Una posible primera tesis es que los rockeros tenemos que rastrear en el hip hop el sitio exacto en que le erramos al camino, dónde nos apartamos de la senda para terminar en la selva espesa en que nos encontramos hoy en día. No es que el rock haya muerto (¿cuántas veces se proclamó su muerte ya?), pero es inevitable aceptar que ha perdido mucha de la relevancia que supo tener en otros tiempos. No hablamos de asuntos estrictamente musicales, sino de algo más amplio, de algo más bien antropológico. En los últimos diez (¿20?) años, el rock ha dejado de ser una de las principales fuerzas civilizadoras del mundo. Se puede notar en las ventas de discos, en las programaciones de radio, en los charts, en las listas de fin de año, en los memes de Facebook y en la cultura pop en general: el rock está atravesando el proceso de invisibilización más grande en su historia, cada vez más por debajo de la música electrónica, el hip hop, los sonidos latinos o el pop en general.
Esta primera tesis es engañosa, porque si bien a nivel internacional el avance de ventas y resonancia del hip hop ha venido dándole varias vueltas al rock, un país como Uruguay sigue teniendo una fuerte tradición rockera, algo confirmado por acontecimentos como el Montevideo Rock, el Durazno Rock o exitosas reuniones de bandas, como la de La Trampa. Sin embargo, es cuestión de revisar la grilla de la mayoría de los grandes festivales y hay una ausencia notoria de recambio o, en forma aun más evidente, una grieta entre la edad de los músicos que participan en sus lugares más destacados y el público que va a escucharlos.
Un primer asterisco acá, para una aclaración bastante obvia: no hay una relación biunívoca entre juventud y espíritu contestatario (hay un montón de jóvenes conservadores y buenos ejemplos de viejos que andan diez casillas por delante de un montón de gente menor que ellos). Más que pensar qué implica la juventud, uno debería pensar qué es, hoy en día, ser revolucionario, pero más que quedarnos en una discusión bizantina acerca de eso, deberíamos, antes que nada, pensar qué efectos de masa genera toda esta cuestión. Ahí es donde, al entrar en la sala Zitarrosa a la quinta edición de los Premios al Hip Hop, nos topamos con algo que parte la vista: la inmensa mayoría del público es casi adolescente, y eso no pasa sólo con los espectadores, sino también con quienes se suben al escenario. Ver a esa gente joven, jovencísima, es como colgarse como espectador de esos partidos de selecciones sub 18 en estadios FIFA semivacíos, con carrileros rapidísimos que no se cansan nunca, jugadores con innovadores tatuajes y cortes de pelo, celebraciones dedicadas a novias escandalosamente jóvenes para estar embarazadas, arqueros que se comen goles pavos y cracks de potrero aún sin el frío manto de un entrenador con pragmática militar.
Lo bueno de los Premios al Hip Hop es que uno no para de proyectar qué pasará después, en qué evolucionará ese pibe que acaba de grabar un EP en su casa (Sandro ganó con “Las alas del tiempo” el premio a mejor EP o mixtape del año y apenas tiene 16 años); o de pensar qué bueno estaría si ese otro le bajara un cambio al freestyle y se sentara a trabajar más sus letras, o qué buen oído para los beats tiene ese otro flaco detrás de una laptop.
Por el contrario, festivales como el Montevideo Rock hacen orbitar gran parte de su encanto alrededor de su propio pasado, con una publicidad que consiste en destacar que nos será permitida (¡por fin!) la oportunidad de vivir lo que vivieron nuestros viejos. Siguiendo con metáforas futboleras, espectáculos así, a diferencia de los Premios al Hip Hop, se sienten como esos partidos benéficos donde se junta a un montón de estrellas pero en la cancha se los ve apenas trotando, riéndose, quizás tirando alguna magia pero sin demasiado que ganar o perder.
Si en los años 70 estaba el lema punk “este es un acorde, este es otro, este es otro más. Ahora formá una banda”, en las butacas de la Zitarrosa se apiñan, entre los simples fans, músicos, algunos de ellos nominados, otros que todavía ni siquiera se consideran músicos pero ya se juntaron a tirar unas rimas en una esquina, coleccionistas, grafiteros, diseñadores de indumentaria, b-boys y b-girls. Justo donde estoy yo, en primera fila, hay un montón de niñas preparándose para entrar en escena, con madres arreglándoles el pelo y padres preparando el flash de la cámara, como en una fiesta escolar de fin de año. Ahí, una vez presentadas por el Chili (conductor del programa especializado en hip hop El quinto elemento y principal artífice de la ceremonia), es inevitable divertirse con algunas pequeñas descoordinaciones, las miradas buscando a conocidos entre las butacas, los gestos de nerviosismo mientras esperan su turno para encontrar un claro en el cuerpo de baile y dar una muestra individual de su estilo al resto del público. Algunas de ellas se equivocan, o no llegan a lograr la figura que originalmente pretendían. Sin embargo, encuentran una vuelta natural y campechana para camuflar la equivocación, algo distinto a aquellas risas gélidas y estoicas de las patinadoras olímpicas luego de incorporarse de una caída en el hielo. Pienso en lo que es bailar frente a todos, incluso en lo que es bailar ante una sala no del todo llena, y pienso que esas pibas son más valientes a su edad que yo a mis 32 años.
Y hay pibas por todos lados. Todavía no tantas como uno desearía ver detrás del mic, pero una marejada de chicas, algunas con gruesas rastas, otras con el pelo celeste, otras con largas y holgadas camisetas, otras que podrían ser muy adecuadas candidatas para un videoclip de reguetón y otras que parecen salidas de un estudio contable. El público femenino fácilmente se debe haber triplicado entre la premiación del año pasado y esta: tienen sus bandas favoritas, bailan, sacan fotos con cámaras profesionales, gritan los nombres de los músicos cuando se suben al podio, les mandan mensajes privados de Instagram durante el show y después. Faltan muy pocos años para que las que estén arriba sean ellas.
Chili es un personaje peculiar. Su voz y forma de hablar, extendiendo las vocales, es casi una versión hipertrofiada de todo lo que imaginamos en un conductor de radio. Cada vez que presenta a un artista, la sala Zitarrosa se cae en aplausos, y a su vez el invitado pide aplausos para el Chili. Busco cualquier grieta en esa explosiva y tersa bonhomía, pero es difícil imaginar a alguien que no quiera al Chili y alguien al que el Chili no quiera.
Aquí, uno de los principales retos del periodista cubriendo el acontecimiento. Ver los Premios al Hip Hop es un reto al cinismo y la desconfianza propios. Alguien que se pasó este año escuchando hip hop retorcido y esquizofrénico como el de Tyler the Creator, o misiles teledirigidos entre raperos españoles como C Tangana y Kaidy Cain, de golpe se siente extrañamente fuera de ambiente cuando se enfrenta a una sucesión de los aplausos más emotivos que haya visto en una premiación. El periodista piensa en los beefs (espectáculos de rivalidad entre artistas), en batallas de gallos y chismes de la intelligentsia hiphopera, pero esta extraña sensación de comunidad es como ver a esos boxeadores que se abrazan cuando termina el duodécimo round, con las piernas poco firmes por todos los golpes en la cabeza.
Cuando termina la presentación en vivo de Intercomunicación Extraña, una banda que todavía no goza de la popularidad de 235 (posiblemente los grandes ganadores de la noche, considerando sus premios a mejor beatmaker, mejor videoclip y mejor grupo), pero que fue la que más hinchada propia se trajo, uno de sus MC, bajito, de musculosa blanca y pelo largo y rizado a lo Jim Morrison, dice: “Esta fue una canción en contra de la especulación inmobiliaria en la costa. Que haya tierra para cada persona que quiera trabajar su casa en ese lugar. Nosotros somos parte de la tierra, la tierra no es nuestra”. Gritos y aplausos. Cuando le toca el turno de cantar a Aliem Rap, los raperos El Negro (con una camiseta de Goku) y KB (con una estampada sangrienta de “Die Bart Die”, cuya referencia a Bob Patiño, de The Simpsons, combina perfecto con el afro de quien esta detrás del mic) cierran a capella con “es un llamado de atención para nosotros / es un llamado de atención para nosotras / diferenciando por un barrio o por el otro / por la música la idea o la ropa / hay cosas en la vida que descolocan / manchas que acompañan a pesar de que uno frota / somos jóvenes hablando con jóvenes / porque sólo eso en común nos convierte en una flota”. Posiblemente el último sea el verso más celebrado en la noche, y cuando ves a todo el mundo gritando, parado, con los puños en alto, de golpe esa flota no parece tan retórica como otras a las que uno está acostumbrado.
Al poco tiempo sube a rapear Kung Fu, que hace talleres de hip hop con personas privadas de libertad. Cuando Kung Fu canta, la carótida se le hincha, como si un río ampliara sus márgenes hasta convertirse en un estuario. “Por querer dedicarme a conseguir dinero fácil / creía que sabía todo / arruiné mi vida / ahora busco mejorarla, ampliar conocimiento / aprender de lo que vivo / y crecer con lo que tengo”. Hemos escuchado este tipo de versos antes. A veces en los bondis, a veces en discursos motivacionales, a veces incluso en programas de iglesias evangelistas; pero en la voz de Kung Fu suenan a otra cosa, quizás justamente porque esa voz se le está por deshilachar cuando termina el estribillo, quizás por esa carótida hinchada, quizás por ese anhelo de poner toda la carne en el asador antes de que termine el show y deba subirse de nuevo a la combi policial que lo devolverá a la cárcel de Punta de Rieles. Es por eso que cuando recibe el premio a mejor MC solista del año se configura el momento más emotivo de la noche, con gran parte del público parado y aplaudiendo, mientras Kung Fu agradece y se le quiebra la voz.
Es difícil precisar qué busca contar el periodista con estas escenas. Por un lado, ante tanta luz y “rap consciencia” en escenario quizá extrañe un poco de hedonismo y oscuridad (que a lo mejor condice con la propia), pero que sin duda también abunda en el hip hop internacional y local (en este sentido, el trap, usualmente más adepto a esos terrenos de moral disipada, casi brilló por su ausencia en las presentaciones y en las propias ternas de nominados a premios). Pero por otro lado hay algo más, que es evidentemente ideológico, incluso político. Hace un tiempo, conversando con el politólogo Gabriel Delacoste sobre estética y política, coincidíamos acerca de cómo la crítica al sesentismo se ha repetido en loop, ya sea entre los escritores posdictadura, los McOndistas o los actuales, como si hubiera un parricidio zombi, en el que seguimos pegándole a lo ya muerto. Lo que se escondía de fondo en esas disquisiciones, quizá, no era a quiénes les damos palo y cómo, sino si es posible –y en caso de que así sea, cómo– hacer música política hoy en día sin que nos resulte ridícula. Es decir, cómo hacer música política y saltearse un problema de sensibilidades que, más que por pura ósmosis de un posmodernismo orgánico y natural, fueron construidas y laburadas casi explícitamente por una serie de intelectuales a fines de los años 80 y principios de los 90. Mientras un tipo al lado mío cierra los ojos y hace un gesto como de que se quemó la mano cuando uno de los raperos en el escenario acaba de cerrar una rima contundente, pienso en que, a su manera, la conciencia del rap uruguayo es conservadora y colectiva: juntar a la familia, ampliar el respeto, cuidarse entre todos, cuidar la tierra. Sé que más acá y más allá, en este mismo Montevideo, están los beefs, las querellas entre distintas crews, los haters de Youtube, las disputas por fallos de peleas de gallos, algunos freestylers dándose palo en una plaza, o tipos hablando de autos y culos, pero, quizá no por su producto acabado (donde muchas letras simplemente leídas no se diferenciarían de cualquier trova latinoamericanista), pero sí por la fuerza performática de la gente coreando esos versos con las manos levantadas, de golpe aparece un extraño agenciamiento micropolítico no comido por la duda o la ironía. Quizá en esa cuestión hay algo que hace tiempo se le escurrió entre los dedos al rock –y que nunca le interesó al pop–, que de golpe parece dar una pista de ese camino olvidado.
Ya en el final de la celebración, luego de tener a Wolflow cantando con el talkbox una versión de “24k”, de Bruno Mars, sólo que cambiándole la referencia a 24 quilates por una a 25 gramos de marihuana (parece un chiste fácil, pero es posiblemente uno de los temas porreros más festivos que se haya dado en uno de los países más porreros del continente), se anuncia el premio al mejor álbum de hip hop. Lo gana Intercomunicación Extraña, y la Zitarrosa se inunda de gritos y aplausos.
El show termina con todas las bandas rapeando en el escenario (entre las no mencionadas en esta nota, los geniales Los Buenos Modales y los jovencísimos Vita Fatale, que fueron de lo más promisorio que se vio), nuevamente, un tema más sobre unidad. El Agustín cínico saca fotos y dice “sí, esto es una nueva iglesia”, pero el otro Agustín sigue moviendo la cabeza.
La ceremonia termina y un montón de gente se queda haciendo puerta en la Zitarrosa. Varios se dan abrazos y algunos padres se sacan fotos con sus hijos, mientras que unos cuantos prenden unos porros discutiendo si van para el after de Río o se compran unos vinos y caminan por Montevideo. La Policía le da unos minutos a Kung Fu para que salude a varios compañeros que lo felicitan, y después se lo lleva sin demasiada brusquedad a la combi con vidrios enrejados. Kung Fu sube y los raperos gritan su nombre, bajando las botellas de cerveza al piso para aplaudirlo. Dicen que en unos años sale.