Ocurre algo importante para la vida de Alanís cerca del inicio del metraje: el apartamento en el que vivía y atendía como prostituta es allanado por la Policía, su compañera de vivienda y trabajo va presa, ella termina desalojada y tiene que buscar dónde instalarse con su hijito de un año y medio. Luego de idas y vueltas, se llega, al final de la película, a una nueva situación en la que ya no están las presiones acuciantes propiciadas por aquel comienzo. Descrita así la trama, hace pensar en una estructura de guion “normal”, con una situación inicial que es perturbada y la protagonista sorteando obstáculos para recuperar la estabilidad perdida, quizá más sólida que al inicio. Pero eso está, de cierta forma, atenuado, desviado o diluido en una película más bien episódica. La narrativa se ubica en un punto bastante especial: uno se apega a Alanís y se interesa constantemente en qué le va a pasar, así que no se trata de una experiencia estática y carente de tensión, pero por otro lado hay mucho de un estar en la película junto a ese personaje, que es independiente de qué va a pasar y de dónde arribaremos cuando el metraje llegue a su fin. Alanís no tiene, propiamente, un arco de desarrollo en la narrativa: al final, parece tener las mismas convicciones y deseos que al inicio, y los obstáculos que supera son exteriores.
Así, la película alcanza un punto intermedio peculiar entre el enfoque realista (tendencia estática) y el narrativo clásico (tendencia dinámica). Ese punto hallado por la directora Anahí Berneri es menos dinámico que lo habitual en, por ejemplo, el cine de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne o de Stéphane Brizé –los representantes más notorios del realismo cinematográfico actual–, ya que ocurren cosas menos drásticas, y por eso es curioso el hecho de que Alanís atrape como lo hace.
La atención queda prendida por varios factores. El más obvio es el interés de esta exposición cruda de las vicisitudes a las que está expuesta una prostituta pobre (y encima, madre soltera) en Buenos Aires: la mirada prejuiciosa o condescendiente de las personas no directamente involucradas en su trabajo; la seudoprotección y el control contraproducente que intentan imponer funcionarios asistenciales, que le complican trabajar y buscan reinsertarla en otros tipos de trabajo presuntamente más dignos, pero que Alanís no necesariamente desea y que, en todo caso, no le parecen mejores que el que tiene; la explotación que es un subproducto de su situación semilegal; un contacto nada cálido con los clientes; la necesidad urgente de recursos para liberar a la amiga y para poder pagar otro alquiler. El otro factor es la interpretación espectacular de Sofía Gala.
Hay un discurso casi paralelo e igualmente fascinante en lo visual. No recuerdo un solo movimiento de cámara en toda la película, y tampoco música incidental. Cada plano tiene una potencia gráfica excepcional, que a veces se convierte en potencia simbólica, como esa imagen cerca del inicio en la que vemos a Alanís tirada en la cama y dando la teta a su hijo, mezcla icónica de Venus y Madonna renacentistas, pero con atributos indumentarios de puta y en una habitación pobre del Once. Más adelante en la película, hay otro momento que dialoga con ese: Alanís y su hijo se abrazan sobre una cama amplia y lujosa, sin que sepamos bien dónde están ni cómo llegaron ahí, y en forma casi surrealista pasan, entre nosotros y ellos, motos y autos. Un corte a un encuadre más amplio explica parcialmente la situación: los personajes y la cama se encuentran en una vidriera de Zara, y los vemos desde la vereda opuesta. Qué hace Alanís ahí se explica recién en el siguiente plano: se fue a encontrar con su tío político, que trabaja en ese local. Mientras tanto, la extrañeza con que la situación nos es presentada potencia las ironías y alegorías de esa imagen emblemática: la meretriz pobre en la cama rica, ella en la vidriera de exposición (metáfora de la propia película que estamos viendo), la asociación de la cama matrimonial de la alta burguesía con la prostitución.
La fuerza visual de la película se obtiene con un juego complejo en el equilibrio dinámico entre volúmenes, cercanías y lejanías, cuerpos cortados por el encuadre de maneras insólitas y un trabajo muy dinámico con el foco, con reflejos, con transparencias. Hay varios planos cargados de información, sobre todo cuando se entreveran las indumentarias colorinches de prostituta con la abundancia de colores y estampados de la tienda de ropas de la tía. Pero hay además planos laberínticos, que uno tarda varios segundos en descifrar; entre ellos, uno de los momentos más fuertes de la película. Estamos en una habitación de telo: en primer plano, a la derecha, hay una especie de maniquí sexy mirando hacia nosotros; Alanís está al fondo haciendo el baile del caño; de pronto emerge, por delante de ella y mirando también hacia nosotros, el rostro del cliente, que estaba jalando cocaína. Tardé un rato en comprender que lo que estamos viendo, en primera instancia, es un espejo: el cliente y el maniquí están frente a este, que casi se identifica con la cámara. La cámara, por lo tanto, está de espaldas a los personajes y los mira en el espejo. Pero luego, cuando el cliente va hacia el fondo de la imagen y se acomoda con Alanís, vemos que hay un espejo más al fondo, por el que se puede ver la espalda de ella, y luego la del cliente cuando cambian de posición. El plano es bastante extenso, los personajes cambian varias veces en relación con la cámara. Ella, como buena profesional, va testeando por dónde van las fantasías del cliente. Luego de decir cosas relativamente dulces como “papito”, se va percatando de que lo que lo excita es insultar y ser insultado; primero se dirige a él en forma relativamente rutinaria, pero en la medida en que la excitación y demanda creciente del cliente la empujan a intensificar ese tratamiento, la escena se va convirtiendo en catarsis o psicodrama, con una andanada de improperios (“¡forro de mierda, puto!”). Hay otra manera de verlo: quizá en ese juego sadomasoquista puede expresarse también un deseo de Alanís. Por algo es que no vemos en ella la más mínima inquietud con respecto a no tener pareja. Quizá sus fantasías se depositen en el ejercicio de su profesión (lo cual ayudaría a explicar su apego a ella). No es una línea interpretativa especialmente reforzada en la película, pero es una posibilidad y creo que tampoco hay nada que la contradiga.
Sofía Gala ya había dado muestras de ser tremenda intérprete (por ejemplo, con su papel secundario en Madraza, de Hernán Aguilar –2017–), pero lo que hace en esta película, y en esta escena en particular, explica con creces su premio a mejor actriz en el último Festival de San Sebastián, y podría entrar en una antología de las muchas grandes actuaciones del cine argentino.
La escena enfatiza el resentimiento de la prostituta hacia el cliente (ese en particular, o quizá todos). Pero la película tiene una visión mucho más compleja. La escena en el auto con el viejo es bastante incómoda, pero trae a colación un componente de cuidado humanitario del trabajo de prostituta. En las “discusiones” de Alanís con los asistentes sociales (no llegan a ser propiamente discusiones, porque ninguno de estos parece verdaderamente interesado en conocer su punto de vista, y en todo caso Alanís no tiene esperanza alguna al respecto, y tampoco facilita un diálogo franco) vemos que ella no pelea por zafar de la prostitución, sino por poder ejercerla en condiciones razonables y sin que la perturben a cada rato. Personas involucradas con el movimiento feminista argentino podrán reconocer, entre las colegas de Alanís en la escena final, a activistas de Ammar (Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina en Acción por Nuestros Derechos), y esa institución es la primera que aparece en la lista final de agradecimientos. Alanís viene siendo vista como una película que aboga por un enfoque regulacionista (contrapuesto al abolicionista) dentro de las perspectivas feministas o humanitarias con respecto a la prostitución. El regulacionismo desacraliza lo sexual y busca generar condiciones para que el trabajo sexual sea realizado con la dignidad y las garantías laborales que corresponden a cualquier otro servicio. No recuerdo haber visto otra película que ponga ese enfoque tan en el centro (debe haber, en la inmensa producción del cine mundial, pero no estoy enterado). Es decir que, más allá de lo positivo de encarar a la prostitución sin una perspectiva moralizante –algo de lo que sí hay numerosos ejemplos desde hace mucho tiempo–, se la retrata aquí como una opción legítima, o que debería ser considerada así. Alanís no se hizo prostituta por ser una víctima social (no es una mujer caída en desgracia, que se hundió en el miserable barrial del comercio del sexo debido a que una sociedad fría le negó otra forma de subsistencia), sino que es una víctima social porque una sociedad hipócrita, moralista y reprimida le impone trabas sin sentido a su trabajo. El vínculo de Alanís con su hijo es de afecto, dedicación y atención (materializados en el espléndido trabajo de/con el pequeño Dante della Paolera, que es el hijo de Sofía Gala en la vida real). Es muy difícil imaginar una película así en un contexto previo a los avances del feminismo en las últimas décadas.
La película es especialmente sólida debido a que su perspectiva no está idealizada, y los elementos que podrían servir como argumentos para puntos de vista opuestos no son evitados, sino que se exponen con franqueza: tal como se presenta en la actualidad, el ambiente de la prostitución pobre es sórdido, los clientes objetifican a la prostituta (y esta, a su vez, no espera nada de ellos afectivamente), un grupo de putas callejeras castigan en forma violenta a Alanís por meterse sin autorización en “su” territorio. La “vida fácil” no tiene nada de fácil. Así que la película es “de tesis”, pero en el sentido más honesto; es decir, una película que propone argumentación y discusión. Además, trasciende mucho esa dimensión, sumando unos cuantos atributos meritorios, para redondear una obra en la que concepto, estilo, forma, actualidad y humanidad coinciden y se potencian, completa y contundentemente. Otro gran logro del cine argentino.
Alanís, dirigida por Anahí Berneri. Argentina, 2016. Con Sofía Gala, Dana Basso y Silvina Sabater. Grupocine Punta Carretas y Torre de los Profesionales; Life Cinemas 21; Movie Montevideo; shoppings de Las Piedras y Punta del Este.