Apenas comenzado el documental Gimme Danger (dame peligro), el director Jim Jarmusch, momentáneamente en pantalla, define a The Stooges como “la mejor banda de rock de todos los tiempos”, una afirmación que le hará fruncir el ceño a los fans de The Rolling Stones, The Who, Led Zeppelin o The Clash (dejemos a un lado a The Beatles, porque son como una categoría aparte que no siempre se corresponde con la palabra “rock”), pero que sin embargo es bastante adecuada, más allá de la hipérbole.

Cualquiera de esos grupos, y decenas más, pueden aducir mayores virtudes instrumentales, compositivas, líricas o escénicas que The Stooges, que nunca fue una banda realmente popular y tal vez sólo sobrevivió al olvido por sus escasos pero decisivos fans, como el mánager Danny Fields, el crítico Lester Bangs y músicos como David Bowie. Pero había en ellos algo primigenio, único, animal, de perfecto balance; algo presente también en las otras bandas nombradas, pero a lo cual le agregaron un elemento poco deseado que, de algún modo, es parte del imaginario negativo, antisocial y romántico del rock: el fracaso. Un fracaso glorioso, rutilante y relativo -al fin y al cabo, no fue completamente ignorada en su momento y, como The Velvet Underground, similar en muchos aspectos, terminó siendo mil veces más influyente que bandas con mucho mayor popularidad-, que no se debió a falta de ambición o de creatividad, sino a una tormenta perfecta entre la autodestrucción tóxica de algunos de sus integrantes, la incapacidad de sus promotores, la ceguera de las compañías discográficas y el simple hecho de que crearon una obra exclusivamente orientada a su propia visión, sin la menor complacencia con objetivos comerciales.

Escuchar hoy un disco como Raw Power puede no ser un shock tan grande como cuando se editó en 1973 y era mucho más impactante su emisión de violencia y sensualidad, pero aún es inimaginable que temas como “Death Trip” o “Penetration” se oigan en una radio comercial o como ambientación de una fiesta. Siguen siendo algo demasiado intenso, demasiado vivo, demasiado extremo. Es esa invulnerabilidad artística al paso del tiempo lo que hace de Gimme Danger más que un simple documental biográfico, y de la frase de Jarmusch algo que no suena tan exagerado, o al menos no después de ver la película.

Historias de Nueva York

La relación entre Jarmusch e Iggy Pop es cualquier cosa menos casual; si bien el director es cinco años menor que el cantante -lo cual, a la vertiginosa velocidad a la que se daban los cambios culturales hace algunas décadas, significa que son de generaciones distintas-, el culturalmente inquietísimo Jarmusch llegó a la culturalmente efervescente Nueva York de fines de los años 70 cuando Pop era la figura más reverenciada por The Ramones, The Dictators, Dead Boys y demás bandas empecinadas en cambiar la estética del rock estadounidense, ofreciendo una vuelta a las raíces que reaccionaba tanto contra el statu quo de la música disco y el rock de estadios como contra la supremacía inglesa en el terreno de la música joven. Jarmusch, por entonces un joven músico que comenzaba a relacionarse con la escena cinematográfica neoyorquina, quedó, como todo el mundo a su alrededor, hipnotizado por el carisma de Pop, a quien utilizaría en 1996 en uno de sus cortos de Coffee and Cigarettes, en un diálogo soñado para muchos melómanos con Tom Waits.

Esa calidad de fan lo llevaría a realizar tomas de la reunión de The Stooges en 2003, con el objetivo de convertirlas en este documental-homenaje que es Gimme Danger. Pero la historia que quería contar cambió varias veces por el camino; en 2009, el guitarrista Ron Asheton -figura crucial en el sonido de los dos primeros discos de The Stooges- murió de un ataque al corazón. Pop y los suyos recurrieron a James Williamson, que había sido el líder musical del período tardío de la banda, y siguieron adelante hasta que en 2014 murió el baterista Scott Asheton y en 2015, el saxofonista Steve Mackay, una figura lateral pero de vital importancia para el lado más experimental del grupo. Jarmusch tuvo la oportunidad de entrevistarlos a todos para armar esta historia que deja abierta, aunque registra en una placa los fallecimientos mencionados, y pese a que tanto Pop como Williamson ya han admitido que el grupo está definitivamente disuelto.

Para contar la historia de esta banda con mil anécdotas, a cual más impresentable y difícil de creer, Jarmusch comienza el relato de manera poco convencional, con la separación de 1974, que no fue la primera pero sí la más prolongada. Un panorama desolador y decadente para un grupo aún muy joven -el promedio de edad era 24 años-, de un carisma arrollador y que estaba en el pico de sus capacidades musicales y creativas, pero que al mismo tiempo se había vuelto una entidad caótica, quebrada económicamente, con serios problemas de adicción a las drogas, abandonada por mánagers y promotores y alienada del contexto rockero de su momento. Un principio que es un final, sin mayor estruendo que el sonido de las botellas al romperse contra los instrumentos de The Stooges -algo recogido en grabaciones de la época y en la banda de sonido de la película-, a partir del cual Jarmusch irá reconstruyendo la historia que lo precedió, desde la infancia de los músicos hasta ese momento de quiebre, sólo por medio de los testimonios de The Stooges y de unos pocos allegados, para concluir en la última y exitosa encarnación de la banda, ya en el siglo XXI.

Fue un trabajo bastante complejo. Las filmaciones de la banda en vivo en su apogeo son muy escasas -y están muy vistas-, así que Jarmusch utiliza filmaciones educativas, programas de televisión, registros de documentales históricos y varias animaciones para contextualizar, con el agregado de alguna ocasional placa de datos, el relato de unos entrevistados que, lejos de la brutalidad rockera que irradiaban, eran y son plenamente conscientes de lo individual y vanguardista que fue su proyecto.

Hay algunos datos muy conocidos, como que Pop decidió en Chicago que intentaría hacer una música de chicos blancos que fuera tan pura y directa como el blues, o que Scott Asheton reventó la camioneta de la banda y todos sus instrumentos tratando de pasar debajo de un puente demasiado bajo, y otras anécdotas ya cubiertas en la ya clásica historia del punk Please Kill Me (Legs McNeil, 1996) o en el completísimo Iggy Pop: Open Up and Bleed (Paul Trynka, 2007). Pero para los fans hay también pequeñas anécdotas fascinantes como la llamada de Ron Asheton a Moe Howard, de Los tres chiflados, para pedirle que autorizara el uso de la palabra “Stooges” como nombre de la banda. Aunque no se escarba demasiado en lo musicológico, los entrevistados realizan aportes nada evidentes, como remarcar la influencia del funk de James Brown y el free jazz de John Coltrane en el aparentemente monolítico Fun House (1970), que el prestigioso crítico Simon Reynolds -tan proclive a la hipérbole como Jarmusch- considera el mejor disco de rock de todos los tiempos. Una particularidad de esta historia que Jarmusch filma pero los propios Stooges narran son las ligeramente inesperadas muestras de generosidad y afecto de Pop -no siempre muy dispuesto a reconocer los méritos de sus colaboradores- hacia sus colegas de banda y otros músicos como los MC5 (cuyo “Kick Out the Jams” reconoce como esencial para la definición del sonido de The Stooges) o el mucho más joven guitarrista J Mascis (Dinosaur Jr), auténtico artífice de la reunión de la banda en 2003. El cariño no parece extenderse a un famoso compinche de Iggy Pop, David Bowie, a quien se hacen referencias en forma más bien distante y atribuyéndole un rol no necesariamente positivo. Esto se puede explicar en parte porque la presencia de Bowie, de indudable filantropía y sinergia artística para la carrera solista de Pop, fue más bien pasiva y algo molesta en relación con la banda (los hermanos Asheton nunca lo recordaron con mucho cariño), y este es un documental sobre The Stooges.

Dentro y fuera del museo

La desbaratada historia de la banda tuvo, o al menos Jarmusch cree en eso, un final feliz; Iggy Pop consiguió convertirse en un artista solista bastante conocido, The Stooges fue revalorizada y reivindicada tanto por el punk de los 70 como por el rock indie de los 90, y tras un período de olvido y vacas flacas para muchos de sus integrantes -con la rara excepción de Williamson, quien se volvió un ejecutivo pionero en el campo de la informática-, recogieron, ya de maduros, los frutos sembrados en su juventud. Sin embargo, ese final relativamente luminoso (oscurecido, obviamente, por las muertes de algunos de los integrantes, pero con la compensación de que ocurrieron cuando eran más respetados y populares), por momentos conmovedor, no aporta gran cosa a la historia anterior, a la que en cierta forma normaliza, al mostrar a The Stooges convertidos en una gran y respetable banda de rock, cuando habían sido algo más bien parecido a un volcán. Está eso difícil de explicar -más presente en la espiral anárquica de la banda en los comienzos turbulentos de los 70 que en su reivindicación tardíaque hizo que el año pasado unos 5.000 uruguayos se reunieran en el Teatro de Verano para ver a Iggy Pop con la misma actitud reverente que unas diez veces más personas habían adoptado ante The Rolling Stones o Paul McCartney.

El proceso de legitimación de The Stooges dentro de la historia del rock ha sido lento y tortuoso, alternando períodos de rescate y de olvido, pero hoy se puede considerar completo a partir de ceremonias de reconocimiento como las múltiples biografías, el regreso triunfal -y al parecer muy bien pago- a los escenarios en 2003 o su inclusión en el Salón de la Fama del Rock and Roll en 2010. Como parte de esto, Gimme Danger -un documental muy elaborado en lo estético y firmado por un peso pesado del cine estadounidense actual- significa la canonización definitiva de un proyecto que siempre pareció estar al margen, más allá de su influencia. Luego de verlo, se puede salir del cine convertido a (o reafirmado en) la creencia de que The Stooges fue una de las bandas de rock más formidables que hayan existido, u opinando que no eran más que una bola de ruido primitiva. Pero es imposible pasar por Gimme Danger sin darse cuenta de que fueron algo importante, algo convulsivo, como la única belleza que reconocían otros vanguardistas intratables y finalmente asimilados, los surrealistas, hace casi ya un siglo.