Hollywood es, como siempre pero tal vez más que nunca, una industria y su circunstancia; para ser exactos, su circunstancia sociopolítica. Y como industria que se apoya en su buena imagen, había quedado muy golpeada por las exageradas críticas respecto del flechamiento étnico de sus nominados a los premios Oscar del año pasado, por lo cual, para limpiar su buen nombre, inundó este año la grilla de candidatos con la mayor cantidad posible de películas relacionadas con el caleidoscopio étnico y sexual actual. Entre ellas, uno de los títulos que venían precedidos de un gran número de destaques en relación con su temática y su calidad era Luz de luna, película que acumuló nominaciones en ocho categorías (y que, a la hora de escribir esta reseña, aún no sabíamos si había ganado en alguna de ellas).

La película cuenta la historia de tres momentos de la vida de Chiron -también llamado en distintos períodos Little o Black-, un muchacho negro introvertido, hijo de una problemática madre soltera, que es asediado y hostilizado por su carácter tímido y su posible homosexualidad. En las tres partes del film vemos a Chiron intentando establecer relaciones humanas mínimas con otras personas durante su infancia, su adolescencia y su juventud adulta, en un entorno lleno de personajes violentos o marginales y con un esquema narrativo que recuerda mucho -aunque es poco probable que sea una referencia- a la olvidada película de episodios Crazy Love (1987), desarrollada por el cineasta belga Dominique Deruddere a partir de textos del estadounidense Charles Bukowski.

Luz de luna ha sido vendida en el mundo como una suerte de intersección entre las hood movies -películas generalmente dirigidas por cineastas afroestadounidenses, y que describen la realidad violenta de las comunidades negras y latinas en los grandes centros urbanos de su país; el nombre alude a las capuchas habituales en la vestimenta de los jóvenes de esas comunidades- y el queer cinema, cuyo temario está centrado en la diversidad sexual y su relación con las normas y criterios que prevalecen en la sociedad. Pero si bien no es una descripción realmente equivocada, las dificultades que presenta el film para ser encasillado en esa definición son posiblemente representativas de que estamos frente a una obra original y diferente.

La primera diferencia obvia es estética; las acciones se desarrollan en una Miami que, aunque sin dudas es una urbe enorme, en esta película parece una comunidad pequeña, de playas bastante íntimas y grandes espacios vacíos. Además, el lenguaje visual del director Barry Jenkins no tiene nada que ver con el habitual en las películas sobre barrios pobres y marginalidades: casi en las antípodas, Jenkins elige un ritmo de narración contemplativo, casi europeo, y deja que su cámara se detenga, más que en las fealdades urbanas, en largos estudios de los rostros de los protagonistas, en sus reacciones contenidas y en la dignidad de sus silencios.

Tampoco hay nada en Luz de luna del tono didáctico y ejemplificador habitual en las hood movies, ni la menor retórica victimizante (aunque sin duda su protagonista es víctima de una combinación letal de prejuicios), y además su tratamiento de la homosexualidad del personaje central también se diferencia de los conflictos habituales en el queer cinema, entre otras cosas porque, sin esquivar en absoluto la importancia temática de la identidad sexual en el conservador ámbito de la clase baja afroestadounidense, la película -escrita a partir de los recuerdos de infancia y juventud del dramaturgo gay Tarell McCraney y del director Jenkins, que es heterosexual- se focaliza más en la inhibición, la soledad y la desconfianza de Chiron (o Little) que en su sexualidad, que es solamente uno de los componentes del personaje. Como decíamos antes, Luz de luna es un film acerca de la inseguridad, y en forma coherente con eso se mantiene, hasta el final, como una obra abierta, en la cual no se nos presentan relaciones de causa y efecto inevitables.

Contra la redundancia

De alguna forma, y aunque carece de elementos de comedia, Luz de luna se emparienta con la notable serie televisiva Atlanta, creada por el actor y rapero Donald Glover, o con el cine de Steve McQueen, en el sentido de que se inscribe en lo que algunos comienzan a llamar el cine (o la televisión) posracial. Esa definición se refiere a películas o series que, a pesar de ser guionadas, dirigidas y actuadas por afroestadounidenses (o por cineastas pertenecientes a otras etnias minoritarias en Estados Unidos), y aunque contienen importantes elementos de observación o crítica social, no asumen la necesidad de arrancar de cero en cada ocasión. O sea, no establecen en forma explícita un marco socioétnico que las inscriba en una concepción de arte deliberadamente útil, o cuyo principal fin sea condensar e introducir la mayor cantidad de reclamos identitarios o comunitarios posible (algo que se había hecho con cierta frecuencia, teniendo en cuenta que para los afroestadounidenses es más difícil acceder a hacer una película, y tratando de aprovechar al máximo esa ocasión). Luz de luna y los otros ejemplos mencionados son poderosas en sus agendas particulares, pero sin tratar de que sus personajes sean arquetipos simbólicos de ninguna identidad, sino más bien intentando que sean personas polifacéticas y alejadas de los estereotipos.

La película de Jenkins logra tal independencia de los lugares comunes tan tentadores en estos temas que sólo parece desafinar cuando gira alrededor del personaje de la madre de Chiron, en cierta forma un prototipo de madre drogadicta abusiva y devenida prostituta, que parece que hubiera salido directo de alguna de las películas de denuncia social que Spike Lee o John Singleton hacían a comienzos de los años 90. No se trata, por supuesto, de que el espanto de la adicción al crack haya desaparecido (no hay precisamente que ir a Miami para confirmarlo), sino que el tratamiento que se le da a este personaje parece demasiado automático y unidimensional, en el marco de un film en el que todos los personajes están llenos de misterio, incertidumbre y humanidad.

Luz de luna es también mucho más poética cuando no intenta serlo que cuando recurre a planos estáticos o deliberadamente “poéticos”; cuando baja y deja a sus personajes en situaciones más cotidianas o de menor intensidad dramática. No deja de ser notable -y representativo del humanismo del film- el afecto con el que retrata la relación amistosa de un niño de diez años con un traficante de drogas extrañamente bondadoso, relación que es presentada sin la menor arista morbosa o moralista, y sin que se introduzca esa fea paranoia moderna que le encuentra el lado pedófílo al más inocente y empático de los contactos entre un infante y un adulto.

Secretamente optimista, a pesar de su melancolía general y de la dureza de algunas situaciones, Luz de luna es una historia compasiva, sobre personas que conservan la mejor parte de su humanidad a pesar de sus enormes heridas y cicatrices emocionales y psíquicas. No es frecuente ver esa clase de bondad en el cine actual, y tan sólo por esto -incluso si el film no tuviera otras obvias virtudes- valdría la pena ver esta película sobre un mundo en proceso de cambio, en un lenguaje que también está cambiando.

Luz de luna (Moonlight)

Dirigida por Barry Jenkins. Estados Unidos, 2016. Con Trevante Rhodes, Ashton Sanders, André Holland y Janelle Monáe. Grupocine Torre de los Profesionales; Life Cinemas Alfabeta y Punta Carretas; Movie Montevideo y Portones; shopping de Punta del Este.