Como suele suceder en esta época del año, la publicación de informes sobre procesos y perspectivas en el consumo de música ha reactivado discusiones e incertidumbres. Al igual que en 2015, durante 2016 cayeron tanto la venta de discos compactos como la de música en archivos digitales (que había crecido de 2005 a 2012, pero viene en descenso desde entonces), y en cambio aumentó mucho el pago por servicios de streaming (los que, como Spotify, Apple Music y otros, permiten escuchar música en un dispositivo sin descargar un archivo que quede en poder del usuario), que se han convertido en la forma más importante de consumo legal, con 38% del total. De 2014 a 2015 el pago por suscripciones a esos servicios, que son más baratos que la descarga paga, casi se había duplicado, y el año pasado aumentó cerca de 75%, al tiempo que el total de suscriptores en el mundo sobrepasó en diciembre de 2016 la simbólica cifra de 100 millones, que se venía manejando como el umbral para que este nuevo mercado se consolidara con beneficios para todas las partes. Pero no es tan así.

Los datos de 2016 fueron recibidos como buenas noticias por las compañías discográficas, que destacaron la creciente importancia de lo que reciben por streaming en el total de sus ingresos (en 2016, pasó a ser más de la mitad), pero la evaluación integral del fenómeno es difícil y compleja, ya que al mismo tiempo compositores e intérpretes se quejan de que las nuevas formas de consumir música (incluyendo, por supuesto, las diversas modalidades de escucha gratuita) implican un considerable descenso de la retribución de su trabajo, ya que la parte que les llega de lo que les cobran las discográficas a las empresas que venden streaming es poca plata para la gran mayoría, a enorme distancia de lo que reciben estrellas como el rapero canadiense Drake, la británica Adele o la estadounidense Beyoncé; y al mismo tiempo el negocio de estas empresas sigue siendo, por sí mismo, deficitario.

Esto último significa que la venta de música funciona cada vez más como un servicio que unas pocas compañías gigantescas brindan, como complemento subsidiado, para potenciar las partes de sus actividades que sí son lucrativas (por ejemplo, la venta de teléfonos celulares), y que, por lo tanto, las decisiones acerca de qué música les interesa ofrecer a esas compañías se relacionan, más que nunca, con variables de mercado, lo cual dista mucho de ser una buena noticia para los artistas y las personas que, sin serlo, están interesadas en los aspectos artísticos de la música. Y no es nada seguro que esto vaya a mejorar si, como vaticinan algunos analistas que ocurrirá, las empresas que venden suscripciones a streaming intentan mejorar sus números siguiendo de algún modo los pasos de Netflix en el terreno audiovisual, y se convierten en algo semejante a sellos discográficos con “producción propia” (o sea, si dejan de ofrecer contenidos alquilados a otras empresas y empiezan a contratar directamente a músicos).

En ese marco, es interesante, pero no decisivo, el declive relativo de Youtube (propiedad de Google), cuya oferta de música mediante streaming es la más consumida en el mundo y también, desde hace muchos años, una habitual preocupación de otras empresas del sector (porque para los usuarios “es gratis”). Lo que ocurre es que Youtube aplica un modelo de negocios distinto, ya que sus ingresos en este terreno no se basan en el cobro de suscripciones, sino en la venta de publicidad para que sea vista por los usuarios, y sus pagos a compañías discográficas no se realizan en función del consumo de música, sino como un porcentaje de sus ingresos, que, como se dijo, dependen de la publicidad. Durante 2016, el negocio de ofrecer música fue muchísimo menos floreciente para Youtube que para Spotify y Apple Music (que, juntas, son responsables de casi dos tercios de la venta de servicios de streaming por suscripción), debido a la conducta de los anunciantes. En otras palabras, el consumo de música en streaming mediante Youtube creció mucho más que sus ingresos relacionados con ese consumo (y, por consiguiente, también mucho más que sus pagos a las discográficas). En todo caso, ninguna de estas grandes empresas enfrentadas entre sí se caracteriza por derivar a los artistas una parte significativa del dinero que obtienen.

Entre los datos aportados por los informes de mercado sobre 2016 está también la confirmación de que el rock sigue siendo el género de música popular más consumido en el declinante formato de álbumes, mientras que el hip hop y lo que actualmente se etiqueta como rhythm and blues se consumen sobre todo mediante la ascendente modalidad del streaming. Esto no es novedad, y tampoco lo es que la muerte de artistas famosos potencia la venta de sus discos: en 2016, el primer lugar en la venta de álbumes le correspondió a Prince, con un total de 2.200 millones, de los cuales más de 200.000 (y un millón de canciones sueltas) se comercializaron el día siguiente a su fallecimiento. Y también fue Prince el artista del que se vendió más música sumando álbumes y canciones sueltas.