ni siquiera esta visión deconstruida del universo mágico relacionado en forma más o menos directa con la Tierra Media de Tolkien es muy novedosa. No hay que forzar mucho los textos del autor de El señor de los anillos para verlos como metáfora del enfrentamiento entre civilizaciones y el rechazo a las culturas no europeas (empezando por el simple hecho de que, en ese mundo, todos los seres de coloración oscura están alineados en el bando del mal), y ya en 1999 el ruso Kirill Eskov publicó la novela El último anillo, en la que presentaba a los orcos como una clase oprimida y agredida por los elfos elitistas y sus aliados racistas humanos. Bright, escrita por el guionista Max Landis –hijo del gran director de cine fantástico y comedias John Landis, que no ha demostrado el mismo brillo, más allá del nombre de la película–, es una más de la ya tediosa cantidad de series y films de fantasía creados con la premisa de que todo producto de entretenimiento realizado luego de la asunción de Donald Trump tiene que incluir una reflexión sobre las relaciones raciales y las injusticias que sufren los afroestadounidenses, los robots o los orcos. Este recurso ha sido tan sobreutilizado que el anuncio del estreno de Bright fue recibido por parte de su público potencial con un bostezo o con irritación ante lo forzado de su anécdota, de modo que la película generó un cúmulo de expectativas negativas y, en estos tiempos en los que la gente prefiere confirmar una opinión antes que ser sorprendida, se le bajó el pulgar crítico antes de que estuviera disponible para el público. Pero, teniendo en cuenta que la idea base de Bright no es precisamente la cosa más mágica y seductora del mundo, se puede afirmar que el director Ayer logró algo mucho más milagroso que los portentos mágicos que se ven en la pantalla: presentar a un Will Smith gracioso, con buenas frases efectistas y capaz de hacer olvidar por momentos la mayor parte de su carrera en el siglo XXI.
El porcentaje de películas malas, por no decir espantosas, en la filmografía de Smith es realmente asombroso, y tal vez su currículo sea el peor de una de las estrellas caras de Hollywood. Hay que ir hasta la ya lejanísima Enemigo público (Tony Scott, 1998) para encontrarlo en una producción que sea algo más que pasable, y en los últimos años ha participado en auténticos desastres, como Después de la Tierra (M Night Shyamalan, 2013) o Belleza inesperada (David Frankel, 2016). Tal vez lo peor de las películas de Smith sea el personaje superado, recio y lleno de respuestas arrogantes que evidentemente le escriben a medida –el mismo que viene haciendo desde Dos policías rebeldes (Michael Bay, 1995)–, y que al parecer es muy popular entre los fans del actor. Y ahí hay que reconocer el mérito de Ayer, que no es el de intentar que Smith haga algo distinto –algo que suele resultar un tiro por la culata, como demuestran sus roles dramáticos–, sino el de optimizar ese personaje, exagerarlo y pulirlo hasta hacerlo entretenido.
El director ya había hecho esto en Escuadrón suicida (2016), una película floja pero excesivamente vapuleada, en la que la desviación gótica del Joker de Jared Leto y la hipersexy y pasada de rosca Harley Quinn de Margot Robbie hicieron pasar por alto que el Deadshot interpretado por Smith era más que aceptable. De hecho, la sucesión de superproducciones mal escritas aparentemente al servicio de su vanidad (o de su familia, ya que las apariciones nepotistas de su hijo y su esposa son aun más insoportables que el propio Smith, quien al fin y al cabo tiene una innegable simpatía) han hecho que sus películas sean condenadas a priori por la crítica y parte del público, y Bright no fue una excepción: desde que Netflix hizo pública su dudosa trama y anunció que sería una nueva colaboración de Ayer y Smith (con el recuerdo negativo de Escuadrón suicida aún muy presente), se dictaminó en forma preventiva que el resultado no podía ser otra cosa que una porquería, y así la asumió buena parte de la crítica y de la audiencia, aun antes de que fuera emitida por Netflix.
Ahí está el problema de un universo crítico que se mueve en masa, en parte por lo que los anglosajones denominan hype –las expectativas exageradas, generalmente positivas pero también negativas, que hacen triunfar o fracasar a un film– y en parte por el juicio ideológico-moral que se hace en alineación automática cuando se sabe que (como en el caso de Bright) una película va a tratar en forma directa o simbólica el tema de las relaciones de identidades raciales, considerado un tabú ideológico sobre el que no se puede divagar mucho en forma irrespetuosa. Pero aunque Bright es en muchos aspectos un quilombo narrativo, y su premisa un tanto ridícula de más –a la vez que demasiado vista– para ser tomada en serio, Ayer es un director enérgico, y el film resulta bastante efectivo como entretenimiento.
Por lo pronto, no es más torpe que otros productos similares de este año que han sido excesivamente elogiados, como la película de terror antirracista ¡Huye!, de Jordan Peele, o la serie western feminista Godless, creada por Scott Frank y Steven Soderbergh para Netflix, y aunque tiene sus momentos tontos y pedagógicos, el tono es muy distinto al que podría esperarse, y se le cuela mucho del humor ácido y algo nihilista de otros policiales de Ayer, como Día de entrenamiento (2001), Reyes de la calle (2008) o Sabotaje (2014), así como la violencia desbocada de su conciso film bélico Fury (2014). Esa aspereza inesperadamente seria, alternada con un humor negro que no se esperaría en una película de Smith (quien comienza el film matando a escobazos a un hada) hace irrelevante el fallo de las pretensiones más reflexivas, y le da a Bright una desvergüenza algo “incorrecta” a pesar de su premisa, que la vuelve entretenida, humorística y visualmente atractiva –Ayer es, hasta en sus películas malas, un excelente narrador–; en todo caso, es algo bastante logrado en relación con lo que suele ser la ruleta creativa de Netflix. Más vale verla sin mayores expectativas que las de pasar un rato amable y violento, y no darle mucha pelota al coro de detractores que seguramente después va a aplaudir –sólo por- que no tiene orcos– a otra película de temática similar y manufactura mucho más berreta.
Bright, dirigida por David Ayer. Netflix, 2017. Con Will Smith, Joel Edgerton y Noomi Rapace.