¿Qué sería del encanto del fútbol si en 2050 un par de robots llegaran a jugar mejor que “Messi, Ronaldo y Neymar”? Uno lo imaginaba lejos de las canchas, pero el que los nombra (y no a Luis Suárez) es el cineasta alemán Werner Herzog (1942). El año pasado estrenó -y ahora está disponible en Netflix- el documental Lo and Behold: Reveries of the Connected World, un ensayo de divulgación científica sobre internet, el futuro inmediato y las infinitas derivaciones positivas y negativas de este mundo hiperconectado: las relaciones sociales que impone la web, los adictos a los juegos de rol, la posibilidad de mandar mensajes de correo electrónico a otros planetas, las familias que consideran a internet el anticristo, las comunidades alejadas de las radiaciones de las computadoras y los celulares, los especialistas en robótica de India y quienes se dedican a estudiar neurología o inteligencia artificial; científicos pioneros, dementes y eruditos que hablan de internet como una nueva religión.
El documental se presenta con una estructura de diez capítulos: el puntapié inicial son los pasillos -“horripilantes” para Herzog y “sagrados” para los científicosde la universidad estadounidense de Los Ángeles, donde en 1969, a las 22.30, se logró mandar el primer mensaje a otra computadora, instalada en la Universidad de Stanford, a unos 500 kilómetros de distancia. Ese primer intento tuvo algo de frustrado, ya que sólo se transmitieron las dos primeras letras de la palabra login, pero eso revolucionó la tecnología que condujo a la red de alcance mundial que solemos identificar por sus siglas en inglés: “www”. Aquel “lo” da pie al uso en el título de la expresión “lo and behold” (una doble exhortación a observar algo sorprendente que se usa con un sentido similar a nuestro “mirá vos”), junto al más descriptivo “ensueños del mundo conectado”.
El resultado final es inquietante, a partir de la suma de testimonios extraños, encantadores, deprimentes o freaks, pero Lo and Behold es una rareza dentro de la filmografía de Herzog, ya que se trata de su documental menos poético, visual y experimental. En esta ocasión el director opta por una estructura convencional, aunque sus preguntas se desvíen de la norma (lo llamativo es que meses antes el admirado cineasta había estrenado un documental excepcional, Into the Inferno, dedicado exclusivamente a los volcanes). Fiel a sus obsesiones, de todos modos, el alemán se pregunta si internet puede soñar consigo misma, y entre la fascinación y el miedo, tanto para él como para los especialistas entrevistados, el panorama presentado adquiere características de un relato de ciencia ficción que hace un buen tiempo invadió nuestro presente.
En la inagotable obra de Herzog, que suma más de 34 largometrajes, los documentales y las obras de ficción se mantuvieron a la par hasta las últimas décadas de su producción, en que los primeros casi han duplicado a las segundas. Dio sus primeros pasos como director en los años 60, junto a otros integrantes de la camada del llamado Nuevo Cine Alemán. Enseguida surgieron películas como Los enanos también empezaron de chicos (1970), su clásico Fata Morgana (1971) y El enigma de Kaspar Hauser (1974). Pero así como Elia Kazan descubrió a su Marlon Brando, Francis Ford Coppola a su Al Pacino, o Martin Scorsese a su Robert de Niro, Herzog dio con su doble en la pantalla, el demente de Klaus Kinski. En este caso, lo peculiar fue que tanto él como el director se dedicaron los peores agravios, se repudiaron dentro y fuera de los rodajes, e incluso llegaron a pensar en poner fin a sus conflictos mediante un asesinato. Esta rabiosa historia de amor y odio se puede rastrear en sus films más emblemáticos, como los excepcionales Aguirre, la ira de Dios (1972), Fitzcarraldo (1982), su proyecto más ambicioso, o Nosferatu, vampiro de la noche (1979). “Clínicamente, yo no estoy loco, aunque en sus memorias Kinski sostenga que sí”, apunta Herzog en su documental Mi enemigo íntimo (1999). “Las amenazas de muerte fueron sólo para obligarlo a trabajar. Aunque debo reconocer que una vez planeé incendiar su casa, con él adentro. Y su pastor alemán me lo impidió”, añade.
En este documental tardío, el tema no es el extravío de un visionario europeo en la selva amazónica, ni la ambición de dominar un enclave imaginario, sino una tecnología sin fábulas ni quimeras, rápidamente engullida por un mundo que, poco después de los impactos iniciales, ni siquiera ha logrado sorprenderse como los cambios lo merecían. “Un día usted se levantará, se preparará el café y leerá el diario desde su computadora. Tal vez eso se vuelva posible en un futuro cercano”, conjetura una comunicadora en un informativo de hace décadas. En Lo and Behold, aquel impulso animal tan propio de Kinski es revertido por un nuevo enfoque de algo que se ha vuelto cotidiano: al abstraer a internet de su uso doméstico, Herzog recobra cierta extrañeza inicial, que la virtualidad ni siquiera dio tiempo a pensar -sus profecías distópicas ya son otra historia-.
Con sus casi 80 años, Herzog sigue siendo uno de los directores de culto más activos y, a la vez, uno de los que más se ha adaptado a las nuevas tecnologías -e incluso llegó a filmar un documental en 3D-. Con motivaciones muy disímiles, el director de Woyzeck sigue buceando entre los sistemas de creencias y sus monstruos, sus demonios y sus nuevos dioses, sus miedos y sus estilos de vida. Como dijo en un documental sobre el rodaje de Fitzcarraldo: “No sólo son mis sueños. También son los de ustedes. La única diferencia es que yo puedo articularlos. Yo hago cine porque no aprendí a hacer otra cosa. Hasta cierto punto, es todo lo que sé hacer. Y es mi obligación, porque esta es quizá la crónica interna de quiénes somos. Y somos nosotros quienes debemos articularla. Si no, seríamos como vacas en el campo”. En sus sueños de cine, sus personajes siguen preguntándose cómo soñar despiertos. Después la cuestión será cómo sobrevivir cuerdos.