Ayer, a los 77 años, murió un teórico que marcó los estudios del siglo XX. Ya sea como lingüista, crítico literario, filósofo o historiador, Tzvetan Todorov se convirtió en un humanista fundamental, motivado por el gran problema del “otro”, por la pregunta de cómo interrogar y comprender la alteridad. Tanto fue así que en 2008 le entregaron el premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales por representar “el espíritu de la unidad de Europa del este y del oeste, y el compromiso con los ideales de libertad, igualdad, integración y justicia”.

Este luchador contra la incomprensión, el totalitarismo y la intolerancia se crió en la Bulgaria comunista, hasta que en 1963 se trasladó a Francia, donde vivió hasta su muerte. Estudió con Roland Barthes, teórico que lo apoyó a lo largo de su vida; fue docente de distintas universidades, como las de Yale, Harvard y Berkeley, y dirigió el Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje, del Centro Nacional para la Investigación Científica de París.

En los primeros años fue un claro representante del estructuralismo, del que después se alejó, y en 1970 fue cofundador, junto con Gérard Genette, de la revista Poétique. En paralelo, escribió una treintena de obras, en las que abarcó una enorme cantidad de temas, como el clásico La conquista de América, la cuestión del otro (1982), en el que se acerca a un discurso moral más que historicista, y donde asegura que la colonización europea se convirtió en el “mayor genocidio de la historia humana”. En Introducción a la literatura fantástica (1980) se dedicó a explorar lo maravilloso, lo insólito y las variantes de lo fantástico; vale la pena una cita de ese trabajo: “El corazón de lo fantástico reside en que en un mundo que es el nuestro, que conocemos, se produce un acontecimiento imposible de explicar por las leyes de ese mismo mundo familiar. El que percibe el acontecimiento debe optar por una de las dos soluciones posibles: o bien se trata de una ilusión de los sentidos, de un producto de la imaginación, y las leyes del mundo siguen siendo lo que son; o bien el acontecimiento se produjo realmente, es parte integrante de la realidad, y entonces esta realidad está regida por leyes que desconocemos”. También fue el autor de La experiencia totalitaria (2009), de un estudiado ensayo sobre Mijaíl Bajtin, que publicó en 1981, y de Teoría de la literatura de los formalistas rusos (1970), una antología preparada y presentada por Todorov en la que dio a conocer a Occidente las cautivantes nociones literarias de este grupo de jóvenes lingüistas y poetas rusos, que en las primeras décadas del siglo XX se vincularon a los movimientos artísticos de vanguardia, revolucionando la impronta de los estudios literarios. Víktor Shklovski -uno de los popes junto a Roman Jakobson- instaló el concepto de “extrañamiento” o “desautomatización”, que se convirtió en un concepto fetiche de la crítica literaria: para Shklovski el extrañamiento sintetiza la esencia de la literatura y el arte, o sea, su poder de resquebrajar la anestesia del hábito, de sorprender, de desautomatizar, de volver extraño lo cotidiano. Según explicó Todorov, su “actitud frente a los formalistas rusos ha cambiado en diversas oportunidades, lo cual, después de todo, no es nada sorprendente pues se me volvieron íntimos hace más de 20 años. La primera impresión consistía en este descubrimiento: se podía hablar de la literatura en forma alegre, irreverente, inventiva; al mismo tiempo, sus textos trataban de aquello de lo que nadie parecía preocuparse y que, sin embargo, yo había creído siempre esencial, de aquello que se denominaba la ‘técnica literaria’. Fue esta admiración lo que me llevó a buscar texto tras texto y, luego, a traducirlos”, y difundirlos. Con el tiempo dio un giro radical en sus inquietudes, y en sus nuevos textos historiográficos predominó el estudio, junto al de la conquista de América, de los campos de concentración en general.

Desde el comienzo se definió como un “hombre desplazado”, porque se había alejado de su patria y tenía una mirada distinta y sorprendida de Francia. Y ese mismo enfoque fue el que desplegó en sus libros sobre la verdad (“no se trata de establecer una verdad -lo que es imposible- sino de aproximársele, de dar la impresión de ella, y esta impresión será tanto más fuerte cuanto más hábil sea el relato”), la justicia, la memoria (decía que la memoria no sólo promovía la justicia sino también la verdad y lo ejemplar), el desarraigo o las democracias modernas. “El enemigo se invoca en los discursos populistas demagógicos, a los que les encanta trazar ante un pueblo vengador un personaje culpable de todos los males que nos afectan. Pueden ser los inmigrantes de los países pobres o los musulmanes”, advertía a Le Monde en 2015, algo que en estos días vuelve a adquirir una gran vigencia.

Elogio de lo cotidiano

El docente e investigador Hebert Benítez Pezzolano dijo a la diaria que Todorov ha logrado atravesar distintas épocas asumiendo diferentes perspectivas, “encuadrándose y desencuadrándose de algo que pudiera llamarse ‘estructuralismo’, o ‘postestructuralismo’, en el sentido de una aventura y exploración permanente”. Cita como ejemplo de su etapa estructuralista el libro sobre gramática de la narración (Gramática del Decamerón, 1969), que se trata de un libro de “estructuralismo duro”, algo que luego logra desbordar. Reconoce que uno de sus mayores legados fue la antología del formalismo ruso, que escribió cuando aún era muy joven. “Él escapó del régimen, y de alguna forma eso siempre se volvió un factor complicado en su biografía. En Francia fue alumno de Barthes y esa huella del ensayo y de la apertura lo marcó, aunque él se convirtió en un investigador de otro tipo. Lo que importa en Todorov es cómo él va reprocesando las ideas de los llamados formalistas, que gracias a él se conocieron en Occidente. Incluso en Latinoamérica la verdadera divulgación se dio a partir de su libro, que ya cuenta con infinitas reediciones”, explica. El investigador cuenta que su generación leyó las ediciones de Losada de ¿Qué es el estructuralismo? Poética (1977) y Crítica de la crítica (1984), “donde hace un inteligente balance del formalismo. Pero Todorov es una figura que fue cambiando hasta llegar a una dimensión de interés en el nuevo mundo de la problemática de América Latina. Me contó Noé Jitrik [reconocido crítico argentino] que estaban junto a Ángel Rama en un congreso, donde mantuvieron un intercambio con él. Todorov observó algunas cuestiones de argumentación de Jitrik, y Rama salió en su defensa, diciendo que ellos eran latinoamericanos, y que por eso veían las cosas de un modo distinto. Tratando de marcar que él tenía una mirada que no dejaba de ser europea”. Benítez advierte que Todorov nunca dejó de estar “en el eje de la cuestión”, y que siempre trabajó “tomando cierta distancia, pero con el avance de los años no dejó de ir politizando la dimensión cultural, acentuando una distancia plena del objeto literario. Y si bien en determinada época le interesó la voz de los otros en América Latina, sus etapas estructuralistas y postestructuralistas fueron sus grandes momentos de ebullición”, reconoce. A partir de estas singularidades, para Benítez, Todorov, junto a “su capacidad sostenida para abrir y cerrar caminos, y entrar y salir de los sistemas, también fue el autor de uno de los libros señeros y sólo en parte superado, como fue el que dedicó al tema fantástico. Luego, desde los años 80, desarrolló considerables contribuciones para ir ingresando a una zona más humana”, recuerda.

A esa etapa pertenece, por ejemplo, su análisis sobre el rechazo a los inmigrantes: hace siete años ya trazaba el panorama que se vive en todo el mundo: “Este miedo a los inmigrantes, al otro, a los bárbaros, será nuestro gran primer conflicto en el siglo XXI”. O, como defendió en su discurso cuando recibió el Príncipe de Asturias, “Es muy importante que tengamos una mirada condescendiente con el extranjero, porque cada uno, por la fuerza de las circunstancias económicas, sociales o meteorológicas, puede acabar siendo un extranjero [...] Ya no podemos ignorar la existencia de los otros alrededor de nosotros. Saber cómo relacionarnos con ellos se ha convertido en algo urgente [...] El extranjero es un bien precioso. Nos permite conocernos mejor a nosotros mismos”.

Según publicaron varios medios, el autor de El hombre desplazado deja un libro póstumo titulado, significativamente, El triunfo del artista, en el que repasa la relación de la Revolución Rusa con los artistas y escritores. Hace unos años, Todorov admitía que no se reconocía “al 100%” en la sociedad en la que vivía. “Digamos que me siento algo extranjero. Lo que para un europeo nativo es lógico, en mí se construye desde el conflicto de comparar dos mundos muy distintos y ambos imperfectos”. Haciendo eco de su propia obra, Todorov escapó a las leyes, construyendo y deconstruyendo fronteras, consciente de que el miedo a “los bárbaros es lo que nos arriesga a convertirnos en bárbaros”.