Con la excepción de La La Land y su número récord de nominaciones -por un entusiasmo excesivo que ahora ha producido una tal vez excesiva reacción adversa-, ninguna de las otras nominadas al Oscar llegaba precedida de tanto reconocimiento previo como Manchester junto al mar, promocionada no sólo como una buena película, sino como una enorme, histórica, capaz de separarse claramente del pelotón en un año en el que las candidatas parecen ser de calidad predominantemente tibia, y los grandes nombres habituales entre los aspirantes (Martin Scorsese, Clint Eastwood) quedaron relegados por una nueva generación de directores como Damien Chazelle, Dennis Villeneuve y Barry Jenkins. O por el director-guionista de Manchester junto al mar, Kenneth Lonergan, que acumuló nominaciones con esta, su segunda película, aclamada en el Festival Sundance y distribuida por la ya aterradoramente diversa megacompañía Amazon.

Pero este film no debe ser confundido, en términos estilísticos o etarios, con un producto de la nueva generación de directores estadounidenses (o canadienses) como Jeff Nichols, Jeremy Saulnier o Villeneuve, que están renovando a la callada el cine de Hollywood. Lonergan, de 53 años, es un dramaturgo integrado con éxito a Hollywood como guionista desde que comenzó a trabajar, hace un cuarto de siglo, en películas tan diversas como Analízame (Harold Ramis, 1999) y Pandillas de Nueva York (Martin Scorsese, 2002). Sin embargo, había desaparecido del ámbito cinematográfico hace cerca de una década y regresó en 2011 como director, con el drama Margaret, muy elogiado y en algunos círculos minoritarios. De hecho, el moderado éxito de esa película llamó la atención de quienes hicieron viable Manchester junto al mar, que, más allá de la autoría de Lonergan, puede considerarse en cierta forma parte de la sinergia creativa y productiva de los actores, cineastas, productores y amigos Matt Damon y Ben Affleck. No hay que matarse mucho para encontrar cierto hilo temático o ambiental que comienza en la exitosa (y hoy intragable) Good Will Hunting (Gus van Sant, 1997), guionada por Damon y Affleck, y con el hermano de este, Casey -protagonista de Manchester junto al mar- en uno de sus primeros roles; pasa por la filmografía de Ben Affleck situada en Boston -por ejemplo, Atracción peligrosa (2010)-, y culmina en este film que tiene a Damon como productor y a Casey Affleck como centro, y que se inscribe en una cosmogonía de Nueva Inglaterra delineada por los Damon-Affleck, tan reconocible en algunos detalles temáticos y estéticos como las visiones de Nueva York de Scorsese o las de Kansas de Robert Altman. Pero las filmografías de Affleck y Damon han sido más bienintencionadas que artísticamente destacables, y pese al entusiasmo que precede a Manchester junto al mar, también esta vez hay intensos propósitos y flacos resultados.

Escenario para la pena

El film cuenta la historia de Lee (Affleck), un conserje de edificio de Boston que, pese a sus habilidades laborales y su atractivo -en los primeros diez minutos es solicitado para un sinfín de soluciones domésticas y abordado con interés sexual por tres mujeres distintas-, parece incapaz de sociabilizar mínimamente o de controlar sus ataques de furia, aunque en la primera escena lo vemos compartir un tierno momento junto a quien luego sabremos que es su sobrino. Este personaje no muy simpático es llamado a su pueblo natal -el Manchester del título, una pequeña localidad pesquera-, donde su hermano mayor acaba de sufrir un ataque cardíaco. Cuando llega, su hermano ya murió, dejándolo como responsable legal de aquel sobrino que vimos cuando era niño y que ahora tiene 16 años, algo que parece imposible para Lee, marcado por un hecho traumático que la película oculta durante un tercio de sus (excesivas) más de dos horas. Esos 40 o 50 minutos iniciales son los más interesantes, no por la intriga, sino por los extraños matices de la relación de Lee con los habitantes del pueblo, que lo tratan con una rara mezcla de conmiseración, simpatía y puro rechazo, pero luego se revela el enigma, y el drama es tan enorme, irredimible y desolador que el resto de la película se vuelve más que nada el ejercicio de ver cómo los demás personajes se relacionan con alguien que pasó por algo tan terrible.

Se trata de una película sobre la dificultad de un hombre para lidiar con la pena y la pérdida, y por ello el efecto que produce es muy subjetivo; para muchos críticos es poderosísimo, pero llama la atención la debilidad del film en muchos planos. La actuación de Casey Affleck ha sumado tantos elogios que, si un antiguo escándalo sexual no le bajara varios puntos, sería una fija para el Oscar, pero es difícil ver -al igual que con la película en general- cuál es el motivo de tanto entusiasmo. Esencialmente, recuerda mucho a su cuñado y amigo Joaquin Phoenix cuando interpreta personajes plagados de demonios silenciosos, pero, salvo en algunos momentos, Affleck nunca deja de parecer un buen actor tratando de interpretar contenidamente un rol muy intenso, como si se tratara de un ejercicio de taller. Tal vez el problema no sea tanto del protagonista, que evidentemente se esfuerza, sino simplemente un error de casting (y hay varios, incluyendo la elección como coprotagonista de Lucas Hedges, quien, pese a su elaborada composición, nunca parece tener los 16 años de su personaje, sino sus reales 19, y entre esas edades hay una diferencia muy notoria). El uso pomposo y excesivo de la música, con obviedad melodramática, no ayuda mucho: en la escena decisiva en que conocemos el terrible drama del pasado de Lou, suena el “Adagio de Albinoni”, lo cual es más o menos el equivalente a usar “Imagine” en un drama político. Pero lo peor es posiblemente la edición y el montaje -obra de Jennifer Lame, cuyo apellido, casualmente, significa “débil” o “flojo” en inglés-, que parecen haber sido hechos por un leñador perezoso; después de jugar con el misterio del pasado del personaje durante la primera sección, los flashbacks ilustrativos empiezan a emerger brutalmente de la nada, sin continuidad ni distintivos (percibimos que son flashbacks porque Affleck está peinado hacia atrás en el presente y con el pelo sobre la frente en el pasado), aclarando en exceso, haciendo divergir las acciones o simplemente confundiendo una trama que la va de austera, pero que termina sobreexplicando todo.

Manchester junto al mar tiene sus logros, y estos son seguramente la razón de que tanta gente defienda a una película terriblemente floja en varios aspectos (y poco convincente desde el punto de vista psicológico); una parte del elenco secundario es soberbia, hay una excelente fotografía de locación y, sobre todo, el trabajadísimo guion maneja en forma admirable algunas situaciones cotidianas y emplea un sentido del humor muy sutil que se cuela en los momentos tensos (resulta uno de esos textos que son buenísimos cuando no hablan de nada y derrapan cuando tratan de explicar lo que ya estaba entendido). Como examen de la pena masculina y el luto, el film está lejísimos de lo que ha logrado con el mismo tema Nanni Moretti (por poner un ejemplo realmente notable), y desaprovecha un gran tema poco tocado por el cine: el cariño, lateral en los núcleos familiares, de la relación entre tíos y sobrinos. Pero una película no es grande sólo por tratar temas grandes, y esta en particular solamente es extensa.

Manchester junto al mar

(Manchester by the Sea), dirigida por Kenneth Lonergan. Estados Unidos, 2016. Con Casey Affleck, Michelle Williams, Lucas Hedge. Grupocine Ejido; Life Cinemas Alfabeta; Movie Montevideo, Portones y Punta Carretas; shoppings de Paysandú y Punta del Este.